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Parana » Paginajudicial
Fecha: 19/08/2025 18:00
El caso de la modelo y actriz Julieta Prandi es una invitación para revisar y repensar la institución del matrimonio. La abogada María Marta Simón reflexiona sobre la autonomía de las mujeres sobre su propio cuerpo, una idea ajena a aquella que postula que una mujer casada “debe” estar sexualmente disponible para su cónyuge. María Marta Simón (*) El caso de Julieta Prandi llega en un momento clave y nos hace repensar la institución jurídica y social del matrimonio. Hasta hace muy poco, la defensa de este ex marido ante acusaciones de abuso era incuestionable: “No la violé porque era mi mujer”. Hoy vemos en esa frase, dicha durante años con total naturalidad, una lógica profundamente perversa: si es mi esposa, entonces tengo derecho a su cuerpo, por lo tanto, la violación no existe porque el acceso sexual estaría garantizado por el vínculo matrimonial. Dicho de otra manera, al prestar consentimiento para el matrimonio, se entiende que la mujer está prestando consentimiento a estar disponible para mantener relaciones sexuales. Una idea de que ese consentimiento dado ante Dios o ante el Estado habilita el goce de ese cuerpo. Esta lógica explica, por ejemplo, los chistes machistas sobre “el dolor de cabeza” como excusa femenina para evitar el sexo. La mujer debía justificar su negativa porque el consentimiento estaba implícito en el vínculo. La falta de deseo no era una opción. En Argentina, esta lógica estuvo presente hasta fechas recientes. Recién en 1999, con la reforma de los delitos sexuales, se eliminó la figura legal que impedía reconocer la violación dentro del matrimonio. Y recién en 2015, con el nuevo Código Civil y Comercial, se suprimió el deber legal de cohabitación y se reconoció explícitamente la autonomía de cada cónyuge sobre su cuerpo. Hay un caso que lleva esta lógica al extremo y muestra crudamente hasta dónde puede llegar la idea de que el cuerpo de una mujer le pertenece a su marido. En Francia, Gisèle Pelicot fue drogada por su esposo durante casi diez años. En ese estado, decenas de hombres (más de cincuenta) abusaron de ella mientras estaba inconsciente, con el permiso de su marido, que incluso filmaba los ataques y los almacenaba en carpetas con nombres como “abuso” o “sus violadores”. Muchos de esos hombres argumentaron que no se sentían agresores: como era el esposo quien la ofrecía creían que no estaban haciendo nada mal. Poco importaba que ella no pudiera dar consentimiento, ni siquiera estar consciente. La lógica era que con el permiso del marido alcanzaba. El cuerpo de Gisèle no era visto como propio, sino como algo que otro podía ceder. Este caso es extremo, sí. Pero no es tan ajeno a la misma idea que naturaliza que una mujer casada “debe” estar sexualmente disponible. En un caso se presenta como algo cotidiano, en el otro como una brutalidad, pero en el fondo comparten una misma base: la creencia de que el vínculo conyugal otorga derechos sobre el cuerpo del otro. Casos como el de Julieta Prandi o el de Gisèle Pelicot (y muchos otros que no salen en los medios) nos invitan a revisar con más honestidad lo que entendemos por matrimonio, consentimiento y deseo. Nos enfrentan con lo que durante tanto tiempo se aceptó como normal, pero que hoy empezamos, al fin, a cuestionar. (*) Presidenta del Colegio de la Abogacía de Entre Ríos. El texto fue publicado en su perfil en la red social Facebook.
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