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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 10/08/2025 03:17
La lucha entre José María Gatica y Martín Karadagián, que había sido pactada para dar un espectáculo ameno, terminó a los 18 minutos de forma violenta en un final inesperado Todo salió mal. No fue el prometido combate del siglo, no estaba destinado a serlo, era pura propaganda y negocio, tampoco cumplió con los fines benéficos esbozados en el proyecto original, un acuerdo de caballeros que exigía un riguroso respeto a una pelea que guionaba hasta la respiración de los rivales y que se fue al traste porque uno de los dos rompió el acuerdo; lo que iba a ser amable se convirtió en hostil, la gracia se transformó en rudeza, lo gentil en grosero, el humor en desdicha y el festival deportivo en un espectáculo de circo pobre; para colmo, la multitud que, se esperaba, iba a llenar la cancha de Boca para ver en un ring a dos gladiadores, no fue; unas cuantas personas llenaron el improvisado ring-side, pero las gradas estaban vacías porque si alguien imaginó que el sol iba a iluminar la arena de aquel escenario propio de la Roma imperial, se topó con que la grisura, los nubarrones y un frío de esquimales había ahuyentado al más pintado. El 10 de agosto de 1957, hace ya sesenta y ocho años, Martín Karadagián, un vivo de aquellos, que se había ganado la fama como luchador y todavía no había inventado su legendaria troupe circense llamada “Titanes en el ring”, se enfrentó en un combate mitad boxeo mitad catch con José María Gatica, un peleador excepcional que había protagonizado peleas legendarias en el Luna Park, había profesado un peronismo irreductible y ahora estaba en la lona porque la Revolución Libertadora le impedía boxear y porque él mismo había dilapidado la fortuna hecha a los golpes en el Luna y en una gira destemplada por Estados Unidos. Karadagián y Gatica protagonizaron una pelea violenta y de corta duración, muy alejada de lo acordado La pelea, o lo que fuere, duró poco: dieciocho minutos. Gatica se entusiasmó, se brotó, se rebeló contra lo establecido y le pegó duro a Karadagián que intentó calmarlo, convencerlo de que siguiera el guion que habían acordado, dado que parte de la recaudación, escasa a esas horas, iba a ir a parar a sus propios bolsillos. Pero a Gatica todo le importó nada. Pasado los primeros rounds y cuando todo parecía marchar bien, empezó a castigar duro a Karadagián con golpes al hígado, allí donde duele. Antes había aceptado realizar algunas tomas de catch que le habían enseñado, soportó otras de su rival, admitió algunas caídas a la lona como estaba ensayado, pero antes de los veinte minutos de combate ya lo había sacudido duro a Karadagián y hasta le acomodó dos puñetazos que le lastimaron el arco superciliar; el luchador perdió la paciencia: después de todo, eran dos campeones, o ex campeones, aunque un campeón nunca se considera un ex, jugándose la fama y el destino. Una toma de catch o un golpe, o una mezcla de ambos, una caída violenta y una lesión en la pierna que dejaron a Gatica rengo de por vida, pusieron fin a la pelea con la victoria de Karadagián. Pero todo había salido mal. ¿Quiénes eran estos dos tipos, Karadagián de treinta y cinco años y Gatica de treinta y dos, que se presentaban como dos atletas de élite, combatientes aguerridos, rivales irreconciliables y protagonistas del primer combate en el país entre un luchador y un boxeador? Karadagián había nacido en Buenos Aires como Martín Karadayijan, el 30 de abril de 1922. Era hijo de un carnicero armenio y una española que se dedicó de joven a la lucha grecorromana. En los años 40 se lució en los espectáculos que organizaba el Luna Park, en especial en sus luchas contra un rival de peso conocido como “El hombre montaña”, que era al mismo tiempo su entrenador. Aquellos combates oscilaban ya entre el deporte y el espectáculo masivo, en los que lo grecorromano giraba con poca sutileza al catch, a la acrobacia física y a la desmesura. Un anuncio del "Combate del siglo" en el diario Clarín Entre agosto y diciembre de 1949 Karadagián viajó a luchar a Nueva York y ciudades vecinas; usó el nombre de “The Mighty Karadagián – El poderoso Karadagián” o el de “The Wild Man of South America – El hombre salvaje