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  • El alemán que ayudó a un atleta negro a ganar una medalla de oro y la amistad que desafió a la propaganda nazi en un Juego Olímpico

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 04/08/2025 04:41

    Hace 89 años, Jesse Owens ganó el oro en salto en largo, con la marca de 8,06 metros. El alemán Luz Long le indicó el mejor lugar para saltar Tal vez, en otro instante del mundo, hubiesen sido enemigos: el soldado estadounidense Jesse Owens y el soldado alemán Carl Ludwig “Luz” Long. Pero no eran soldados, eran atletas. Y el deporte los hizo amigos, solidarios y felices de hacer pito catalán a una época que se acercaba al incendio, a la muerte y a la destrucción, y de burlar incluso a un régimen salvaje que se había adueñado de Alemania y estaba a punto de adueñarse a sangre y fuego de Europa. En agosto de 1936, cuando los Juegos Olímpicos de Berlín se abrieron para que Adolfo Hitler glorificara al nazismo, a su teoría que afirmaba, con fundamentos raramente científicos, que había una raza aria que era superior a todas las demás y que por ello Alemania tenía el derecho de imponer sus designios en el continente y, con suerte, en el resto del mundo; cuando el delirio estaba por imponerse como una nueva civilización, como se impuso por casi doce años, dos hombres jóvenes, parejos en edad y en calidades deportivas, eligieron la ética del olimpismo por encima de la vileza de toda una época que con tranquila parsimonia marchaba hacia el abismo. La historia, que tiene elementos de leyenda, y cuesta mucho desbrozar la leyenda de los hechos, dice que el 4 de agosto de 1936, a sólo tres días de iniciados los Juegos y cuando ya Jesse Owens, un brillante atleta negro de Estados Unidos, había ganado su primera medalla de oro, estuvo a punto de ser eliminado de la competencia de salto en largo. Fue entonces cuando Carl Ludwig “Luz” Long, otro brillante atleta alemán, prototipo del “ario hitleriano”, un metro ochenta y cuatro de estatura, rubio, de ojos azules y campeón en su especialidad, se acercó a Owens, le dio un sabio consejo y, por la tarde de ese día, el atleta negro lo derrotó y se llevó el oro olímpico en salto en largo. Allí está la foto que muestra a los dos, Owens en la cima del podio, hace la venia, y Long, segundo, con el brazo derecho alzado en el saludo nazi. En su palco, Hitler enfureció. Este dato, desmentido tantas veces por los nostálgicos del espanto, tiene una fuerte base documental: lo admitió Baldur von Sirach, máximo dirigente de las Juventudes Hitlerianas. Después nació una polémica: ¿se negó Hitler a saludar a Owens porque era negro y cosechaba cuatro medallas doradas? ¿Hubo un saludo a la distancia? ¿Se fue Hitler del estadio para no dar la mano a un negro? Tras la final de salto en largo, ambos posaron juntos en la pista del estadio y subieron al podio: Owens hizo la venia, Long el saludo nazi (AP) Owens había nacido en Alabama el 12 de septiembre de 1913; era el menor de diez hijos de Henry Cleveland Owens y de Mary Emma Fitzgerald. No se llamaba Jesse, sino James Cleveland. Lo apodaban “JC”. Cuando su familia se mudó a Cleveland, Ohio y Jesse fue al colegio y un maestro le preguntó su nombre, el chico dijo “JC Owens”; las iniciales, dichas en fuerte acento sureño, sonaron “jay-cee y el maestro anotó Jesse. Cuando se corrigió el error, Owens ya era Jesse para siempre. La familia, Owens era nieto de esclavos, había huido del sur por la fuerte segregación racial que regía en esos estados, junto al millón y medio de afroamericanos que conformaron la llamada Gran Migración Negra. Fue un gran atleta desde chico, conoció a su mujer, Minnie Ruth Solomon, cuando él tenía quince años y ella trece. En 1932 nació su primera hija, Gloria. La pareja se casó en 1935 y tuvieron dos hijas más, Marlene en 1939 y Beverly, en 1940. En 1936, a punto de cumplir veintitrés años, Owens era la gran esperanza atlética de Estados Unidos. Carl Ludwig Hermann “Luz” Long era apenas cinco meses mayor que Owens y ya había