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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 23/08/2025 04:42
El mariscal de campo alemán, general Friedrich Paulus, comandante de todo el Sexto Ejército nazi en la zona de Stalingrado, es interrogado junto a su personal por el Estado Mayor del Ejército ruso del general Shumeloff. En total, 23 generales nazis fueron capturados y más de 330.000 nazis murieron o fueron atrapados en la Batalla de Stalingrado. (Bettmann Archive) El general Franz Halder, que era el jefe del Estado Mayor del ejército de Adolf Hitler, lo escribió en su bitácora que seguía día a día la campaña militar nazi contra la Unión Soviética: “Panorama general: ¿hemos llevado el riesgo demasiado lejos?”. No era una pregunta, era una duda, casi una certeza, planteada con rigor militar como un interrogante. La fecha de la nota es la del 15 de agosto de 1942, ocho días antes del ataque alemán contra Stalingrado, la larga batalla que iba a terminar con la enorme derrota alemana y la de sus aliados italianos, rumanos, croatas y húngaros, que iba a dejar un millón de muertos de los dos bandos, otro millón de heridos, desaparecidos o capturados, otros cuarenta mil civiles muertos y noventa y un mil alemanes cautivos: sólo seis mil regresaron a Alemania doce años después. La batalla de Stalingrado, que se inició el 23 de agosto de 1942, hace ya ochenta y tres años, iba a cambiar también el curso de la guerra. Fue una de las más sangrientas de la Segunda Guerra Mundial y cuando terminó, el poderoso Sexto Ejército alemán, al mando del mariscal Friedrich von Paulus rendido, estaba diezmado y cautivo, sus restos cercados por el hambre: los nazis mataron y comieron a doce mil de sus caballos. Con ese ejército ya derrotado, el mismo que había sitiado triunfante la ciudad en agosto de 1942 y terminó en enero de 1943 sitiado por siete ejércitos soviéticos, la guerra cambió su curso: los alemanes empezaron a retroceder y los rusos a perseguirlos. Todo terminaría en Berlín, en los primeros días de mayo de 1945, con la bandera roja enarbolada en las alturas de la cancillería del Reich, Hitler suicidado y sus restos quemados a metros del que había sido su búnker. Pero esa victoria estaba lejana cuando los nazis decidieron atacar a Stalingrado. La ciudad era una obsesión de Hitler que buscaba algo más que los pozos petrolíferos del Cáucaso que le darían más combustible y nuevas fuerzas a su ofensiva contra los rusos. Stalingrado tenía un poderoso valor simbólico: era la ciudad de Stalin. Los alemanes habían sitiado ya Leningrado, que era la ciudad de Lenin y hoy es San Petersburgo, a la que no quisieron tomar por las armas: decidieron asediarla hasta que sus habitantes murieran de hambre. Casi lo logran. Para los alemanes, las dos ciudades debían caer en sus manos. Por lo mismo, Stalin ordenó que Stalingrado y Leningrado debían ser defendidas a cualquier precio. No había posibilidad alguna de rendición: para rusos y nazis, sólo era posible la victoria. Hitler y Stalin, en su salvaje guerra personal, impartieron órdenes criminales y suicidas. A mediados de julio, en pleno verano y al calor abrasador de la vasta Rusia, los alemanes habían empujado a los soviéticos hasta el río Don, a sesenta y cinco kilómetros de Stalingrado. El 24, en Berlín, Hitler ordenó la aniquilación de la ciudad. Una reseña de la Wehrmacht especificaba: “Las órdenes del Führer son que habría que eliminar —beseigtigt en alemán— a toda la población masculina en cuanto se entrase a la ciudad, ya que Stalingrado, con su población totalmente comunista de un millón de habitantes es especialmente peligrosa”. El general Halder escribió en su diario: “Stalingrado: la población masculina debe ser destruida —vernichtet en alemán—, la femenina debe ser deportada”. La batalla de Stalingrado, que comenzó el 23 de agosto de 1942, fue una de las más sangrientas de la Segunda Guerra Mundial. (Bettmann Archive) Cuatro días después de esa orden de Hitler, Stalin, preocupado por el avance alemán, firmó la orden 227 que ordenaba a los comandantes del frente impedir de cualquier modo la retirada, o amague de retirada, de sus hombres; autorizó también a esos jefes a fusilar a todo soldado soviético que intentara retroceder y ordenó a las mujeres a combatir en gran escala. Esa orden contiene la frase, “¡Ni un paso atrás!”, que sería luego el lema de la resistencia soviética. Stalingrado no tenía sólo un valor simbólico. Era