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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 22/08/2025 07:58
Dina, Diego y sus hijos autoevacuados en el y techo de la casa Aún con un nudo en la garganta, Dina Estela Caporossi revive el tiempo en que su familia se resguardó adentro de una carpa, armada de apuro en el techo de su casa, mientras caía la tormenta que el 7 de marzo azotó a Bahía Blanca. El agua, primero, les tapó los tobillos; al rato, un desprendimiento de pared hizo que les llegara a la cintura. Estaban inundados. A más de cinco meses de esa fatalidad, en diálogo con Infobae, revive los primeros instantes de desesperación en los que trataba de mantener la mente en blanco junto a Diego Castagnola, su marido, y poner a sus tres hijos a salvo. En minutos, lo que era su hogar se convirtió en una trampa de agua, lodo y miedo. La familia vive a media cuadra del canal Maldonado y aunque había alerta naranja por tormentas para ese día, ya estaban acostumbrados a que esas advertencias no pasaran a mayores. Pero esa mañana, a modo de prevención, nadie salió ni a la escuela ni al trabajo. “Pero nadie pensó que las cosas llegaran a ser extremas”, cuenta. En pijamas y descalzos, con sus tres hijos, la gata y un puñado de cosas agarradas a último momento —como la medicación de uno de los nenes—, subieron al techo de la casa a esperar que el destino hiciera lo suyo. Quedaron incomunicados por los cortes de luz y no pudieron pedir ayuda. Dina respiró hondo, contuvo las lágrimas, y decidió concentrarse solo en una cosa: sobrevivir. “¡Fue desesperante! Me repetía mentalmente: ‘Estamos juntos. Tratemos de que no nos pase nada’”. Desde el techo de la casa, Diego Castagnola, marido de Dina, muestra cómo quedó su barrio La inundación Todo empezó con una alerta naranja que parecía no ser diferente a otras. Ya había pasado antes: tormentas intensas, calles anegadas, quedarse en casa por precaución. Dina y Diego estaban con sus tres hijos —Ciro, Galo y Vito— y se acostaron como cualquier otra noche. “Nunca pensamos que nos íbamos a despertar con el agua adentro”, dice la mujer. Pero esa mañana del 7 de marzo, cuando bajó de la cama y sintió que el piso estaba cubierto, todo cambió en segundos. “El agua me llegaba hasta los tobillos... y empezaba a subir”, recuerda. Salieron a mirar qué estaba pasando y se encontraron con un paisaje que parecía una pesadilla: el agua estaba entrando por todas partes. Intentaron poner la mente en blanco y organizarse. “Traté de calmar a los chicos y empezamos a levantar algunas cosas y dejarlas sobre las sillas para que no se arruinaran”, cuenta. Todavía había cierto margen para pensar. Hasta que una explosión sacudió la casa. “El agua tenía tanta fuerza que rompió la medianera del fondo. Ahí nos entró una ola y el nivel subió hasta la cintura en cuestión de minutos. Ya no había tiempo de salvar nada”. Las inundaciones en Bahía Blanca En segundos, la casa que tanto amor y esfuerzo tenía adentro se convirtió en un canal. “Era el paso del agua entre dos calles”, explica. No podían salir, las puertas estaban trabadas por la presión del agua, y por más agua que subía. La comunicación con el exterior se cortó: “Ya no teníamos señal, no podíamos llamar a nadie, no sabíamos si el resto de nuestra familia estaba bien”, revive y la piel se le eriza... En medio del caos, había que decidir rápido. “Uno de mis hijos necesita medicación, así que agarré eso, los teléfonos, a nuestra gata... y subimos al techo, descalzos y en pijama. Con lo puesto”, cuenta. Así, el techo se volvió refugio improvisado. “Al principio pensamos en escondernos debajo del tanque de agua, pero no entrábamos todos. Entonces armamos la carpa y nos quedamos ahí, intentando no entrar en pánico”. Aún era verano, pero el agua, la lluvia y el viento lo hacían todo más duro. “Estábamos empapados, embarrados y el frío calaba hondo. Pero lo peor era no saber cuánto iba a durar todo eso, si el agua iba a seguir subiendo, si alguien venía a rescatarnos”. Fue tanta la desesperación que vivió que aún hoy no puede estimar cuánto tiempo estuvieron en ese techo. Desde la ventana de la casa, apenas se veían los techos de los autos La incertidumbre más grande era por los chicos. Dina cuenta que al principio los más pequeños lloraban, sin entender lo que pasaba. ¡Bah! ¡Nadie lo entendía!... “Cuando todavía podíamos movernos dentro de la casa, les dije: ‘Empiecen a levantar sus cosas, traten de salvar lo que puedan’. Pero después de la ola, les tuve que decir: ‘Dejen todo, subamos al techo’”. No había explicaciones posibles, admite. “Yo tampoco entendía lo que estaba