cumplido los veintitrés en 1936. Había nacido en Leipzig el 27 de abril de 1913; en 1928, a sus quince años, se unió al Leipziger Sport Club, donde fue entrenado por Georg Ritcher; juntos desarrollaron una técnica para el salto en largo basada en la fuerza de Long como saltador de altura. En 1936 ya había estudiado derecho en la Universidad de su ciudad natal y era un atleta consumado, formado desde chico, al igual que Owens. Había conquistado el tercer puesto en salto en largo, siete metros veinticinco, en los Campeonatos Europeos de Atletismo de 1934, y dos años después, en las vísperas de los Juegos de Berlín, era récord europeo de salto en largo y estaba ansioso por competir con Owens, que tenía el récord mundial. En las rondas preliminares a la gran final, el 4 de agosto, Long había batido el récord olímpico. Una multitud esperaba el duelo entre las dos fieras del salto en largo; la final comenzó a primera hora de la tarde. Hitler había pensado los Juegos Olímpicos de Berlín para gloria de Alemania y del nazismo; el deporte sería un vehículo político y de propaganda nacionalsocialista: los ojos del mundo estarían puestos en Berlín. La capital del Reich había sido pintada, restaurada y embellecida; de algunos pueblos vecinos se habían retirado los carteles que advertían: “Aquí no queremos judíos”; las fuerzas de choque del Reich se mantuvieron guardados en sus cuevas y el diseño de los Juegos había marchado a las órdenes del arquitecto preferido de Hitler, Albert Speer. El nazismo disimulaba. Para esos mismos días olímpicos, el ministro de propaganda nazi, Joseph Goebbels, anotaba en su diario: “El enfrentamiento con el bolchevismo se acerca. Así que necesitamos estar preparados. El Führer es intocable. (…) Tenemos prácticamente asegurado el dominio de Europa (…) Los judíos deben salir de Alemania, de toda Europa, sí. Eso llevará algo de tiempo. Pero sucederá y debe suceder. El Führer está decidido a eso”. Hitler y su vuelta al estadio donde comenzaron los JJ.OO. de Berlín. La propaganda nazi utilizó la competencia para promover la supuesta supremacía aria Fue Hitler quien, primero y para siempre, mezcló política, propaganda y deporte; traicionó así el espíritu griego que celebraba los Juegos Olímpicos cada cuatro años, una olimpíada, y hacía cesar todas sus guerras durante dos semanas celebratorias en las que aliados y enemigos victoriosos eran coronados de laureles. Hitler, alegórico, también eligió una corona de laureles para colocar sobre las cabezas de los medallistas olímpicos. Pero, para que no quedaran dudas sobre cuáles eran las intenciones políticas del nazismo, en el campo de entrenamiento de los corredores, saltadores y lanzadores alemanes una pancarta lo dejaba claro: “Los atletas de pista y campo piensan en los Juegos Olímpicos de 1936. No debemos decepcionar a nuestro líder Adolf Hitler”. El 1 de agosto de 1936, la antorcha olímpica señaló el comienzo de los juegos en una ceremonia espectacular. Toda Berlín estaba engalanada con estandartes con la esvástica; sobre el estadio, una enorme bandera olímpica colgaba del dirigible Hindenburg, para el asombro de las ciento diez mil personas que lo colmaban; las crónicas calcularon un millón de entusiastas más, sin entradas, que se agolparon en las calles para ver pasar a Hitler. Cuando el Führer ingresó al estadio, lo saludó una fanfarria de treinta trompetas y el gran músico Richard Strauss arrancó a dirigir un coro de tres mil voces que cantaron el himno alemán, “Deutschland, Deutschland über alles”, el himno del partido nazi, “Horst-Wessel-Lied” y el nuevo Himno Olímpico compuesto para la ocasión. Todo, ceremonia inaugural y competencias, era filmado y embellecido por Leni Riefenstahl, una cineasta talentosa al servicio del nazismo, que tendría a su cargo realzar la epopeya de los atletas alemanes para encumbrar, según los planes de Hitler, la superioridad de los arios. Después, desfilaron los atletas que iban a participar de los juegos. Muchas delegaciones hicieron el saludo nazi al pasar frente al