Contacto

×
  • +54 343 4178845

  • bcuadra@examedia.com.ar

  • Entre Ríos, Argentina

  • ¿Por qué 1985 fue un año glorioso para el cine de acá y de allá?

    » Clarin

    Fecha: 14/08/2025 10:33

    1. El club de los cinco (de John Hughes) Cinco compañeros de escuela, castigados por faltas disciplinarias, tienen que pasar la tarde del sábado en la escuela, sentados en sus bancos, sin hablar y sin moverse, bajo la tiránica vigilancia de un celador mefistofélico. Pero a medida que van pasando las ocho horas que debe durar la sanción, comienzan a hablar entre ellos, a contarse cosas, y lo que amenaza con ser una velada insoportable termina convirtiéndose en un pasaje de ida hacia la vida misma. Uno de los dos “coming of age” más grandes de los ‘80 (el otro es Cuenta conmigo, de Rob Reiner) y que John Hughes, ese experto en el alma adolescente, sirve con un timing de relojero y un cariño inmenso por sus personajes. Contó, claro, con la ayuda de un casting perfecto, pleno de figuras que se harían “grandes” a lo largo de toda esa década (Molly Ringwald, Emilio Estévez, Anthony Michael Hall) y una música que, donde sea que vuelva a sonar, activa de manera “proustiana” los resortes emocionales de cualquiera que hoy tenga más de cuarenta. Gracias a Peter Weir, Harrison Ford volvió a demostrar que es más que un héroe de cine de aventuras. 2. Testigo en peligro (Peter Weir) La primera película norteamericana del australiano Peter Weir es un policial urbano en su primera mitad y una historia de redención con fondo “rural” en la segunda, y lo milagroso es que el asunto funciona de principio a fin, con una precisión y una lógica narrativas que sólo puede sostener Hollywood cuando hace las cosas bien. Weir tenía en su haber dos tensos y extraordinarios films históricos con Mel Gibson (Gallipoli y El año que vivimos en peligro), cuando Paramount Pictures le pidió un vehículo para el ascendente Harrison Ford, que venía de la saga de La Guerra de las Galaxias e Indiana Jones, pero también de Blade Runner. Esa mezcla de fatalismo romántico y heroísmo a prueba de balas tiñe por completo la historia de John Book, el policía de corazón quijotesco que tiene que proteger a un niño amish testigo de un asesinato y enfrentar una trama de corrupción policial que involucra a más de uno de sus colegas, todo servido con la atmosférica música de Maurice Jarre y la fotografía de John Seale, que se hace tan oscura y tenebrosa cuando se interna en las calles de Filadelfia como luminosa y transparente cuando flota sobre las llanuras de Pensilvania. Woody Allen lleva a Mia Farrow a una historia tipo Alicia en el país de las Maravillas en 1985. 3. La rosa púrpura del Cairo (Woody Allen) Un personaje cinematográfico “sale” de la pantalla porque se ha enamorado de una de sus espectadoras, la pobre Cecilia (Mira Farrow), una camarera de Nueva Jersey que, en plena Gran Depresión, no hace más que ir al cine una y otra vez, siempre para ver la misma película, porque esa es la única forma que tiene de olvidarse de su marido vago y jugador (Danny Aiello) y de ese trabajo rutinario y aburrido en el que no deja de romper platos y crispar los nervios de su jefe. El aventurero Tom Baxter (Jeff Daniels) pasa a éste, nuestro mundo, porque quiere sacarla de ese presente gris sin salida, aunque eso implique dejar sin trama a sus compañeros actores de la pantalla o poner en peligro la carrera de Gil Shepherd (también, claro, Jeff Daniels), el actor que hace de Baxter en la película-dentro-de-la-película. Metacinematografía al cuadrado y un Woody Allen que no aparece en pantalla pero respira en todos y cada uno de los planos de La rosa púrpura del Cairo, la película que transcurre en uno de los inviernos más tristes de la historia del cine y sin la cual no hubiera sido posible, casi una década después, El último gran héroe, esa fábula de acción con Schwarzenegger que cambió los besos y las miradas melancólicas de Woody por una tormenta de tiros y trompadas servida por John McTiernan, el de Duro de matar. Nuestro Oscar más deseado: La historia oficial, con los geniales Héctor Alterio y Norma Aleandro. 