de América del Sur”: se mantuvo invicto en combates con Marvin Mercer, Mike Clancy, Steve Karras, Sam Berg o con “The Golden Superman – El Superman de oro”. Como los años empezaban a pasar alguna dolorosa factura, se volcó más al espectáculo que a la lucha grecorromana. Después de su pelea con Gatica se dedicó a la actuación, dicho esto sin ironías, y participó en los inicios de los años ’60 de “Reencuentro con la gloria”, una película que dirigió Iván Grondona y en la que actuaron junto al luchador Perla Santalla, Héctor Armendáriz, Javier Portales y Menchu Quesada. Era la historia, un tanto lacrimógena, de un luchador que vivía atormentado porque creía haber matado sobre el ring a un gran amigo. Enseguida, Karadagián filmó junto a Alberto Olmedo “Las aventuras del Capitán Piluso en el castillo del terror”, título que exime de toda aproximación al argumento basado en el entrañable personaje infantil creado por Olmedo, dirigidos ambos por Francis Lauric y acompañados Humberto Ortiz, el inseparable “Coquito” de Piluso, Juan Carlos Barbieri, María Esther Podestá y Rodolfo Crespi, entre otros. Dejó los sets de filmación y se volcó a la infancia y al rincón infantil de los corazones adultos, con un elenco en el que había de todo: desde atletas y luchadores hasta alguna que otra reliquia del mundo del catch y del circo; creó “Titanes en el Ring” donde desfilaron desde personajes de historietas como “La Momia” (hasta hubo una Momia Negra), o Ararat, un tipo corpulento que evocaba el monte bíblico donde fue a parar el Arca de Noé, o enigmáticos como “El Caballero Rojo”, un misterioso enmascarado, o fisicoculturistas entrenados para la ocasión como “Míster Chile” o “El Ancho Peucelle”, o gente con poderes sobrenaturales, no digan que no, como “El Indio Comanche” y sus “dedos magnéticos”. Fue un éxito sensacional de la televisión y del Canal 9. No fue un sensacional hecho periodístico el que dejó inaugurado el primer móvil de exteriores del canal: fue la pelea entre Karadagián y La Momia, que tuvo una audiencia extraordinaria. En aquella empresa circense de Karadagián cada quien tenía su papel: desde los árbitros, tramposos y honestos, hasta el desmadejado relator oficial de los combates. Martín Karadagián con las momias en "Titanes en el Ring" Estragado por la diabetes, Karadagián sufrió en los años 80 la amputación de una pierna. Murió de un edema pulmonar el 27 de agosto de 1991, a los sesenta y nueve años. Una placa lo recuerda en la Plaza Inmigrantes de Armenia y un busto hace lo mismo en Pacheco de Melo al 1800. En 2008 su nombre pasó a integrar el listado del “Hall de la Fama” de Wrestling Observer Newsletter. José María Gatica era un descarado sin igual, un chico hecho en la calle, con su lenguaje y sus códigos. Había nacido el 25 de mayo de 1925 en Villa Mercedes, San Luis, pero a los siete años su familia se mudó a Buenos Aires. Vivió una infancia paupérrima, fue lustrabotas en la estación Constitución, donde casi a diario defendía a golpes su sitial de trabajo. Pegaba duro, era incansable, no caía y, si lo hacía, volvía a levantarse siempre; le importaba nada la sangre y los dolores: era un peleador. Lázaro Koczi, un comerciante vinculado al boxeo lo vio, se adjudicaría luego haberlo “descubierto”, y le ofreció pelear por plata en las reuniones ilegales, irregulares y clandestinas que se celebraban en “The Sailor’s Home”, un alojamiento para marineros sin trabajo que los británicos habían levantado en la Avenida San Juan, vecino al cruce con Paseo Colón: una estructura de ladrillos rojos que se mantuvo en pie hasta los años 70 y donde la leyenda dice que alguna vez Gatica se cruzó con Karadagián. Allí peleó por plata y con apuestas de por medio, en combates a tres rounds y hasta que se hizo profesional. Debutó el 7 de diciembre de 1945, tenía veinte años, y noqueó en la primera vuelta a Leopoldo Mayorano. En toda su carrera, libró noventa y seis combates, ganó ochenta y seis, setenta y dos por nocaut, perdió siete, empató dos y uno quedó sin decisión. Mantuvo rivalidades memorables, en especial con Alfredo Prada, con quien peleó seis veces: ganaron tres combates cada uno. Tenía un carisma especial, era feo a lo Jean Paul Belmondo, tenía bien ganado el apodo de “El Mono”, deslenguado, audaz, atrevido y