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» Comercio y Justicia
Fecha: 12/08/2025 16:16
La frase pertenece al especialista Marcos Sequeira, quien advierte que el derecho penal no está diseñado para juzgar decisiones políticas colectivas “Argentina atraviesa un momento de profunda transformación y debate. El diagnóstico es complejo y necesariamente ambivalente. Estamos ante un experimento de shock, una terapia de ajuste ortodoxa en su núcleo, pero con componentes políticos y comunicacionales absolutamente heterodoxos”, señaló el tributarista Marcos Sequeira, quien ha sido invitado por la Universidad Complutense de Madrid para presentar un libro como coautor junto a otros profesores argentinos y europeos. Es una obra sobre los desafíos del derecho penal frente al cibercrimen y los delitos transnacionales. – ¿Cuál es su diagnóstico general del escenario actual bajo las políticas de la actual administración nacional? – Por un lado, es innegable que el Gobierno ha tenido un éxito rotundo en ciertas variables macroeconómicas que eran una obsesión para la agenda pública y los mercados: el superávit fiscal y la desaceleración drástica de la inflación. Lograr un superávit financiero por varios meses consecutivos en un país con un historial de déficit crónico es un hito que no puede ser subestimado. Sin embargo, este éxito tiene un reverso, una cara “B”, que es igualmente contundente. La metodología para alcanzar ese superávit, una combinación de “motosierra” sobre el gasto político y, principalmente, una “licuadora” sobre jubilaciones, salarios públicos y transferencias sociales, ha causado una recesión económica de una profundidad notable. La caída en la producción industrial, la construcción y el consumo es alarmante. Entonces, el diagnóstico es el de un paciente que logró bajar una fiebre altísima, pero a costa de dejarlo en un estado de debilidad extrema. La gran pregunta que todos nos hacemos es si esta debilidad es el paso previo a una recuperación sana y sostenible o si es el síntoma de una patología aún más grave. – ¿Considera que el superávit es sostenible en el tiempo o es, como algunos críticos señalan, un resultado transitorio basado en herramientas de corta vida? – El mérito de haber cortado de cuajo el financiamiento monetario del déficit es real y es la causa principal de la desaceleración inflacionaria. El mercado valora esa señal de disciplina. Ahora bien, la sostenibilidad del ajuste fiscal depende de su composición. Un ajuste basado en gran medida en la licuación de los ingresos de un sector de la población (los jubilados, principalmente) tiene un límite social y político evidente. La sociedad puede tolerar un sacrificio si percibe que es temporal y que conduce a una mejora. Si la recuperación económica no llega con la suficiente rapidez para recomponer esos ingresos, la presión social sobre el Gobierno y el Congreso para aumentar el gasto será enorme. La “motosierra”, por otro lado, implica recortes más estructurales, como la reducción de la estructura del Estado o la eliminación de la obra pública. La paralización de la obra pública, por ejemplo, es efectiva para el recorte inmediato, pero insostenible a largo plazo para un país que necesita infraestructura. La sostenibilidad del superávit dependerá de la capacidad del Gobierno para reemplazar estas herramientas de emergencia por reformas estructurales permanentes y, fundamentalmente, por un aumento de la recaudación genuina. Ese aumento sólo puede venir de un rebote significativo de la actividad económica. Sin crecimiento, el ajuste se vuelve un ciclo vicioso de recesión y recortes cada vez más dolorosos. – ¿Cómo visualiza la economía real? Los datos de la industria, la construcción y el consumo muestran caídas interanuales muy fuertes. ¿Estamos ante una recesión en “V”, con una recuperación rápida a la vista? – La narrativa oficialista se aferra a la idea de una recuperación en “V”: una caída abrupta seguida de un rebote igual de veloz. Ciertamente, hay sectores que pueden liderar esa recuperación. El sector energético, con Vaca Muerta como estandarte, la minería y el sector agropecuario tienen un potencial enorme en este nuevo marco desregulado y con un tipo de cambio más competitivo. Éstos son los motores que el Gobierno espera que traccionen al resto de la economía. Sin embargo, la realidad del entramado productivo argentino es mucho más heterogénea. La industria orientada al mercado interno, las pymes y el comercio dependen del poder adquisitivo de la gente. Hoy, ese poder adquisitivo está por el suelo. Una persona que perdió su empleo en la construcción o un jubilado que no llega a fin de mes no van a motorizar el consumo. Por lo tanto, lo más probable no es una “V” simétrica, sino una recuperación mucho más lenta y desigual. Una especie de “pipa” o “logo de Nike”, donde tras la caída abrupta sigue una recuperación gradual y prolongada. El riesgo de un estancamiento, de una “L”, existe y no es menor. Si la inversión privada, tanto local como extranjera, no llega en la magnitud esperada y con la rapidez necesaria, y si el poder de compra de los salarios no se recupera, podríamos quedar atrapados en un equilibrio de bajo consumo y baja producción, con un desempleo creciente. Ése es el principal desafío que enfrenta el plan económico en los próximos meses. – El Presidente anunció una propuesta para penalizar a funcionarios y legisladores que aprueben un presupuesto con déficit. Como jurista, ¿cuál es su análisis de esta medida? – Sinceramente, es una atrocidad jurídica y una de las ideas más peligrosas para la salud de la República que se han planteado en las últimas décadas. Cruza una línea roja que separa la política del derecho penal de una manera temeraria. Desde el punto de vista