un largo lagarto de veinticuatro kilómetros de largo sobre el río Volga, y unos diez kilómetros de ancho extendidos hacia el oeste, el lado más poblado, útil, rico y cuidado. El lado este del río estaba olvidado. En la ciudad funcionaban una importante industria militar con una fábrica insignia, “Octubre Rojo”, y la fábrica de tractores y cañones “Barricady”. Un nudo ferroviario de vital importancia unía a Moscú con el Mar Negro y el Cáucaso petrolero, y el puerto fluvial sobre el Volga hacía a la vida comercial de la ciudad. Los alemanes guardaban muy bien uno de sus mayores secretos militares: estaban agotados. Los nazis habían invadido la URSS el 21 de junio de 1941 con la “Operación Barbarroja” y habían quebrado así un pacto de no agresión con Stalin. El avance hacia la conquista de Moscú, el gran sueño de Napoleón, había sido veloz y certero: la guerra debía terminar en tres semanas. No fue así. Los rusos opusieron una feroz resistencia y una política de tierra arrasada que dejaba a los invasores con las manos vacías en las ciudades que conquistaban. El invierno había sacudido el fervor nazi, lo había detenido, paralizado en la nieve, el fango y las heladas; el desvío hacia otros objetivos como Leningrado o Stalingrado, había dispersado gran parte del formidable ejército de tres millones de hombres que encararon la invasión. En el verano del 42, a un año de la “Operación Barbarroja”, los ejércitos alemanes habían enfrentado varias contraofensivas rusas y se habían detenido o, lo impensable, habían retrocedido. Un ingrediente más empeoraba las cosas: el temperamento psicótico de Hitler lo había llevado a un enfrentamiento con sus generales. En agosto, en los días previos al ataque a Stalingrado, en el Estado Mayor del Führer estaban preocupados por la defensa soviética y pensaban que Stalin preparaba una gran contraofensiva en el Volga, a sesenta kilómetros de la ciudad que lo honraba. Un mes antes, el general Halder se había mostrado preocupado; le había confesado a Hitler su temor de que el enemigo, conocedor de las tácticas alemanas de movimiento envolvente, eludiera el combate directo, como de hecho lo hacía, y se retirara hacia el sur en preparación de un contraataque. Por el contrario, Hitler había dicho que el Ejército Rojo estaba al borde del colapso: había que avanzar y atacar Stalingrado. Hitler se equivocaba. Y mucho. Hitler se equivocaba y mucho, pero los hechos parecían darle la razón: el 21 de agosto, las primeras compañías de infantería nazi cruzaron el Don en botes de asalto neumáticos y se establecieron cerca de la aldea de Luchinski. Gran parte del resto de la infantería cruzó el río más tarde. Al mediodía del 22 los alemanes habían construido un puente por el que pasaba la 16ª división blindada, la punta de lanza de la ofensiva. Todos, infantería y tanques iban camino a Stalingrado. Mientras, bajo un calor terrible, frenado por una escasez crónica de combustible, el Sexto Ejército de von Paulus llegó al otro río, al Volga, al norte de la ciudad. Era una gigantesca pinza que cerraría sus brazos una vez hubiese terminado el demoledor ataque aéreo planeado como inicio del ataque. Al noroeste de Stalingrado, la infantería a bordo de tanques se prepara para atacar a las tropas nazis, que estaban a la defensiva. (Bettmann Archive) El general Halder estaba preocupado. Fue un extraño militar: no era nazi, pero había conocido a Hitler en 1937 y le era leal, al menos eso decía. En el frente, cumplió todas las órdenes nazis de guerra, hasta las más crueles: avaló el exterminio de judíos en las poblaciones ocupadas, ordenó el fusilamiento inmediato de todo comisario político soviético capturado y el de todo civil soviético, por cualquier motivo y sin proceso previo. A medida que crecía la paranoia de Hitler, Halder se opuso a sus arrebatos estratégicos y a su manejo de la guerra; en julio de 1944, luego del fracasado atentado contra Hitler en su cuartel de Prusia, el que llevó adelante Klaus von Stauffenberg, Halder fue preso porque sospecharon que era uno de los conspiradores. No pudieron probar nada, pero sí salieron a la luz sus anteriores conspiraciones contra Hitler. Fue preso y liberado en mayo de 1945 por las tropas norteamericanas. No fue juzgado en Núremberg, pero un tribunal alemán lo condenó por “ayudar al régimen nazi”. Negó haber participado de las atrocidades alemanas y trabajó para el Centro de Historia Militar del Ejército de Estados Unidos: aportó