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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 17/08/2025 06:42
La leyenda del tren negro aún se comenta en los Andes ecuatorianos. (Imagen ilustrativa generada con IA) Entre laderas áridas y cardonales, la Laguna de Yambo aparece como una cicatriz verde en la geografía andina de Ecuador. Está en el cantón Salcedo, provincia de Cotopaxi, entre Latacunga y Ambato, y a unos 110 kilómetros al sur de Quito por carretera, un trayecto que toma alrededor de hora y media en la Panamericana. Para quienes miran el mapa por primera vez: Yambo es un cuerpo de agua encajonado a 2.600 metros de altitud, con orillas empinadas y un tono verdoso que se vuelve más intenso cuando el cielo se cubre. Allí, en ese anfiteatro natural, nació y persiste una de las leyendas más queridas —y más inquietantes— de la Sierra centro: la del Tren Negro. Durante buena parte del siglo XX, la línea del ferrocarril transandino, un proyecto que unió Quito con Guayaquil a inicios del siglo pasado y que marcó la modernización del país, corrió por estos contornos. En el tramo Latacunga–Ambato, los rieles se asomaban a la laguna desde un risco paralelo a la carretera, un mirador natural que volvía la travesía tan espectacular como vertiginosa. Incluso en 2019, cuando se reabrieron recorridos turísticos, el itinerario “Recorridos Históricos” incluyó paradas en Latacunga, Salcedo, Yambo y Ambato, recordando que el tren fue parte del paisaje y del imaginario local. La leyenda se cuenta así: una noche de Viernes Santo, lluvias torrenciales desmoronaron lodo sobre los rieles a la altura de Yambo. Un convoy nocturno —viejo, de carbón, de color oscuro— pasó silbando por Salcedo antes de las once y, al tomar la curva junto a la laguna, se descarriló. La máquina y sus vagones cayeron hacia el agua con estrépito; los pasajeros, sorprendidos en su sueño, alcanzaron apenas a clamar perdón por viajar en día santo. Nadie fue rescatado. De ahí que muchos la llamen “laguna sin fondo”: no se halló rastro de la nave ni de sus ocupantes. Vista de la Laguna de Yambo en Ecuador. (Cotopaxi Flower Tour) Desde entonces, cuentan, cada Viernes Santo a la medianoche el silbato del tren vuelve a sonar, acompañado por lamentos que suben desde el espejo verde. Es un relato de tradición oral repetido por generaciones y recogido por la prensa local. Como toda leyenda, tiene variantes. En algunas versiones se ubica el suceso “durante la presidencia de Eloy Alfaro”, cuando las primeras locomotoras cruzaban los Andes; en otras, se añade que el tren llevaba “montoneros” liberales y que un sabotaje conservador precipitó la tragedia. No son afirmaciones históricas verificadas: son capas narrativas que el tiempo pegó al mito para darle sentido político o moral a la desgracia. La coincidencia principal, sin embargo, se mantiene: el Viernes Santo, el descarrilamiento, la caída a Yambo y el retorno espectral del silbato. También hay desacuerdos sobre la hora exacta en que el tren “regresa”. Mientras muchos habitantes hablan de la medianoche —las doce en punto—, otros sostienen que el pitazo se escucha al mediodía del Viernes Santo. La divergencia, lejos de restarle fuerza, delata lo esencial: su naturaleza oral. La leyenda vive en voces, no en archivos; en caminatas, no en actas. Por eso sigue mutando sin perder su centro trágico. En 2019, el tren ecuatoriano inauguró una ruta histórica para recorrer Latacunga, Salcedo, Yambo y Ambato. (Ministerio de Turismo) El escenario ayuda. Yambo, dicen los guías, proviene de “Yamboc”, “laguna humeante”, por la bruma que en las mañanas se posa sobre el agua. Desde la cabecera de Salcedo se llega en quince minutos; los miradores, los paseos en bote y los muelles flotantes han convertido el sitio en un respiro para viajeros que recorren la llamada “Avenida de los Volcanes”. El escenario es un valle seco y luminoso en el centro del país, con un lago verde al fondo y, bordeándolo, un trazo de rieles que hoy aparece cubierto de hierba. Allí, la frontera entre lo tangible y lo contado se vuelve porosa. Quienes investigan la historia del ferrocarril ecuatoriano recuerdan que su construcción —acelerada bajo el liderazgo de Alfaro— fue una proeza técnica, pero también una aventura humana atravesada por lluvias, derrumbes y riesgos. En el tramo interandino, cualquiera que haya viajado en tren por estos filos entiende por qué las montañas y el clima podían volver el viaje imprevisible. La leyenda del Tren Negro, leída en ese contexto, funciona como moraleja y como elegía: condena la irreverencia del viaje en día santo y, al mismo tiempo, lamenta el precio del progreso. No hay constataciones documentales de un siniestro específico con las características que narra el mito; lo que sí existe es una memoria compartida, insistente. Por eso el relato migra entre soportes: lo cuentan abuelas y taxistas; lo documenta la prensa regional cuando recoge testimonios; lo reproducen videos y blogs locales, con la misma economía de recursos de toda tradición oral: pocos datos, muchas imágenes imborrables. En uno de esos textos, por ejemplo, se menciona que “lo que cae en la laguna no vuelve a salir”, frase que resume la idea de Yambo como boca de montaña, como espejo que retiene. Pedro Andrés y Carlos Santiago Restrepo Arismendi. Esa misma laguna guarda en sus aguas otra de las tragedias más recordadas en Ecuador: la desaparición de los hermanos Restrepo en 1988, un caso emblemático de violaciones a los derechos humanos durante el gobierno de León Febres-Cordero. Sus cuerpos nunca fueron hallados y, según las investigaciones judiciales, habrían sido arrojados en este lugar. La historia inspiró el documental Con mi corazón en Yambo (2011), dirigido por María Fernanda Restrepo, hermana de las víctimas, que recupera la memoria de aquel crimen y lo enlaza de forma dolorosa con el paisaje de la laguna. Por eso, en la noche —en particular en la noche de Viernes Santo—, toda la geografía parece dispuesta a sostener tanto el mito como la memoria. El viento que corre por la hondonada suena como bocina; el aleteo de las aves toma la forma de un coro; el eco devuelve con nitidez cualquier ruido. En Yambo, el mito del Tren Negro convive con recuerdos dolorosamente reales y juntos tiñen el silencio de un peso particular. Entre ecos fantasmales y memorias de justicia pendiente, este lugar recuerda que en los Andes ecuatorianos el pasado no se archiva: se escucha, se respira y, a veces, se sueña.
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