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  • Una princesa que entró con toda su majestad en el Colón

    » Clarin

    Fecha: 11/08/2025 06:32

    Ojos encantados, ojos encantadores color no sé qué cielo, que miran todo con curiosidad, no con asombro ni indicios de pasmo. Cuando las luces se apagan con lentitud, casi a un ritmo de lentas campanas, mientras la música comienza a sonar, ella se queda quieta, expectante. Los últimos murmullos se han acallado y se abre el telón: una andanada de color, de gracia, de belleza con formas humanas en movimiento se derrama hacia el público. Vera tiene cuatro años y medio y va vestida de punta en blanco como corresponde al acontecimiento que supone su estreno en el Teatro Colón de Buenos Aires, uno de los mejores del mundo, como tantas veces, pobre, me ha oído repetir. Para sumarme al suceso, en mi calidad de padre esgrimo corbata, prenda con la que pocas veces me ha visto y, espero, resalte ante sus ojos la importancia de la cuestión. Sin embargo, como siempre, mis pronósticos sobre Vera fallan de manera rotunda. Anda entre el carmesí y los brillos, los bronces dorados y las alfombras mudas con natural familiaridad. Antes de la función y después, camina de la mano de su madre por pasillos y salones llenos de luminarias y espejos y esculturas y cuadros imponentes. Le pregunto si a una princesa como ella le gustaría vivir en semejante palacio. La respuesta no tiene palabras: es una tímida, cortés y quizá irónica sonrisa, que marcaba el carácter de juego que llevábamos adelante. La obra a la que asistimos fue el ballet "Sancho Panza". Se bancó como la dama que es hora del espectáculo. Dama, que en honor a la verdad, no aparece cuando una obra de teatro la aburre o una película la cansa. La figura del protagonista -yo, que había augurado la de la bailarina principal- fue la que más la atrajo e hizo reír. Casi tanto como cuando le dije que el Colón era el mayor monumento al arte que cobija Buenos Aires. Aunque yo entonces era más grandecito que Vera, no me salvé de la implacabilidad materna, que venía de mi abuelo, fan de la ópera. Si bien me regaló El Lago de los Cisnes, no me salvó de Lohengrin, Tosca – la ópera más inmóvil del repertorio clásico- varias veces y de Turandot. Habrá sido con sangre o por la sangre si quieren, pero yo nunca me negué a ir al Colón con mi madre, Boris Godunov incluido. Es que me había transmitido el virus. Y esa pasión jamás me abandonará. Esa es mi muy temprana esperanza con Vera. Es sólo fantasía, uno de esos sueños que se suelen urdir para los hijos y que luego ellos y el destino se encargan de borronear.

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