pasando. Solo quería mantenerlos a salvo”, asegura emocionada. Pese a la propia desesperación, el instinto la empujó a ayudar también a otros. Recordó que en la casa vecina vivía una señora mayor. Fue hasta ahí y, con el agua hasta la cintura, golpeaba la puerta, llamándola. Esperaba una respuesta.. “La casa estaba llena de agua, salía hasta por las ventanas. No me respondía. No había forma de entrar a su casa”, recuerda la desesperación. Volvió a su casa con el corazón en la garganta. “En ese momento, no era angustia lo sentimos: era supervivencia. Solo pensás en cómo seguir, cómo aguantar... Después sí, la angustia te cae encima. Pero en ese momento, es puro desconcierto. Tu casa, tu lugar seguro, ya no existe más”. Desde el techo: el crudo paisaje del barrio completamente inundado La evacuación Desde arriba del techo, la ciudad era otra. No quedaban calles, ni esquinas, ni árboles completamente visibles: todo era agua y más agua. A medida que la lluvia aflojaba, empezaron a escucharse voces. Eran los vecinos, que salían como podían a ver quién estaba bien, quién necesitaba ayuda. Algunos caminaban con el agua hasta el pecho, otros desde los techos gritaban nombres, buscando respuestas. “Eso también fue un alivio, porque decís: ‘Bueno, no estamos solos en esto’. Se había empezado a formar gente que ayudaba. Y eso te cambia todo”, admite emocionada Dina. Aunque seguía lloviendo, empezaron a organizarse. Se armaban cadenas humanas improvisadas, vecinos rescatando vecinos, como podían, con lo que tenían a mano. No había rescatistas ni autoridades a la vista todavía. “Estás en una situación para la que no estás preparado y que nunca imaginaste que te podría pasar”, dice. En medio del desconcierto, lo único claro era que había que mantenerse unidos. “Me concentré en eso: estamos juntos, tratemos de sobrevivir, y que no nos pase nada”. La salida tampoco fue simple. Las puertas de la casa estaban trabadas por la presión del agua acumulada. “Un vecino empezó a hacer fuerza desde afuera. Nosotros tirábamos desde adentro. Empezó a salir una cantidad de agua, cosas de todos lados, barro… y cuando se destrabó, fue como una liberación”. No tenían adónde ir, pero otro vecino ofreció su dúplex como refugio. Un nuevo alivio. El lugar donde estuvieron evacuados Aunque también estaba inundado en planta baja, arriba había espacio para amontonarse como se pudiera. La cuestión era estar a salvo. “Estábamos con los chicos, con la gata. Después empezó a llegar más gente, con sus animales, con bebés, personas mayores. Nadie entraba cómodo, pero estábamos vivos”, dice y respira hondo. Después de varias horas, fueron rescatados por una especie de topadoras de la municipalidad. “Era la única manera en que se podía cruzar ese río, y aun así la movía el agua. Nos subimos como pudimos. Así comenzaron a cruzar a todo la gente y la dejaban en una zona donde el agua ya no pasaba de los tobillos. Ahí esperábamos que alguien nos viniera a buscar”. Pasaron horas embarrados, empapados, esperando. Sin saber si volverían a casa o si siquiera quedaba algo a dónde volver... “Una señora me prestó unos calzados de goma, pero el agua se las llevó también. Era eso: perder incluso hasta lo más mínimo”. Esa noche la pasaron en un centro de evacuados del Ejército, donde la desorganización también era parte del paisaje y de lo inesperado. “Había abuelos, chicos, animales. Se hizo lo que se pudo. No había ropa, no había mucho, pero por lo menos había un baño y algo caliente para tomar”. Recién más tarde un amigo logró comunicarse. “No sé cómo consiguió señal, pero nos rescató. Esa noche dormimos en lo de él. Poder sacarnos la ropa mojada, tomar algo caliente... eso también te salva”. En la noche, en medio del intento número mil para conciliar el sueño, las lágrimas pidieron permiso para salir. Antes de la inundación El regreso a casa Cuando finalmente Dina y su familia volvieron a su casa, la adrenalina había empezado a bajar y el verdadero golpe emocional recién comenzaba. “Ahí fue más angustiante que nunca, porque vimos todo. Nuestra casita estaba dada vuelta, completamente embarrada. Fue muy duro”. Tras años de esfuerzo y cariño invertidos en ese hogar, lo que quedaba era apenas un esqueleto mojado. “No sabés por dónde empezar. Todo lo que tocábamos estaba destruido”, cuenta con la voz entrecortada. El agua había dejado su marca en cada rincón: muebles hinchados, pisos levantados, paredes humedecidas, colchones inservibles. No tenían luz, ni agua corriente, y dormían todos juntos en la única habitación que lograron recuperar al segundo día. “Era levantarse, limpiar hasta que el cuerpo