retobado. El entonces presidente Juan Domingo Perón iba al Luna a verlo combatir; varias fotos los muestran sonrientes y con las manos estrechadas en un saludo cargado de afecto y también es leyenda certificada la insolencia entrañable que Gatica le lanzó como un gancho a Perón: “General: dos potencias se saludan”. No dejaba de ser cierto. Gatica saluda a Juan Domingo Perón desde el ring Era un tipo de una enorme popularidad que vivió una vida algo más que desenfrenada e imprudente; el chico de Constitución se cobraba su pasado con atraso y a lo tonto. El gobierno de Perón apoyó su único viaje a Estados Unidos para que conquistara el título mundial. Empezó bien, le ganó por nocaut en el cuarto round a Terence Young y se ganó luego el derecho a que el campeón mundial, un negro fibroso que se llamaba Ike Williams, aceptara enfrentarlo sin arriesgar el título. Se vieron las caras en Nueva York el 5 de enero de 1951. O Williams era muy superior o Gatica se descuidó: un gancho de izquierda del campeón mundial lo derribó en el primer round y ya no se recuperó: cayó otras dos veces hasta que el árbitro paró la pelea. El sueño había terminado. El cineasta Leonardo Favio le dio a Gatica entidad épica en su película “Gatica, “El Mono”, protagonizada por Edgardo Nieva, que murió en 2020. Favio no sólo contó la infancia y juventud pobres de Gatica, también trazó una parábola irrebatible sobre Argentina: Gatica era el hombre-país que caía una y mil veces y una y mil veces se alzaba; sangrante, volvía a la pelea; atontado por los golpes, seguía la lucha; aún en la derrota alzaba sus brazos victorioso. También era un retrato que mostraba a aquel hombre-país desperdiciar cuanta oportunidad tenía por delante. Gatica peleó por última vez un combate estelar el 16 de septiembre de 1953 y contra su eterno rival, Alfredo Prada; en el primer asalto, un cabezazo de Prada le fracturó el maxilar inferior; combatió otros cuatro rounds, hasta que el médico paró la pelea y el árbitro decretó el nocaut técnico. Dejó el boxeo dos años después, en simultáneo con la caída de Perón a manos de la Revolución Libertadora”. José María Gatica había tenido una infancia marcada por la pobreza; había sido lustrabotas Los supuestos libertadores le cancelaron la licencia, lo condenaron a pelear en el Gran Buenos aires, clandestino y a estadios llenos; llegaron a intervenir parte de sus ganancias y Gatica se derrumbó y regresó a la pobreza de su infancia: vivió en una villa miseria de Villa Dominico con su segunda mujer, trabajaba de lo que podía, vivía de lo que mendigaba: un gran campeón en derrota a quien, además, le hacían pagar carísimo su antiguo fervor peronista: aquellas eran grietas. Dinero contante Hasta allí, hasta la derrota y la miseria lo fue a buscar Karadagián con mentalidad empresarial: dos grandes, dos rivales, una pelea, un gran estadio, una multitud, buena recaudación y dinero contante para el arruinado Gatica. También para el armenio. La historia íntima de la pelea está narrada en un libro sobre la historia del catch del periodista y escritor Daniel Roncoli, que tuvo el acierto de titularlo con una frase de las tantas inolvidables de Homero Manzi: “Un ladrido de perros a la luna”. Aquel país había empezado a desangrarse: en junio del año anterior una rebelión civil y militar contra la Libertadora había terminado en fusilamientos clandestinos de civiles y oficiales y reglamentados de militares. La cosa no estaba para festivales deportivos. En 1957 el Luna Park estaría de puertas cerradas de modo que Karadagián eligió la cancha de Boca para su combate espectáculo. Cuenta Roncoli que Karadagián se tomó en serio su aventura: era una inversión. Tuvo que domesticar a Gatica, o al menos intentarlo. Se dio un plazo de seis meses y lo tuvo a su cuidado, también lo sometió a vigilancia con un par de guardaespaldas, para que “El Mono” no huyera hacia la noche, el alcohol y la farra. Le impuso un control médico, le ordenó la dieta y le eligió las comidas, le compró ropa nueva, lo hospedó en el Hotel Bristol de Cerrito y Sarmiento y le adelantó cincuenta mil pesos a cuenta de la bolsa a recaudar. Un especialista entrenó a Gatica en lo esencial: una docena de tomas de catch, iba a ser un combate mixto, y un breve decálogo sobre cómo caer a la