4. La historia oficial (Luis Puenzo) Norma Aleandro no puede contener la emoción cuando abre el sobre para leer, sobre el escenario del teatro Dolby de California, que La historia oficial acaba de hacerse con el Oscar a la mejor película extranjera, imponiéndose sobre rivales durísimas como Coronel Redl , de Istvan Szabo, y Papá salió en viaje de negocios, de Emir Kusturica. La escena (que puede verse por YouTube) permite corroborar dos cosas: la primera, que en los años ochenta el rubro “Película Extranjera” de los Oscars todavía era una categoría artística y no una vía institucional para aliviar la conciencia política de los EE.UU., y dos, que en la Argentina de la apertura democrática el premio se vivió no sólo como una conquista artística, sino como una reivindicación de una lucha y una búsqueda que la película de Puenzo mostró en su momento con pudor y oficio cinematográficos, aún cuando mucho después se haya puesto de moda ensañarse con ella desde lugares que poco tienen que ver con lo artístico. Pero a cuarenta años de su estreno, La historia oficial conserva todos los aciertos que tuvo en su momento (muy especialmente, las altísimas interpretaciones de Aleandro y Héctor Alterio), algo que no puede decirse de casi ninguna de las películas argentinas que le fueron contemporáneas. La historia oficial conserva todos los aciertos que tuvo en su momento (muy especialmente, las altísimas interpretaciones de Aleandro y Héctor Alterio). Alejandro Doria reinventó el costumbrismo con Esperando al carroza, el mayor archivo de memes argentinos. 5. Esperando la carroza (Alejandro Doria) Se ha dicho más de una vez, pero conviene insistir: Esperando la carroza es una especie de milagro en el que confluyeron méritos y talentos como rara vez volvería a ocurrir en el cine argentino. La obra de Jacobo Langsner había sido primero una puesta teatral y luego un episodio de televisión para el ciclo Alta comedia, de Canal 9, pero lo que Doria puso en escena es otra cosa. Un prodigio de actuaciones y cronometría, en el que las frases y los diálogos -casi todos memorables- rebotan entre los protagonistas con una efectividad que vuelve difícil distinguir el instante preciso en el que toda esa potencia adquiere dimensiones físicas y líricas para hablar -a los gritos- de un país y su pueblo. Más allá de la época en la que le tocó aparecer (que venía a ser la Argentina del Plan Austral), la historia de Mamá Cora y esa familia ruidosa, ambulante y desesperada que la busca y luego la da por muerta a lo largo de toda una tarde de domingo, refleja los extremos de desgaste de una sociedad desde el registro más difícil por el que pueda optar un realizador -el grotesco- y lo hace con un nivel que sólo le fue dado alcanzar a un pequeño grupo de directores. En ese irrepetible 1985, Doria pudo y supo codearse con Dino Risi (Los monstruos) y Marco Ferreri (La gran comilona), sin tener que envidiarles nada. El japonés Akira Kurosawa vuelve a adaptar a Shakespeare en Ran. 6. Ran (Akira Kurosawa) Shakespeare por Akira Kurosawa (una vez más, después de Trono de sangre, que era Macbeth, pero en el Japón feudal), ahora en color y en lo que fue -en su momento- la producción más cara en la historia del cine japonés. El desafío era Rey Lear, esa tragedia acerca de padres que se van de este mundo e hijos que se enfrentan entre sí para ocupar su lugar en él, superpuesta a una arquitectura política y un principio de soberanía que sólo admiten la sangre como combustible y el espanto como moneda de cambio. Kurosawa se quedó con el armazón del drama inglés y lo transportó al siglo XVI japonés, mezclándolo con leyendas y fábulas nacionales, y el resultado fue algo más que una épica fabulosa y gigantesca. Redondeada por dos de las mejores secuencias que Kurosawa filmó en su vida (la caza de jabalíes del principio, el incendio del castillo hacia el final), Ran permanece como uno de los puntos más altos de la particular obsesión que marcó la obra del “más occidental de los directores japoneses”: esa insistencia metódica por tratar de poner en pantalla las distintas formas que asume la Naturaleza cuando observa a los seres humanos destruyéndose entre sí. Volver al futuro se transformó -paradójicamente- en la película retro de los '80 por excelencia. 