información vital de inteligencia sobre la URSS. Los americanos se negaron a entregarlo para un nuevo juicio en 1950. En 1961, recibió el Premio al Servicio Civil Meritorio por su trabajo con el ejército americano. Lo condecoró el mayor general Edgar C. Doleman en nombre del entonces presidente John F. Kennedy. Halder fue así el único alemán condecorado por Hitler y por un presidente de Estados Unidos. Murió en 1972. Pero en agosto de 1942, frente al inminente ataque alemán a Stalingrado, Halder era jefe del Estado Mayor de Hitler y se jugó el puesto, y lo perdió, en un dramático encuentro con el Führer y el resto de sus generales en Berlín, al mediodía del 23 de agosto cuando el ataque a Stalingrado ya estaba en marcha. Halder urgió a Hitler para que permitiese una retirada parcial de sus fuerzas, para establecer un frente más chico y más defendible. Hitler lo fulminó: “Usted siempre viene aquí con la misma propuesta, la de retirada —rugió—. Exijo en el mando la misma firmeza que en los soldados del frente”. Halder se encabritó, su relación con Hitler había tocado fondo y se sintió ofendido por la dureza del Führer: él también le gritó: “Tengo esa firmeza, mi Führer; pero allá fuera están cayendo miles valientes soldados y tenientes como un sacrificio inútil en una situación desesperada, sólo porque a sus comandantes no se les permite tomar la única decisión razonable y tienen las manos atadas a la espalda”. Hitler entonces lo destruyó: “¿Qué puede usted decirme, Herr Halder, sobre soldados; usted, que se sentó en el mismo asiento en la Primera Guerra Mundial; usted, que ni siquiera lleva la enseña negra de los heridos?”. Todos los generales de Hitler se alzaron de sus sillas, sorprendidos, consternados, avergonzados: el Führer había ido demasiado lejos y el jefe del Estado Mayor tenía los días contados. Por la noche, el propio Hitler intentó calmar a Halder y recomponer lo que ya estaba roto. El general fue relevado el 24 de septiembre. Fue una de las primeras grandes decapitaciones de mandos militares que se atrevieron a desafiar la ilusoria infalibilidad del caudillo alemán. Halder tenía razón: Alemania había llevado el riesgo demasiado lejos; en su diario de guerra dejó constancia de las dificultades del ejército nazi: “Cerca de Stalingrado: grave tensión debido a contraataques enemigos de superior potencia. Nuestras divisiones no son ya muy fuertes. El mando está sometido a una gran tensión nerviosa”. Y la gran batalla todavía no había empezado. Hitler, por su lado, no pudo resistir la tentación: las fuerzas del general von Paulus, aún con sus dramas por la falta de combustible, habían llegado por el norte a sesenta kilómetros de la ciudad, en combates casi cuerpo a cuerpo, habían tomado treinta y cinco mil prisioneros rusos, tanques, blindados y cañones: llegarían hasta los arrabales de Stalingrado. Entonces, empezó la batalla. Los soldados del Ejército Rojo capturan un tanque alemán que avanzaba hacia el corazón de la ciudad. La maquinaria de guerra nazi no logró romper la línea de los defensores de Stalingrado y fue arrojada a una trampa en las afueras, lo que se considera el mayor cerco de la historia. (Bettmann Archive) El domingo 23 de agosto aparentaba ser un día más en la ciudad que ya había sufrido los primeros ataques de la guerra: para sus habitantes, sería un día que jamás olvidarían. Stalingrado era una ciudad modelo, con largos y amplios jardines a la vera occidental del Volga; grandes edificios de departamentos, pintados todos de blanco, le daban un toque de modernidad, una ráfaga de cubismo que no era común en la Europa de entonces. Por la mañana, desde los altavoces atados a los postes de alumbrado, le red oficial de comunicación, una voz monótona y con extraña tranquilidad empezó a advertir: “Camaradas, un aviso de bombardeo aéreo se ha escuchado en la ciudad. Atención camaradas, un aviso de bombardeo aéreo…”. Las mismas palabras y el mismo tono cansino se habían escuchado muchas veces, sin que las bombas hubieran caído. La gente siguió con su vida de domingo. Recién después de que las baterías antiaéreas rusas dispararon hacia el oeste, los rusos de a pie buscaron refugio. El cielo soleado se oscureció de golpe: eran los aviones alemanes y sus bombas. El bombardeo estaba dirigido desde tierra por el mariscal de campo de la Lutwaffe Wolfram von Richtofen, primo del legendario “Barón Rojo” de la Primera Guerra Mundial. Disponía de mil doscientos aviones