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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 10/08/2025 06:34
Gabriel García Moreno logró desarmar cuatro golpes de Estado en su contra. La mañana del 6 de agosto de 1875, el centro histórico de Quito fue escenario de un magnicidio que sacudiría al Ecuador. Mientras el presidente Gabriel García Moreno caminaba hacia el Palacio de Carondelet –sede del gobierno– tras asistir a misa, un grupo de opositores liberales emboscados entre las columnas del palacio se abalanzó sobre él a tiros y machetazos. Al frente del ataque estaba Faustino Rayo, quien asestó el primer machetazo, seguido por sus cómplices que dispararon revólveres a quemarropa. Gravemente herido, García Moreno trató de defenderse con su bastón mientras sus agresores le gritaban: “¡Muere tirano, muere jesuita!”. Según relataron los testigos, el presidente agonizante aún tuvo aliento para exclamar con desafío: “¡Dios no muere!”. Cubierto de sangre, cayó en las escalinatas del palacio y fue llevado a la cercana Catedral Metropolitana, donde falleció junto al altar de la Virgen de los Dolores. García Moreno había dominado la vida política ecuatoriana durante casi dos décadas, labrándose fama tanto de salvador de la patria como de déspota implacable. Nacido en 1821 en Guayaquil, vivió la infancia de una joven república convulsionada por guerras civiles y gobiernos efímeros. Ecuador, tras independizarse de España y separarse de la Gran Colombia, atravesó décadas de inestabilidad y caudillismo militar. Faustino Lemus Rayo, el asesino de Gabriel García Moreno. En 1859, el país prácticamente se fracturó en cuatro regiones autónomas mientras enfrentaba simultáneamente una invasión peruana. En medio de aquella Crisis Nacional, emergió García Moreno. Con apenas 38 años, este abogado y estadista de profundas convicciones católicas asumió el poder con la misión de reunificar la nación y salvar su soberanía. Forjó una alianza incluso con su antiguo rival, el general Juan José Flores, y juntos lograron reconquistar ciudades rebeldes y rechazar a las fuerzas extranjeras. Gracias a ello, en 1861 García Moreno fue investido presidente constitucional, iniciando una era de reconstrucción nacional sobre las ruinas del caos previo. Durante su primera presidencia (1861-1865), sentó las bases del Estado ecuatoriano moderno. Restableció el orden público y derrotó a caudillos locales que amenazaban la unidad nacional, a la vez que defendió el territorio frente a las ambiciones de Perú y Colombia. Convencido de que la ignorancia era enemiga de la República, promovió la educación y la ciencia: fundó la Academia Ecuatoriana de la Lengua, la Escuela Politécnica Nacional y el Observatorio Astronómico de Quito. Su gobierno emprendió obras públicas de envergadura, abriendo caminos para integrar la Sierra andina con la Costa del Pacífico. También impulsó la institucionalización del país mediante reformas fiscales y administrativas, e incluso introdujo el sufragio universal masculino, un hito democrático para la época. Muchos historiadores lo consideran un modernizador y constructor del Estado ecuatoriano, destacando que bajo sus mandatos el país por fin progresó tras años de anarquía. Sin embargo, este impulso reformista vino acompañado de mano dura. Católico ferviente y conservador doctrinario, García Moreno creía en un orden social cimentado en la fe y la autoridad. En 1862 firmó un concordato con la Santa Sede que declaró al catolicismo como religión oficial exclusiva del Ecuador, prohibiendo la existencia de cualquier sociedad secreta reprobada por la Iglesia (como la masonería). Un año más tarde, ordenó incluso que la nación entera se consagrase al Sagrado Corazón de Jesús, en un simbólico acto de devoción nacional en 1873. Gabriel García Moreno era conservador y católico. Bajo su liderazgo, el clero católico recuperó gran influencia en la educación y la vida pública. A la par, el presidente concentró poder político para llevar a cabo su proyecto: no toleraba disensión que pudiera, según él, hacer retroceder al país al desorden. Suspendió libertades como la de prensa, persiguió sin contemplaciones a los conspiradores y llegó a fusilar a rebeldes que atentaban contra la estabilidad lograda. Su estilo autoritario quedó consagrado en la Constitución ultra-conservadora de 1869 –que le permitió la reelección inmediata–, documento tan reaccionario que la oposición la apodó la “Carta Negra”. Para los liberales, García Moreno había implantado una dictadura teocrática: se le acusaba de gobernar “a sangre y fuego” en nombre de Dios, imponiendo tribunales eclesiásticos y pactando con la Iglesia un virtual control sobre la sociedad. Tras concluir su primer mandato, entregó el poder a su sucesor en 1865, algo poco común entre los caudillos latinoamericanos de la época. Pero los