7. Volver al futuro (Robert Zemeckis) Zemeckis tenía la pareja ideal para narrar la historia de ese adolescente que se mete por accidente en una máquina del tiempo montada en un DeLorean y retrocede treinta años, desde 1985 hasta 1955, para asumir la “lógica” obligación de tener que lograr que sus padres se conozcan como única condición para poder existir. Christopher Lloyd ya estaba contratado, pero Michael J. Fox se encontraba demasiado comprometido con la exitosísima serie Lazos familiares como para sumarse a la película. Entonces Zemeckis filmó casi la mitad del filme con otro protagonista (Eric Stoltz), sólo para comprobar que la cosa no funcionaba. El resto de la historia es conocida: Zemeckis convenció a Spielberg de “esperar” a Fox -que filmaba Volver al futuro cuando salía del set de Lazos familiares- y la película renació para cambiar la historia del cine. Una obra maestra absoluta a la que el paso del tiempo mejora. Sólo Clint Eastwood era capaz en 1985 de dirigir una película del género western. 8. El jinete pálido (Clint Eastwood) Los ‘80 todavía tenían espacio para las películas de cowboys y en 1985 Clint Eastwood fue uno de los pocos que alcanzó a darse cuenta. El jinete pálido es una remake luminosa de Shane, el desconocido (1953, George Stevens), filmada con un clasicismo a prueba de balas y nada del espíritu ingenuo y algo “retro” que hizo tropezar a Lawrence Kasdan con Silverado ese mismo año. Los ‘80 todavía tenían espacio para las películas de cowboys y en 1985 Clint Eastwood fue uno de los pocos que alcanzó a darse cuenta. Eastwood filma como si el tiempo no hubiera pasado, entrelazando su película directamente con la tradición de John Ford y Howard Hawks y poniendo un poco en el freezer las influencias de Sergio Leone que volverían en Los imperdonables (1992), esa película de terror nocturna y lluviosa que clausuró para siempre el género. Y así como en Los imperdonables eran todos “malos” o “muy malos”, en El jinete pálido, el justiciero sin nombre que responde a las plegarias de una niña para que los libere de la opresión tiene todos los atributos del héroe mitológico, y ninguna de las taras psicológicas del revisionismo histórico que había sepultado al western allá por los años ‘60, hasta que Eastwood lo rescató y lo puso nuevamente en movimiento. Rocky IV: La alegoría boxística de la Guerra Fría que terminaría con la caída del Muro de Berlín. 9. Rocky IV (Sylvester Stallone) El mismo año en que los EE.UU. y la por entonces existente URSS reiniciaban las negociaciones por el desarme nuclear, Sylvester Stallone recuperó al boxeador de Filadelfia para lanzarlo a toda velocidad contra la “cortina de hierro”. Iván Drago (el imponente Dolph Lundgren) es una montaña soviética de músculos que “invade” Norteamérica, se cobra (a golpes) la vida de Apollo Creed y obliga a Rocky a volver al boxeo en el corazón mismo de Rusia. La película dura unos justísimos y adrenalínicos 90 minutos y requiere olvidar cualquier pretensión de verosimilitud o connotación política “seria” para ser disfrutada como lo que realmente es: un formidable espectáculo audiovisual, servido a todo volumen y con una de las mejores bandas de sonido de la época. Spielberg venía del éxito de Los Goonies y se atrevió a filmar sobre la esclavitud y sus miserias. 10. El color púrpura (Steven Spielberg)

    Ver noticia original

    También te puede interesar

  • Examedia © 2024

    Desarrollado por