constitucional, es un ataque directo al corazón del sistema republicano: la división de poderes. El Congreso de la Nación tiene, por mandato del artículo 75 de la Constitución, la atribución exclusiva de fijar anualmente el presupuesto. Éste es el acto político por excelencia, donde se debaten y se plasman las prioridades de la Nación. Subordinar esta deliberación a la amenaza de una sanción penal implica, en la práctica, anular al Poder Legislativo en su función más esencial. Un legislador no votaría ya según su conciencia o el mandato de sus representados sino coaccionado por el temor a una imputación penal. Es la sumisión de un poder a otro. Además, violenta las inmunidades parlamentarias que protegen a los legisladores por sus opiniones y votos. Desde la perspectiva del derecho penal, la propuesta es un disparate técnico. El derecho penal se basa en la responsabilidad personal y en la existencia de dolo, es decir, la intención de cometer un delito. ¿Cómo se probaría el dolo en un legislador que vota un presupuesto deficitario para, por ejemplo, financiar una emergencia sanitaria o evitar un colapso social? Su intención no es delictiva, es política. Además, ¿quién sería el autor del delito? ¿Los 130 diputados y 37 senadores que levanten la mano? ¿Se les imputaría a todos por igual? El derecho penal no está diseñado para juzgar decisiones políticas colectivas y discrecionales. Estaríamos creando un “delito de política económica” que abriría la puerta a la judicialización de cualquier decisión de gobierno, generando una parálisis y una inseguridad jurídica absolutas. – Si la propuesta es, como usted dice, tan cuestionable desde lo jurídico, ¿cuál cree que es la intención detrás del anuncio? – No creo que sea una simple bravata. Responde a una lógica política muy clara y calculada, con al menos tres objetivos estratégicos. Primero, es una señal de “hipercredibilidad” dirigida a los mercados internacionales y a los inversores. El mensaje es que el compromiso con el déficit cero es tan absoluto que se lo quiere blindar con la herramienta más poderosa del Estado, que es la ley penal. Busca cimentar la idea de que el fin de la indisciplina fiscal en Argentina es irreversible, sin importar quién gobierne en el futuro. Segundo, es una poderosa herramienta de disciplinamiento del poder político, especialmente del Congreso. En un contexto de minoría parlamentaria, en el que el Gobierno ha tenido que vetar leyes que aumentan el gasto, esta propuesta funciona como una advertencia. Es una forma de decirle a la oposición: “Cuidado, sus decisiones de gasto no solo serán vetadas sino que podrían ser consideradas un acto criminal”. Limita el margen de maniobra de la política tradicional. Tercero, y no menos importante, encaja perfectamente en la narrativa fundacional del Gobierno: la lucha de un outsider contra una “casta” política corrupta e irresponsable. La idea de llevar al Código Penal a quienes gastan de más refuerza esa imagen de que los políticos tradicionales son delincuentes y que se necesitan medidas extremas para controlarlos. Es una jugada que, aunque jurídicamente inviable, tiene una enorme potencia simbólica y comunicacional para su base de votantes. – ¿Cuáles son los principales desafíos para la gobernabilidad y la paz social si este modelo de ajuste se mantiene? ¿Qué rol le cabe al Poder Judicial y a las instituciones en este contexto? – El principal desafío es el tiempo. El modelo se sostiene sobre una promesa de un futuro mejor que justifique el sacrificio presente. Si la recuperación económica no empieza a sentirse en el bolsillo de la gente -es decir, si no se recuperan los salarios, las jubilaciones y el empleo-, la paciencia social, que ha sido sorprendentemente alta, puede empezar a agotarse. La conflictividad social podría escalar, poniendo a prueba la capacidad del Gobierno para mantener el orden sin recurrir a la represión. En este escenario, el rol de las instituciones es más crucial que nunca. El Congreso debe encontrar un equilibrio entre su rol de oposición y la responsabilidad de dar al país las herramientas que necesita, como la ley “Bases”, pero sin renunciar a su función de control. El Poder Judicial, por su parte, se convierte en el último bastión de la legalidad. Será el encargado de ponerle un freno a cualquier intento de avasallar derechos constitucionales o de aplicar medidas que, como la penalización del déficit, son manifiestamente contrarias a nuestra Carta Magna. La independencia y la firmeza del Poder Judicial serán fundamentales para garantizar que el ajuste económico no se haga a costa del Estado de Derecho. – ¿Cuál es su reflexión final? – Hay que observar tres termómetros. El primero, por supuesto, es el económico: la evolución del empleo y del salario real. Si la gente empieza a percibir que su situación mejora, el Gobierno ganará el oxígeno político que necesita. El segundo es el termómetro político: la capacidad del oficialismo para construir consensos mínimos en el Congreso y evitar un bloqueo institucional. Un gobierno no puede funcionar indefinidamente a base de decretos y vetos. Pero el tercer termómetro, y para mí el más importante a largo plazo, es el institucional. Debemos estar atentos a la calidad del debate público y al respeto por las reglas de la democracia. La tensión entre la necesidad de un cambio económico profundo y la obligación de preservar el marco republicano será la constante de los próximos años. La verdadera fortaleza de Argentina no se medirá solo en los puntos de superávit fiscal sino en la solidez de sus instituciones y en su capacidad para procesar sus conflictos de manera pacífica y democrática. Ahí es donde se juega el verdadero futuro del país.
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