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  • El déficit fiscal como tipo penal autónomo

    » Comercio y Justicia

    Fecha: 13/08/2025 11:46

    Por Rodrigo López Tais (*) El anuncio del Presidente de la Nación de enviar al Congreso un proyecto de ley que penalice a legisladores que aprueben presupuestos con déficit fiscal no constituye, en rigor, una mera iniciativa económica. Es, ante todo, una ofensiva política que altera el equilibrio constitucional y expande de manera temeraria los límites del poder punitivo estatal. La propuesta pretende erigir el déficit fiscal como elemento integrante de un tipo penal autónomo. Esto implica desplazar al derecho penal hacia un terreno que le es ajeno: la sanción de decisiones políticas adoptadas en el ejercicio regular de atribuciones constitucionales. Con ello, se confunde la responsabilidad política —que se dirime en el debate parlamentario y en las urnas— con la responsabilidad penal, cuya finalidad es tutelar bienes jurídicos concretos frente a agresiones gravemente lesivas. La Constitución Nacional (CN) confiere al Congreso de la Nación la potestad exclusiva y excluyente de aprobar el presupuesto federal (art. 75 inc. 8 CN). Esta atribución es una de las manifestaciones más características de la división de poderes (art. 1 CN). A su vez, el art. 68 CN establece que “ninguno de los miembros del Congreso puede ser acusado, interrogado judicialmente ni molestado por las opiniones o discursos que emita desempeñando su mandato”. Penalizar la decisión política de un legislador por el contenido de su voto significaría desconocer el principio de inmunidad parlamentaria, que no es un privilegio personal, sino una garantía institucional destinada a preservar la independencia del Poder Legislativo frente al Poder Ejecutivo y al Poder Judicial. El único supuesto del Código Penal (CP) que admite responsabilidad criminal por el contenido de un acto legislativo se encuentra en el art. 227 CP. Esta norma sanciona con prisión o reclusión perpetua (art. 215 CP) a quienes otorguen “facultades extraordinarias” o “la suma del poder público” al Poder Ejecutivo. Se trata de la tipificación penal de la traición a la patria, prevista en el art. 29 CN, pensada para impedir la concentración tiránica del poder y no para criminalizar decisiones fiscales que integran el legítimo debate democrático. Por otra parte —pero en la misma orientación—, nuestro derecho penal liberal se asienta sobre el principio de legalidad (art. 18 CN) por el cual sólo pueden sancionarse penalmente conductas previa y taxativamente definidas por la ley, que lesionen bienes jurídicos determinados. El voto de un presupuesto deficitario no configura, por sí mismo, un ataque a un bien jurídico penalmente tutelado. En consecuencia, como tiene dicho la Corte Suprema de Justicia de la Nación desde 1893 (Fallos: 53:420), esto constituye una cuestión política no justiciable, ya que la sanción de la ley de presupuesto es una atribución constitucional del Congreso de la Nación. En todo caso, la evaluación sobre el acierto o error de esa decisión política corresponderá al pueblo, ante quien los legisladores nacionales deben rendir cuentas, y no a los jueces ni al presidente. Es cierto que numerosos países han incorporado reglas fiscales —límites de déficit, topes de deuda, etc.— para asegurar la sostenibilidad presupuestaria. En el derecho comparado, esas reglas se plasman en normas de responsabilidad fiscal, incluso de jerarquía constitucional, y su incumplimiento acarrea consecuencias políticas, administrativas o financieras, como la reducción de partidas, la implementación de programas de corrección o la restricción de transferencias. Sin embargo, en ninguna democracia occidental se sanciona con normas penales la discrepancia parlamentaria ni se castiga a legisladores por el contenido de su voto presupuestario. No cabe duda de que la lucha contra el déficit fiscal es legítima y necesaria, pero debe desarrollarse, siempre, dentro de los límites del Estado de Derecho. Tipificar el déficit fiscal como delito supone abrir un precedente institucional sumamente peligroso. Así, hoy podría ser el déficit; mañana, cualquier disidencia política que el gobierno de turno considere “nociva” podría convertirse en ilícito penal. El resultado sería una democracia condicionada, donde disentir con el oficialismo implique un riesgo cierto de persecución penal. El constituyente de 1853 concibió el art. 29 CN precisamente para impedir que, mediante la neutralización de la disidencia política, se transfiera la suma del poder o facultades extraordinarias a una persona o facción. Paradójicamente, una iniciativa como la que anunció el Presidente de la Nación podría empujarnos —por otra vía— hacia aquello mismo que el constituyente quiso evitar: un poder político sin contrapesos, blindado contra la deliberación democrática mediante la amenaza penal, con capacidad de imponer la subordinación como condición de participación en el debate público. (*) Abogado constitucionalista

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