siguientes años no trajeron paz: nuevos levantamientos liberales y presidentes débiles precipitaron el regreso de García Moreno al poder. En 1869, en medio de otro período caótico, retomó la presidencia de forma interina y convocó una Asamblea Constituyente que aprobó la mencionada “Carta Negra”. Así dio inicio su segundo gobierno (1869-1875), más polémico si cabe que el primero. Aunque continuó con las obras de modernización –ampliando la red vial, centralizando la educación pública y atrayendo técnicos y científicos europeos–, su gobierno se volvió cada vez más personalista. Vista del Palacio de Carondelet, en Quito (Ecuador). Foto de archivo. EFE/ José Jácome Recién reelegido en 1875 para un tercer período consecutivo, García Moreno era venerado por sus seguidores conservadores, pero sus enemigos juraban impedir que prolongara su “tiranía perpetua”. Desde el exilio, el célebre escritor liberal Juan Montalvo fustigaba al presidente con plumas incendiarias: en 1874 distribuyó un panfleto donde tildaba al régimen de García Moreno como “la dictadura perpetua”, exhortando a derrocarlo. Jóvenes intelectuales y oficiales descontentos, inspirados por esas palabras, comenzaron a conspirar. “Mi pluma lo mató”, diría orgullosamente Montalvo tras el hecho, atribuyendo a sus escritos el haber incitado el magnicidio. No pocos creían, además, que las políticas ultracatólicas de García Moreno le habían ganado enemigos más allá de las fronteras: circulaban rumores de que logias masónicas europeas habrían jurado eliminarlo en venganza por sus prohibiciones y persecuciones contra los masones. La atmósfera estaba cargada de presagios; incluso el propio presidente parecía intuir su suerte. “Dios no muere, mas si yo muero, sabed que Dios no muere”, habría escrito en una carta poco antes de asumir su nuevo mandato, convencido de cumplir una misión providencial pese a las amenazas. El atentado de agosto de 1875, por tanto, no surgió de la nada, sino de ese caldo de odios y temores. Aquel día, tras recibir la comunión al amanecer, García Moreno se encaminó a despachar en el Palacio Nacional sin escolta armada, confiando en su rutina devota. Al subir por la escalinata, Faustino Rayo –un ex militar resentido con el gobierno– se abalanzó por detrás y le asestó un machetazo brutal . El presidente, aturdido y sangrando, alcanzó a sacar su bastón para repeler el ataque. Pero en segundos los co-conspiradores (entre ellos Abelardo Moncayo, Roberto Andrade y Manuel Cornejo) rodearon a la víctima. Uno sujetó al edecán de García Moreno para que no interviniera, mientras los otros descargaban sus pistolas sobre el mandatario. Aún herido de muerte tras múltiples balazos y machetazos, García Moreno no cayó de inmediato: retrocedió tambaleante hasta apoyarse en una columna del pórtico, increpando a sus agresores con epítetos de “¡asesinos, canallas!”. La placa que hasta hoy se observa en el Palacio de Gobierno de Ecuador. Los atacantes vociferaban nombres y consignas –recordando a gritos supuestos abusos y víctimas del régimen– enardecidos en su misión de poner fin a la vida del “tirano”. Finalmente, otro tajo de machete hizo desfallecer al presidente, que se desplomó en los brazos de un guardia horrorizado. Agonizante, fue llevado a la catedral contigua, donde murió minutos después, a los 53 años, ante el altar al que solía acudir a rezar. En la plaza, la guardia reaccionó: el asesino Rayo fue perseguido y capturado por soldados, y murió abatido a tiros cuando intentaba huir. Varios de los conspiradores fueron apresados y ejecutados en días posteriores, mientras otros lograron escapar del país. Una sencilla placa de piedra, ubicada en el muro exterior del Palacio de Carondelet, marca hasta hoy el lugar exacto donde cayó García Moreno. Bajo un pequeño crucifijo pintado, la inscripción reza: “Aquí cayó asesinado el Presidente de la República Dr. Gabriel García Moreno el 6 de agosto de 1875”. Sobre la losa, en letras azules, sobresale la frase “Dios no muere”, atribuida popularmente a las últimas palabras del mandatario. Su violento final conmocionó al país. Hasta el día de hoy, Gabriel García Moreno permanece como una figura de intenso debate histórico. Para unos, fue el héroe forjador del Ecuador moderno –el estadista visionario que sacó al país del abismo y lo encaminó hacia la institucionalidad. Para otros, fue el tirano fanático cuyo régimen clerical sofocó las libertades y encarnó lo más retrógrado del conservadurismo latinoamericano. Ambas visiones contienen parte de verdad y reflejan las contradicciones de su gobierno. Lo cierto es que García Moreno dejó una huella indeleble: un pequeño país andino, dividido y asediado, se convirtió bajo su mando en una república más cohesionada y respetada, aunque al costo de una férrea autocracia.
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