palco, pero estadounidenses y británicos lo evitaron en forma manifiesta. Cuando empezaron las competencias, no estaba previsto que Hitler, como jefe del estado alemán, saludara a los ganadores en oro, plata y bronce, previsión que el Führer pasó por alto y sí saludó a los finlandeses y alemanes que ganaron sus medallas en el primer día de competencias. Sin embargo, ese mismo día, cuando los atletas alemanes quedaron eliminados de la competencia de salto en alto que habían empezado con retraso, Hitler abandonó el estadio al anochecer y evitó saludar a Cornelius Johnson y a David Albittron, dos estadounidenses negros que se quedaron con el oro y la plata en esa especialidad. Long fue el primero en felicitar a Owens y llevarlo con el brazo alzado en señal de triunfo frente a un público alemán que ovacionó al atleta estadounidense Alguien tenía que decirle al hombre más poderoso de Alemania que no podía hacer lo que ya había hecho. Le tocó al presidente del Comité Olímpico Internacional, el conde Henri Baillet-Latour quien, antes de que Owens ganara su primera medalla dorada, habló con Hitler y le explicó, es de suponer que con mucha prudencia y cortesía porque su condición de conde y de olímpico no le impedía saber con quién trataba, que él, Hitler, era un invitado de honor del COI, y el más importante. Pero no estaba ni previsto ni acordado que felicitase a los ganadores. A partir de entonces, Hitler no volvió a saludar a ninguno, según testimonió Maxwell Richard en su libro The Nazi Olympics. De manera que el Führer no saludó a Owens porque le habían pedido no saludara a ningún otro medallista, ni lo ofendió, por la misma razón. Sin embargo, había preferido irse del estadio el día inaugural de los Juegos, hoy se diría que por problemas de agenda, antes de estrechar la mano de los dos campeones negros de salto en alto de Estados Unidos. Según admitiría años más tarde Albert Speer, Hitler estaba “muy molesto por los triunfos del negro estadounidense”. Sostuvo que cualquiera que tuviese ancestros procedentes de la jungla era un salvaje; su constitución física era mucho más fuerte que la de los blancos y por eso deberían haber sido excluidos de los juegos. Goebbels, siempre fiel, anotó en su diario que la raza blanca “debería estar avergonzada” por semejante derrota. El 4 de agosto, lejos de las tribulaciones y de las decepciones nazis, Owens, que el día anterior ya había ganado la primera de sus cuatro medallas de oro, salió a la pista de atletismo a competir en salto en largo por la segunda. Carl “Luz” Long también salió para intentar cumplir con sus afanes: disputar contra Owens, derrotarlo y ganar su oro olímpico. Para llegar a la final y aspirar a las medallas, los participantes de la prueba debían superar los siete metros quince en las pruebas de clasificación que se disputaban en la mañana de ese martes 4. "Se podrían fundir todas las medallas y las copas que gané, y no valdrían nada frente a la amistad de veinticuatro quilates que hice con Luz Long en aquel momento”, dijo Jesse Owens Long empezó bárbaro: batió el récord olímpico en el primero de sus saltos, lo que le garantizó el pase a la final. Owens, en cambio, quedó al borde de la eliminación porque sus dos primeros saltos fueron nulos; enfrentaba una última oportunidad de alcanzar la marca mínima de siete metros quince para pasar a la final. En la bruma de la leyenda, hay testimonios que recuerdan a Owens un poco abatido, aunque ese mismo día corrió las pruebas clasificatorias y las semifinales de los doscientos metros, que iba a ganar al día siguiente. Fue en ese momento, cuando Owens vio peligrar su clasificación para las finales del salto en largo, que el alemán Long se acercó para darle un consejo de oro. Le dijo que no tratara de hacer una gran marca con ese último salto que le quedaba, sino que se limitara a saltar los siete metros quince que le garantizaban el pase a las finales; le dijo que fuese conservador, que, para alcanzar la marca salvadora, pisara un poco antes de la tabla de madera que marca el