lona sin partirse el cuello. Gatica aprendió rápido y bien, llegó a la pelea lejos de su peso de las noches triunfales, pero con adecentados ochenta kilos y seiscientos gramos. Los dos gladiadores estaban un poco gorditos, pero la gloria es la gloria. Aquel sábado 10 de agosto de 1957, a las cinco menos veinte de la tarde, Gatica volvió a subir a un ring; Karadagián lo hizo cuatro minutos después ante una platea despoblada, presagio certero de una recaudación exigua, y frente a una tarde invernal desapacible y con un irrespirable aire a decepción. Todo estaba conversado y coordinado: desarrollo y fin del combate, tomas de catch y caídas que parecieran un drama sin serlo, exhibición de boxeo sin golpes duros ni sangre: un combate del siglo blando y templado, pero no descuidado ni frío. El árbitro, Miguel García, los llamó al centro del ring y los habilitó al combate. Todo lo que salió mal, empezó bien. En los primeros minutos Karadagián hasta se permitía dar breves instrucciones verbales a Gatica para que nada se fuera del guion. Gatica, el boxeador, se largó con llaves candado, tomas de cabeza y tijeras como un cátcher avezado. En el libro de Roncoli: “Cada uno imponía su registro. Imprevistamente, cuando el barbado lo llevó a las cuerdas para darle un descanso y cosechar el repudio con tomas arteras y provocaciones a los espectadores, Gatica se cohibió, como si se quedara sin libreto. Impertérrito bajó los brazos. Martín buscó una forma de que volviera al rigor, le susurró dos o tres salidas posibles. El Mono desoyó la marcación y se le fue encima sacando virulentas manos, aunque un tanto desmañadas. “Pegue bien, deme duro, duro, deme de verdad, que yo le indico cuándo tenemos que cambiar”. La pelea en La Bombonera de Gatica y Karadagián que terminó mal Entonces, el diablo metió la cola. Parte de la concurrencia recordó las noches exitosas de Gatica en el Luna Park y empezó a cantar: “Y dale, y dale, y dale Mono dale” y “Y pegue, y pegue, y pegue Mono pegue”, coplas bastas y sencillas, alejadas del romancero español, pero no por eso imposibles de ser cumplidas. Por el contrario, Gatica se entusiasmó como aquellas noches. Olvidó acuerdos previos, órdenes que había aceptado acatar y pegó durísimo cómo y dónde los boxeadores saben que hacen doler. Tal vez quiso no perder el combate. Tal vez no quiso caer otra vez sobre un ring. Tal vez quiso volver a ser campeón de algo, aun de ese combate del siglo mal parido desde el inicio. Karadagián le pidió tranquilidad pero Gatica estaba desbordado. Sobre el minuto dieciocho de combate, Karadagián, lastimado y acaso en defensa propia, también olvidó rival, negocio y pelea, volteó a Gatica con una palanca de pierna y ganó el combate por puesta de espaldas. En el vestuario puteó a destajo por su mala decisión, la de armar el combate, la de intentar hacer beneficencia con su rival, con su ingenuidad que lo había llevado a confiar en las ansias de redención de un irredento. Gatica se fue de la cancha de Boca con un intenso dolor en su pierna maltrecha. Por falta de tratamiento, la lesión derivó en una renguera que lo siguió el resto de su corta vida. Que se sepa, no volvieron a verse. Karadagián armó su propia empresa con gente del catch y la bautizó “Titanes en el Ring”, y Gatica se volvió a perder en el ostracismo y la miseria. El 10 de noviembre de 1963, al terminar un partido en cancha de Independiente, el club de sus amores, en el que el local derrotó a River 2 a 0, Gatica, que vendía entonces muñequitos de colores, cayó bajo las ruedas de un colectivo de la línea 295 en la esquina de Herrera y Pedro de Luján. Dicen que suplicó entonces, en la lona del ring de la vida, “No me dejes así hermano, no me dejes aquí tirado”. Murió dos días después en el legendario Hospital Rawson. Lo velaron en la Federación Argentina de Box y lo enterraron en el cementerio de Avellaneda. El 24 de mayo de 2013, vísperas del que hubiese sido su cumpleaños ochenta y ocho. Sus restos fueron trasladados a San Luis. Su casa natal de Villa Mercedes es un museo. Una estatua lo recuerda en la entrada al Palacio Municipal de los deportes de esa ciudad. Allí fue depositado su ataúd, en posición vertical. Gatica descansa en pie, como los árboles.
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