para sus incursiones aéreas sobre Stalingrado y calculaba perder unos cuantos. En la madrugada de ese domingo le había dicho al general Hans Hube, al mando de la 16ª División Blindada: “Hube, aproveche bien el día. Será apoyado por mil doscientos aviones. No puedo prometerle más mañana”. Por la tarde, toda la flota aérea, bombarderos Junkers 88 y Heinkel 111, más escuadrones de Stukas, en “grupos muy apretados”, volaban hacia el objetivo. El historiador y novelista Antony Beevor, él mismo exoficial del ejército británico, recreó aquella mañana terrible en su Stalingrado: “La aviación de Richtofen comenzó un bombardeo a ras del suelo por turnos, ‘no sólo los objetivos industriales, sino todos’, dijo un estudiante presente ese día. Las bombas de mucha potencia oscilaban suavemente cuando eran arrojadas en grupo desde los Heinkel. La descripción de las escenas en la ciudad hace difícil suponer que alguien pudiera sobrevivir fuera de un sótano. Las bombas incendiarias llovían sobre las casas de madera en el límite sudoeste de la ciudad. Se quemaban hasta los cimientos, pero en la humeante ceniza, sus espigadas chimeneas de ladrillo permanecían de pie en filas, como un espantoso cementerio surrealista. Más cerca de la orilla del gran río, las fachadas de los altos bloques blancos de apartamentos seguían en pie, aunque alcanzadas por las bombas, pero la mayor parte de los pisos de dentro se habían derrumbado. Muchos otros edificios quedaron demolidos o incendiados. Las madres acunaban a los bebés muertos, y los niños trataban de levantar a sus madres muertas junto a ellos. Cientos de familias quedaron enterradas en las ruinas”. Los grandes tanques petroleros a orillas del Volga también ardieron, las llamas alcanzaron los cuatrocientos metros de alto y eran fácil de distinguir a más de trescientos kilómetros de distancia. El principal hospital de Stalingrado quedó partido en dos por efectos de las bombas, estallaron todas sus ventanas y los pacientes, muchos de ellos chicos, salieron arrojados de sus camas. Médicos y enfermeros huyeron y los enfermos quedaron abandonados a su mala suerte durante cinco días, sin comida ni cuidados. Con su particular estilo de revelar las grandes batallas de la Segunda Guerra en la voz y el recuerdo de sus protagonistas, Beevor evoca: “Como prácticamente todos los padres estaban en el frente o fueron movilizados entonces, se dejó a las mujeres para que bregaran con las horribles secuelas. La esposa de Viktor Goncharov, ayudada por su hijo de once años, Nikolai, enterró el cadáver de su padre en el patio de su bloque de apartamentos, que había recibido un impacto directo. ‘Antes de cubrir la tumba –recuerda el hijo– buscamos su cabeza, pero no pudimos encontrarla’. Su suegra, Goncharova, esposa del veterano cosaco, se perdió en el caos. De algún modo, la vieja mujer logró aguantar durante la batalla, sobreviviendo algo más de cinco meses en un búnker. No se encontraron otra vez sino hacia el fin de la guerra, casi tres años después”. Mientras las bombas destruían la ciudad, las tropas blindadas del general Hube avanzaron sin oposición los cuarenta kilómetros que los separaban de Stalingrado. En realidad sí hubo oposición. El comandante alemán anotó en los registros de su división blindada: “En torno a Gumrak –donde hoy se levanta el Aeropuerto Internacional de Volgogrado– la resistencia del enemigo se hizo más fuerte y los cañones antiaéreos comenzaron a disparar desaforadamente contra nuestros vehículos acorazados desde el extremo noroeste de Stalingrado”. Era un disparate, pero todo aquello era un disparate: la defensa estuvo a cargo de unas baterías operadas por jóvenes voluntarias que recién habían egresado de la secundaria, casi sin entrenamiento y sin experiencia alguna en disparar contra objetivos terrestres. Manejaban cañones antiaéreos, pero la avanzada terrestre alemana les hizo cambiar de opinión: olvidaron los aviones, bajaron la mira de los cañones a nivel cero y empezaron a disparar contra los tanques, en cierto modo hasta ofendidas porque los alemanes “parecían participar de un paseo dominical”. El capitán de un batallón de morteros confesaría luego al escritor Vasili Grossman, otro gran cronista de la guerra: “Esta fue la primera página de la defensa de Stalingrado”. Un caballo abandonado pasta entre las ruinas de Stalingrado, aproximadamente cuatro meses después del inicio de la batalla por la ciudad. (AP Photo/Alvin Steinkopf, File) A las cuatro de la tarde del día en que empezó la batalla de Stalingrado, los tanquistas alemanes divisaron, a lo lejos, la orilla oeste del Volga. A la mañana habían salido de las orillas del Don y ahora estaban casi al pie de la ciudad. Parados sobre sus vehículos tomaron fotos que se incorporaron al archivo del cuartel general bajo la leyenda: “¡Llegamos al Volga!”