límite del saltador y que Owens había traspasado en sus dos saltos anteriores. Años después, en el documental Jesse Owens Returns to Berlin (Jesse Owens regresa a Berlín), el americano le revelaría parte de esa charla al hijo de Long. Como fuere, Owens le hizo caso a su rival. Su tercer intento, el decisivo, alcanzó los siete metros sesenta y cuatro: estaba de cabeza en la final. Se disputó a la tarde y todo el mundo tenía claro que aquello era una competencia entre dos: Owens y Long. El americano estuvo siempre al frente en la serie programada a seis saltos: en el tercero, superó el récord olímpico de Long con siete metros ochenta y siete. Long lo sorprendió e igualó su marca en el quinto salto; pero enseguida le siguió Owens con siete metros noventa y cuatro y un nuevo record. A ambos les quedaba un último salto. El sexto del alemán fue nulo y el de Owens fue extraordinario: ocho metros seis milímetros. Oro para Owens, plata para Long. Y fue Long el que primero corrió a felicitar a su rival y quien lo llevó, con el brazo alzado, frente al público alemán que, dice la leyenda, coreó el apellido Owens a pedido de Long, todo no muy lejos del palco de Hitler. Después, ambos posaron juntos en la pista del estadio y subieron al podio: Owens hizo la venia, Long el saludo nazi. Entonces nació la leyenda que afirmaba que Hitler se había negado a saludar a Owens, cuando ya había decidido no saludar a ningún triunfador a pedido del titular del COI. El propio Owens, que en los días siguientes iba a ganar dos medallas doradas más, la de los doscientos metros llanos y los de la posta cuatro por cien, quien intentó desmitificarlo todo. En su biografía de 1970, The Jesse Owens Story (La historia de Jesse Owens), reveló que había recibido una felicitación oficial por escrito del gobierno alemán y que Hitler sí lo había saludado. Las fuentes citan las palabras de Owens: “Cuando pasé cerca suyo, el canciller se levantó, me saludó con la mano y yo le devolví la señal”. También lo hizo ni bien regresó a Estados Unidos en un reportaje a The Pittsburgh Press, que se publicó el 24 de agosto de 1936 con el título Owens arrives with kind words for all officials (Owens regresa con palabras amables para todos los funcionarios): “Hitler tenía controlado su tiempo tanto para llegar al estadio como para marcharse –evocó Owens–. Sucedió que debía marcharse antes de la ceremonia de entrega de medallas de los cien metros. Pero antes de que se fuera yo me dirigí a aparecer en una transmisión televisiva y pasé cerca de donde él estaba. Él me saludó y yo le correspondí. Creo que es de mal gusto criticarle si no estás enterado de lo que realmente pasó”. Luz Long, alemán, campeón europeo en salto en largo en 1935, fue uno de esos iconos que hizo por el deporte mucho más que ganar un título que, finalmente, quedó en manos de otro Si Owens creyó en la sinceridad de Hitler, allá él, pobrecito. El Führer estaba furioso porque el triunfo de los atletas negros, sumados a las medallas conquistadas por los atletas judíos, echaba abajo el andamiaje racial, étnico y propagandístico de sus delirantes Juegos Olímpicos nazis. Pero además, un genuino representante, a su pesar, del ideal racial nazi, había sacrificado su gloria en favor de un negro estadounidense. También había ensalzado al deporte y lo había salvado del incendio, pero ni a Hitler ni a sus compinches le preocupaban esas cosas. De la furia ya indisimulada de Hitler fue testigo y víctima el líder de las Juventudes Hitleristas, Baldur von Sirach, que sugirió una foto en conjunto entre Hitler y Owens: “Hitler tuvo un estallido de cólera porque juzgó la propuesta como una grave ofensa”, escribió von Sirach en su posterior libro exculpatorio Ich glaubte an Hitler (Yo creí en Hitler). En sus memorias, y en cuantas ocasiones tuvo, Owens agradeció y valoró el gesto de Long: “Tuvo mucho coraje al confraternizar conmigo frente a Hitler. Se podrían fundir todas las medallas y las copas que gané, y no valdrían nada frente a la amistad de veinticuatro quilates que