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  • Cortesía perdida

    » Diario Cordoba

    Fecha: 13/08/2025 08:04

    La cortesía ha muerto a manos de un verdugo invisible: la prisa. Fue ejecutada sin juicio, arrojada a la fosa común de las costumbres inútiles, y sobre su tumba crece la maleza de la grosería. Allí donde antes se alzaba como un faro de civilidad, hoy sólo quedan los cascotes de fórmulas olvidadas y la mueca altiva de quien confunde rudeza con sinceridad. La vida pública, despojada de su música callada, se ha vuelto un coro de voces que se pisan unas a otras, sin compás ni medida. Hubo un tiempo en que la cortesía era el perfume invisible que impregnaba la vida social, la música callada que acompasaba las relaciones humanas. No era un barniz hipócrita, sino la manifestación visible de una certeza: la dignidad del otro es tan inviolable como la propia. Bastaba un saludo, una espera paciente, un escuchar sin interrumpir para recordar que habitamos un mundo compartido. Hoy ese perfume se ha disipado, sustituido por una brusquedad que se ufana de sinceridad y una grosería que presume de autenticidad. La prisa se ha erigido en derecho y la descortesía en norma tácita, sobre todo en la era digital: un zoco ensordecedor donde la atención se compra con estridencia y se paga con desdén. En ese bullicio sin tregua, la cortesía se percibe como un estorbo, cuando no como una afectación sospechosa. En Grecia, la paideia incluía la eutaxía, ese orden en las maneras que revelaba armonía interior. Roma la llamó urbanitas: arte de convivir sin herir, de recordar que la convivencia es un ejercicio de contención. El cristianismo le dio un sentido más alto, convirtiéndola en deber de caridad incluso hacia el enemigo. Y en el Renacimiento y el Barroco, Castiglione y Gracián la elevaron a arte de vivir, fruto de un alma educada en mesura y prudencia, capaz de expresar la verdad sin convertirla en pedrada. El mundo moderno, confundiendo igualdad con vulgaridad, comenzó a despreciar las formas. El siglo XX, con sus guerras y totalitarismos, relegó la cortesía a lujo superfluo. Hoy, las redes sociales coronan la crispación: un insulto viaja más rápido que un argumento ponderado; la réplica humillante eclipsa a la palabra serena. Allí donde todo se mide en reacciones inmediatas, la mesura carece de valor de mercado. Pero la cortesía no es un adorno: es dignidad hecha gesto. Ceder el paso, saludar, agradecer no son reliquias anticuadas, sino pactos tácitos que sostienen la convivencia. La pantalla, al borrar el cuerpo del interlocutor, erosiona también la conciencia de su dignidad. Por eso, practicar la cortesía en la era digital es un acto de resistencia moral, una rebelión silenciosa contra la barbarie de lo inmediato. Quizá esté condenada a subsistir en una minoría de obstinados. Pero cada vez que un saludo rompe la prisa, cada vez que una discrepancia se expresa sin herir, la civilización respira un instante más. No embellece la vida: la hace habitable. Y en tiempos de griterío y descuido, un simple «gracias» vale más que mil proclamas.

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