. Otras fotos que mostraban las columnas de humo de los incendios provocados por el bombardeo, también fueron a parar al archivo con la leyenda: “Vista de los suburbios de Stalingrado en llamas”. Eso pasaba a ras de tierra. La defensa de la ciudad se preparaba en los túneles. Los soviéticos no sabían qué hacer frente al furioso avance alemán. El defensor de la ciudad, general Andrea Ivanovich Yeremenko, había dispuesto enfrentar el avance de uno de los ejércitos blindados nazis que llegaba desde el sudoeste, sólo para toparse con que las tropas de von Paulus lo atacaban también desde su derecha. En uno de los túneles cercanos a la garganta del río Tsaritsa, uno de los afluentes del Volga, Yeremenko se reunió con un comisario político de influencia en el círculo de Stalin. Era Nikita Khruschev que, con los años, llegaría a primer ministro de la URSS, defenestraría a Stalin y sería una figura decisiva en los años de la Guerra Fría, que ni fue guerra, ni fue fría: esa mañana, Khruschev portaba una orden terminante del dictador soviético. Stalin estaba furioso y desesperado por la llegada de los alemanes al Volga. Dispuso que las fábricas de Stalingrado no fuesen minadas, ni la maquinaria industrial evacuada: no se tomaría ninguna medida que pudiera sugerir la rendición de la ciudad, que debía ser defendida hasta el fin. El consejo militar de Stalingrado hizo colocar carteles que decían: “Nunca entregaremos nuestra ciudad natal. Hagamos barricadas en cada calle. Transformemos cada distrito, cada manzana, cada edificio en una fortaleza inexpugnable”. Los obreros que no estaban ocupados en la producción de armas de uso inmediato, fueron armados y movilizados en “brigadas especiales”. No había armas para todos y muchos de los movilizados recién recibían una cuando otro voluntario había caído. En el suburbio industrial del norte, batallones de milicias mal armadas enfrentaron a las tropas de Hube: fue una matanza. Los estudiantes de la universidad técnica abrieron trincheras en el norte de la ciudad, ya bajo el fuego de la 16ª división blindada nazi: los edificios de las facultades, cerca de la planta de tractores de Stalingrado, habían sido destruidos en las primeras oleadas de bombardeo. De la fábrica de tractores, transformada ahora en fábrica de tanques, salían unos armatostes a los que trepaban los voluntarios antes de que fuesen siquiera pintados: estos tanques no tenían miras, disparaban “de oído”, con un voluntario cargador que trataba de apuntar el cañón mientras otro voluntario tirador movía la torreta. Cuando cayó la noche del primer día, la ciudad estaba casi en ruinas y cinco mil rusos habían muerto. Al cabo de una semana de bombardeo constante, los muertos llegarían a cuarenta mil y los edificios destruidos a cuatro mil. Stalingrado era un montón de escombros. Soldados alemanes y de otras potencias del Eje capturados en Stalingrado. (Soviet Newsreels Picture vía AP) Sobre esas ruinas, la ciudad armaría su defensa. Empezó entonces otra forma de pelear la guerra: el 62º Ejército soviético armó posiciones defensivas con puntos fijos de disparo establecidos en las fábricas y edificios derruidos: era una flamante guerra urbana que se libraba entre la devastación y los despojos, una forma de pelear la guerra para la que los alemanes no estaban adiestrados: los poderosos tanques Panzer del Cuarto Ejército nazi servían de nada entre los escombros, y el gran Sexto Ejército de von Paulus se vio impedido de conquistar de inmediato el vital distrito fabril de la ciudad, que era su intención inicial, para librar por el contrario una batalla fragmentada, casa por casa, fábrica por fábrica y piedra por piedra para intentar eliminar las defensas soviéticas. Llegarían entonces las “batallas de septiembre” que empezaron a edificar el triunfo soviético en aquella ciudad destruida, y cimentaron la derrota alemana en Europa. Es otra historia. Cuando terminó el primer día del ataque a la ciudad, para los sufridos habitantes de Stalingrado lo peor estaba por llegar. Lo mejor también.
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