hice con Luz Long en aquel momento”. También dio las gracias a la amabilidad alemana que le permitió viajar y hospedarse en los mismos hoteles que los blancos. Era una queja descarnada y por elevación a la segregación racial que había sufrido, él y los negros estadounidenses, a lo largo de más de un siglo, y que Owens padeció también cuando volvió triunfante a Estados Unidos: “Cuando regresé a mi país, después de todas aquellas historias sobre Hitler, no podía sentarme en la parte delantera de los ómnibus y tenía que entrar por la puerta de atrás de los hoteles. No fui invitado a estrechar la mano de Hitler, pero tampoco fui invitado a la Casa Blanca a estrechar la mano de mi presidente”. Era verdad: Franklin D. Roosevelt no envió a Owens siquiera un telegrama de felicitación: ese año buscaba la primera de sus tres exitosas reelecciones y precisaba los votos del sur segregacionista. La carrera de Luz Long terminó pronto. Fue alistado al ejército alemán y murió en 1943 durante la batalla de Biscari Santo-Pietro. Owens enfrentó discriminación en su regreso a los EE.UU. La de Berlín fue la primera y única competencia entre Owens y Long. La carrera deportiva de los dos se extinguió con cierta celeridad. Long volvió a su profesión de abogado y Owens enfureció a las autoridades del atletismo estadounidense cuando se negó a competir en unos campeonatos a disputarse en Suecia inmediatamente después de Berlín, y decidió regresar a Estados Unidos para sacar provecho económico de su bien ganada fama a través de varios anuncios comerciales. Le cortaron las piernas: las autoridades del atletismo americano le retiraron su estatus de deportista amateur y terminaron con la carrera deportiva de Owens, que estalló con furia: “El mundo del atletismo se ha convertido en una farsa. Ya no significa nada para nosotros, los atletas. La AAU se lleva todas las ganancias. Se lleva todo nuestro dinero en este país, y te persigue en Europa para conseguir su parte. Tus mismos compatriotas te quitan lo que te pertenece”. Owens se unió al Partido Republicano al regresar a Estados Unidos para reunir fondos en favor de la candidatura de Alf Landon en las elecciones de ese año, que ganó Roosevelt. El campeón olímpico estaba furioso y decepcionado. Había hecho un paseo triunfal por la Quinta Avenida bajo una lluvia de papelitos, pero en una cena en su honor en el Waldorf Astoria lo hicieron entrar por una puerta lateral, que era la reservada a los negros. En octubre de ese año, en un acto de campaña en Baltimore, Owens dijo: “Algunos dicen que Hitler me despreció. Pero yo les digo que no lo hizo. No estoy diciendo nada en contra de nuestro presidente. Recuerden, no soy un político; pero también recuerden que el presidente no me envió ningún mensaje de felicitación porque, según dicen, estaba muy ocupado”. El 15 de octubre, Owens repitió lo mismo cuando habló ante una concurrencia de afroamericanos en una concentración política en Kansas City. Owens ganó cuatro medallas de oro en Berlín 1936: los 100m en 10,30 segundos, los 200m en 20,70 segundos, salto en largo con 8,06 metros y relevo de 4x100, que estableció un nuevo récord mundial de 39,80 segundos Durante los años que siguieron a los Juegos de Berlín y al formidable gesto de Long, él y Owens intercambiaron varias cartas en las que reafirmaron su amistad. Long siempre estuvo bajo sospecha del nazismo. Su única nieta, Julia Kellner Long, diría años después: “El abrazo de Luz con Owens en el arenero tuvo sus consecuencias”. El régimen nazi lo había catalogado como un individuo “sin conciencia racial”. La madre de Long, Johanna, anotó en su diario un mensaje que dijo haber recibido del inefable Rudolf Hess, por entonces vice de Hitler en el partido nazi: la mujer dijo que el mensaje recomendaba que su hijo “nunca más debía abrazar a una persona negra”. Long compitió poco más como atleta. Fue tercero en los campeonatos europeos de atletismo celebrados en París en 1938, cuando el mundo estaba a punto de estallar y se concentró después en su carrera de abogado