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  • Una mala sentencia que desatiende el recetario constitucional

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 19/08/2025 18:31

    El debate jurídico sobre la formación de las leyes y los vetos presidenciales (Maximiliano Luna) Apenas un cocinero distraído probaría un cheesecake cuando la crema todavía tiembla y la galleta no ha sellado su pacto con la manteca. En efecto, del mismo modo, sólo un juez impaciente —o seducido por la fama de veredicto instantáneo— se atrevería a catar un procedimiento legislativo interrumpido, degustándolo antes de que el horno constitucional complete su trabajo. Importa comprenderlo sin ambages y con calma de pastelero: la jurisdicción se activa sobre actos maduros, no sobre mezclas espumosas. En ese sentido, cabe consignar que la Constitución diseña la formación de la ley como un acto complejo que exige una coreografía precisa de voluntades. Primero, la aprobación de ambas Cámaras. Luego, el examen del Poder Ejecutivo, con alternativa de aprobación y promulgación, o de observación y devolución. Finalmente, la promulgación y la publicación que otorgan existencia normativa y oponibilidad general. Sucede, en definitiva, que la ley nace cuando el horno cierra su ciclo; antes de ese punto sólo hay preparación, movimiento, expectativa. De seguro, aceptar lo contrario equivale a sancionar el ansia como método y a confundir el aroma con el alimento. Ahora bien, sobre esa lógica descansa una idea sencilla y poderosa —la madurez del acto— que guía el control judicial. Ciertamente, mientras el procedimiento se encuentra en curso, la jurisdicción mira sin tocar; observa que no se quemen los bordes, verifica que no falte un ingrediente esencial, pero se abstiene de hincar el tenedor. Únicamente cuando el acto produce efectos jurídicos plenos —cuando la ley existe como tal— la revisión adquiere sentido. Por eso la metáfora culinaria no es un adorno, sino que funciona como una advertencia sobre el momento constitucional del control. Con todo, se afirma a veces que el juez puede y debe entrar antes, y que un decreto de observación presidencial —el llamado “veto”— sería un blanco legítimo para el escrutinio de constitucionalidad. La tentación es comprensible habidas cuentas de que el veto irrita, demora, corrige, desplaza la voluntad legislativa hacia una segunda deliberación. Sin embargo, el decreto de observación no es una norma general ni un acto administrativo con vida autónoma, sino que pertenece al procedimiento de formación de la ley y carece, por sí mismo, de imperio regulatorio sobre los ciudadanos. En rigor de verdad, opera como una carta de objeciones dentro del diálogo institucional, no como una ordenanza que reordena el mundo. En otras palabras, declarar su inconstitucionalidad supondría convertir al juez en catador de masas crudas. Asimismo, la prudencia enseña otra lección. Si se habilitara el control sustantivo del veto, con idéntica lógica podría exigirse al Ejecutivo la promulgación de un proyecto que él objeta, e incluso ordenarse al Congreso la insistencia con mayorías que no se tienen. En ese sentido, la división de poderes quedaría reducida a un reparto de utensilios en el que el juez decide cuándo retirar la bandeja y quién debe servir las porciones. No parece un buen final para la repostería constitucional. Mucho menos cuando existe un remedio político previsto por la propia Constitución —la insistencia legislativa— que responde con la misma moneda a la objeción presidencial y precisa de mayorías calificadas, no de sustituciones judiciales. Conviene, por lo demás, recordar una distinción que suele desvanecerse en la niebla de los apuros. Cabe hacer notar que el veto no es un acto administrativo sometido a los cánones clásicos de finalidad, motivación y competencia tal como rigen para la Administración Pública en su faz ejecutiva. Antes bien, se trata de un acto político inserto en la etapa de formación de la ley. Su control es esencialmente formal y estructural —tiempos, trámites, comunicaciones, autenticidad— y no material en el sentido de enjuiciar su acierto u oportunidad. En nuestro ejemplo, la jurisdicción puede verificar si el horno estaba encendido, si el reloj marcó los diez días útiles, si la devolución fue cursada a la Cámara de origen. Lo que no puede es dictar la receta ni forzar la cocción. Desde luego, nadie propone una abstención ciega. Si el procedimiento ha concluido y la ley, por mandato constitucional, debe considerarse promulgada de hecho, el juez puede remover la piedra que obstruye la publicación y ordenar que el texto llegue al Boletín Oficial. Allí sí aparece el acto maduro; allí la omisión se vuelve lesiva; allí la ciudadanía aguarda un derecho que ya existe y sólo falta comunicar. Del mismo modo, si la insistencia legislativa se ha materializado con las mayorías exigidas, cualquier obstáculo administrativo sería una infracción al orden constitucional y merecería un correctivo judicial nítido. En esos supuestos, el pastel está listo y la cata jurisdiccional ofrece una respuesta a un daño concreto. Por el contrario, cuando el procedimiento respira y la obra todavía no ha terminado, la intervención jurisdiccional precoz luce como impericia. En esos términos, controlar un tramo del camino sin mirar el destino final confunde el método con el resultado y degrada la técnica judicial a un ejercicio de ansiedad. Un juez que invalida un decreto de observación por supuesta inconstitucionalidad no repara un derecho sino que altera el mecanismo previsto para resolver el desacuerdo entre poderes. En palabras llanas, reemplaza el debate republicano por un veredicto que cocina a toda velocidad y deja el centro crudo. En rigor, la noción de acto maduro ordena también la teoría de la lesión. No hay agravio constitucional reparable mientras el procedimiento no haya cristalizado en una norma vigente o en una omisión antijurídica de cumplimiento debido. La sola expectativa de que un proyecto sea ley no es un derecho subjetivo exigible ante los tribunales; es una esperanza política que se juega en el recinto y en la relación con el Ejecutivo. Cambiar ese tablero por el estrado judicial prostituye la economía del sistema y siembra una peligrosa ilusión, toda vez que la de que los tribunales pueden suplantar, a voluntad, la densidad deliberativa del Parlamento y la responsabilidad del Presidente. Asimismo, la metáfora reposteril ilumina un criterio de elegancia institucional. Un buen pastel no sólo debe estar cocido, sino que debe reposar antes de servirse. También la ley necesita su reposo —la publicación que comunica, la vacatio que prepara, la entrada en vigencia que ordena— y también el juez honra ese reposo cuando decide en el momento preciso, sin voracidad ni demora. La justicia, como la repostería, tiene tiempos que, si se fuerzan, arruinan la obra. En suma, la tesis es clara y la experiencia la confirma. El control judicial se ejerce sobre actos maduros que producen efectos jurídicos, no sobre piezas intermedias del procedimiento. El decreto de observación presidencial, inserto en el proceso de formación de la ley, no es susceptible de declaración de inconstitucionalidad por carecer de naturaleza normativa y por disponer de un contrapeso político específico. La intervención judicial resulta, sí, procedente cuando la Constitución ha clausurado el ciclo y la autoridad omite cumplir con la publicación o con los actos debidos para hacer efectiva la voluntad normativa. Hasta entonces, corresponde respetar el horno encendido, tolerar la ansiedad y confiar en el diseño que, con sabiduría de artesano, distribuye roles, tiempos y responsabilidades. Porque, al final, la República se parece a una cocina bien llevada. Cada cual tiene su herramienta y su instante. La obra es común y la mesa es de todos. La justicia, si llega cuando debe y sobre lo que debe, mejora el sabor; en cambio, si llega antes, arruina el postre. Y la Constitución —esa vieja receta que aún funciona— prefiere un cheesecake bien cocido a una espuma que engaña con su perfume.

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