no diera más, acostarse, y volver a limpiar. No tengo idea cuántos días estuvimos así. Perdimos casi todo”, lamenta. Pero también fue en esos días donde la solidaridad floreció con más fuerza. Amigos, vecinos y desconocidos llegaron con baldes, detergente, lavandina, colchones, comida. “Hubo gente que no conocíamos que pasaba y nos dejaba una lavandina o un detergente para limpiar. Otros traían tortas fritas para los que estábamos limpiando”. El barrio entero se puso en pie para limpiar y comenzar de nuevo. “Así como el agua se llevó muchas cosas, también nos trajo una red de apoyo inmensa. Sin esa ayuda, no sé cómo hubiéramos hecho”. Los tres hijos, antes de las inundaciones Al mismo tiempo, supieron que toda Argentina estaba movilizada para darles ayuda y comenzaron a ver llegar camiones con toneladas de donaciones, entre ellas la primera en el Tren Solidario. Poco a poco, Dina y su familia fueron reconstruyendo su casa. Los pisos de madera debieron ser retirados, algunos muebles se cortaron para salvar lo que se pudiera. La humedad sigue presente en algunas paredes, las napas siguen altas, cuenta. “La casa se va a ir arreglando de a poco. Ahora ya estamos resignados, pero agradecidos de estar vivos. Primero rearmamos el cuarto de los nenes, queríamos que aunque sea ellos tengan su lugarcito”, afirma. El trauma dejó marcas. Su esposo necesitó ayuda psicológica, una de las tantas asistencias que se ofrecieron luego del desastre. Reconoce que al principio se levantaba todos los días llorando. “Me secaba las lágrimas y me ponía a limpiar. Después, salir a trabajar me hizo bien. Sentía que también era una forma de devolver algo de todo lo que recibimos”. Después de semanas de limpieza, reconstrucción y mucho esfuerzo colectivo, Dina, Diego y los tres hijos volvieron a vivir a su casa. Aunque nada volvió a ser exactamente igual, reconstruyeron lo esencial: un lugar seguro donde volver a dormir. Y también, poco a poco, la vida cotidiana fue retomando su cauce. “Volví a atender como veterinaria, de a poco. No fue fácil volver a enfocarme, pero era mi manera de sostenernos, de seguir”, cuenta sobre su regreso al Departamento de Salud y Bienestar Animal del municipio. El consultorio —que también se había inundado— fue arreglado con ayuda de colegas y amigos. Y con él, volvió una parte de la normalidad. Durante la recepción de donaciones en Bahía Blanca (Gustavo Gavotti) Para que no vuelva a pasar Ante la creciente frecuencia e intensidad de catástrofes climáticas, un grupo de organizaciones sociales y ambientales —entre ellas la Fundación Ambiente y Recursos Naturales (FARN)— impulsa un proyecto de ley para reformar el régimen de los Aportes del Tesoro Nacional (ATN). La propuesta busca que esos fondos, actualmente manejados de forma discrecional por el Ejecutivo nacional, se destinen específicamente a prevenir y atender emergencias ambientales como inundaciones, incendios, olas de calor y sequías. El proyecto plantea dividir ese 1% de la masa coparticipable en dos partes: un 40% iría a obras públicas provinciales de adaptación y prevención climática, y el 60% restante a un fondo fiduciario para responder de manera inmediata ante desastres. Tres hombres se trasladan en bote en medio de una fuerte inundación que causó 16 muertos en la ciudad de Bahía Blanca (REUTERS/Juan Sebastián Lobos) A diferencia de otras propuestas recientes, como la presentada por los gobernadores —que plantea una redistribución automática de los ATN pero sin destino específico—, esta iniciativa incorpora un enfoque ambiental explícito. “Buscamos anticiparnos a los impactos de la crisis climática y transformar fondos que hoy son discrecionales en una herramienta federal, transparente y orientada a reducir los riesgos”, explicó Camila Mercure, coordinadora del área de Política Climática de FARN. “El proyecto me parece fundamental”, dice Dina. “Esto no fue una casualidad ni una tormenta más. Lo que vivimos en Bahía Blanca fue una tragedia, pero también una advertencia. No podemos seguir esperando a que la próxima lluvia nos arrase. Las provincias necesitan recursos reales, no promesas ni parches”. Desde FARN remarcan que eventos como el de Bahía Blanca, que dejó víctimas fatales, cientos de evacuados y miles de viviendas destruidas, ponen en evidencia la falta de políticas públicas para enfrentar los impactos del cambio climático. Dina lo resume con claridad: “Lo peor no fue perder cosas, fue sentir que estábamos solos". “Este proyecto es un paso para que, la próxima vez, no sea igual. Para que no vuelva a pasar”, finaliza.
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