que ejerció en Hamburgo. Su hermano menor, Heinrich, murió en la guerra, antes de que Long formara una familia: en 1941 se casó con Gisela Behrens y tuvieron un hijo al que llamaron Kai Heinrich, en honor del hermano muerto. Un relato de difícil comprobación dice que Long fue el único medallista alemán en Berlín 1936 que fue alistado por los nazis para combatir en la guerra. Cierto o no, Long fue reclutado como miembro de la Wehrmacht en principio con tareas lejanas a los frentes de batalla. Pero en 1943 fue enviado a Sicilia como parte del 10° Regimiento Antiaéreo de Paracaidistas. Desde el frente, entre abril y mayo, envió una carta a su mujer, que esperaba a su segundo hijo, Wolfgang Matthias, en la que describía cómo eran su tiendas de campaña y los campos y montañas sicilianos. Fue la última comunicación a su familia. Una parte de ese mismo relato sostiene que desde el frente dirigió una carta a Owens en la que le pedía que le hablara a su hijo Kai de los viejos buenos tiempos. La carta, en el supuesto caso de que un soldado alemán pudiese enviar correspondencia desde el frente a Estados Unidos, no fue jamás vista ni por la familia Long ni por los Owens. El 30 de mayo de 1943 nació el segundo hijo de Long, al que jamás conoció. Los aliados invadieron Sicilia el 10 de julio y Long fue herido de gravedad en una pierna durante la batalla de Biscari Santo-Pietro: murió tres días más tarde en un hospital de campaña británico. Fue enterrado en el cementerio de guerra de Motta Sant’Anastasia. Su mujer recibió el 30 de julio la notificación que decía que Long había desaparecido en combate. Recién siete años después confirmó los detalles de su muerte y halló su tumba en la sección de honor de aquel cementerio militar estadounidense. Ambos atletas recibieron reconocimientos póstumos por su ejemplo de deportividad y humanidad. Pero en 1936, el deporte olímpico se sometió a los delirios del régimen nazi Owens se hizo un hombre de empresa y viajó por el mundo como embajador deportivo. En 1951 volvió a Alemania con los Harlem Globetrotters, el legendario equipo de básquet americano, y se puso en contacto con el hijo de Long, Kai que tenía diez años: fue su invitado de honor en la exhibición que los Globetrotters hicieron en Hamburgo. Volvieron a verse en 1964, cuando Kai participó del documental Jesse Owens returns to Berlin, en el que ambos recrearon la famosa foto de con Long en el estadio olímpico. Años después, Kai, que murió en 2021, pidió a Owens que fuese su padrino de bodas y Owens aceptó. En 1976 Owens recibió la Medalla Presidencial de la Libertad. Murió cuatro años después, el 31 de marzo de 1980, por un cáncer de pulmón. En 1990, en un homenaje póstumo, recibió la Medalla de Oro del Congreso y en 2016 el presidente Barack Obama invitó a la familia Owens a la Casa Blanca para una recepción que le habían negado en 1936 a Jesse y a los demás miembros negros del equipo olímpico. En 1964, también a título póstumo, Carl Ludwig “Luz” Long fue el primer atleta en recibir la Medalla Coubertin, un premio destinado a los atletas que reflejen de manera ejemplar el espíritu deportivo. En Leipzig, la ciudad natal de Long, las carreteras cercanas a las instalaciones deportivas llevan su nombre, y también lleva su nombre el Parque Olímpico de Múnich, donde se celebraron los juegos de 1972. Medallas, fotos y documentos de “Luz” Long fueron donados por su familia al Museo del Deporte de Leipzig. Entre la bruma del tiempo, que todo lo disipa, todavía se distingue la estatura de esos dos colosos del atletismo que quisieron, pudieron y supieron hacer prevalecer la dignidad sobre la sangre, la cordura sobre el desvarío, el deporte sobre la guerra. No temieron. No dudaron. No cedieron. Todavía se los ve, los dos con una corona de laureles sobre las sienes, como los héroes de la Grecia fundacional: uno hace la venia, otro el saludo nazi. Allí están los dos grandes campeones del salto en largo, el negro y el alemán. Todavía vuelan.

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