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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 29/07/2025 12:34
Según el autor, la Revolución Francesa "nos invita a recorrer las trincheras de una disputa clásica: ¿debe el juez limitarse a aplicar la ley o asumir el compromiso de proteger la Constitución? Sin duda alguna existen momentos en que el derecho, al ser violentado por el poder, necesita no sólo intérpretes, sino custodios. Las palabras del Ministro Stuzenegger respecto de su vocación por estudiar el modelo de juez que emerge de la Revolución Francesa nos invita nuevamente a recorrer las trincheras de una disputa clásica, pero aún no resuelta: ¿debe el juez limitarse a aplicar la ley o asumir el compromiso de proteger la Constitución y los derechos fundamentales, incluso frente al legislador? La Revolución Francesa terminó con los privilegios y excesos de la realeza y abrió el camino del debate de nuevas ideas (Cuadro de Jean-Pierre Houël, Biblioteca Nacional de Francia) En mi obra inédita he abordado esta tensión con crudeza: la historia jurídica no es otra cosa que el relato de una humanidad oscilante entre la adoración del texto y la búsqueda de la justicia. En este péndulo se enfrentan el modelo francés —forjado en el altar de la ley revolucionaria— y el modelo estadounidense —nacido de la resistencia a los excesos del poder—. El primero reduce al juez a la condición de burócrata iluminado; el segundo lo eleva a la altura de guardián constitucional. De seguro, no se trata de una mera elección de sistemas, sino que concierne a decidir si el derecho se agota en la legalidad o si aspira a la justicia. El juez de la Revolución: entre la ficción de la neutralidad y el terror de la obediencia En consecuencia, cabe señalar que el modelo francés nace no del amor por la justicia, sino del temor al juez. Ciertamente, la Revolución, desconfiada de toda autoridad que no emanase del legislador, amputó el poder judicial, reduciéndolo a una función muda: “bouche de la loi”. Por esa razón, aquello que pudo haber sido una expresión de moderación, de hecho se tornó una herramienta de dominación. En ese sentido, la exaltación de la ley por sobre todo otro valor termina convirtiendo al juez en un sujeto sin alma jurídica, sin margen para la piedad y verdaderamente sin prudencia frente a lo inhumano. Precisamente es el mismo razonamiento que justificó, con grotesca pulcritud legal, el degüello de inocentes durante el Terror. Efectivamente, Robespierre no necesitó jueces sabios, sólo verdugos con toga. Maximilien Robespierre, una controvertida figura de la Revolución Francesa Ciertamente, el positivismo normativo que anida en este modelo presume que la legalidad es virtud suficiente. Pero eso es tanto como decir que la horca, si ha sido autorizada por el parlamento, es un acto de civilización. Frente a ello, como postulo en mi publicación, el derecho debe rebelarse. Justamente ese acto de rebelión exige un juez que no sólo repita la norma, sino que la juzgue. El juez americano: de la ley al derecho, del texto a la justicia El modelo estadounidense, de seguro representa la contracara. Es que, en efecto, allí el juez no es un funcionario anónimo, sino un actor institucional de primer orden. En el caso Marbury contra Madison no se inauguró solamente un procedimiento, sino una filosofía: la justicia no es una derivación de la ley, sino su medida. En esa comprensión del tema, insisto en que el juez americano, lejos de actuar como antagonista del legislador, cumple una función particular, toda vez que lo limita, lo examina, lo somete al tamiz de la Constitución. Es verdad, no lo reemplaza, pero tampoco le sirve de esclavo. Es el centinela de un equilibrio frágil entre el poder y el derecho. Una copia impresa de la primera edición oficial de la Constitución oficial de Estados Unidos adoptada por los delegados de la Convención Constitucional en Filadelfia en 1787 En ese orden de ideas, es imperioso tener en cuenta que el juez norteamericano no se limita a revisar el procedimiento, sino que también inspecciona el contenido. El debido proceso sustantivo no es una invención de los juristas progresistas, sino la consecuencia natural de una Constitución entendida como pacto de racionalidad. Sucede que, en rigor de verdad, el derecho sin razón es sólo letra muerta y la ley sin límite es sólo voluntad enmascarada. El debido proceso como límite al decisionismo legislativo En ese sentido debe tomarse muy en serio la idea de que el debido proceso sustantivo opera como vallado de contención frente al decisionismo de las mayorías. La democracia, sin frenos judiciales, se transforma en tiranía episódica. Por ello, el juez debe estar armado no sólo con el Código, sino también con la razón y la memoria histórica. "Frente al legislador impaciente, el juez debe ser paciente y de seguro frente al legislador populista, el juez debe ser republicano", expresó Licht (REUTERS/Dado Ruvic/Ilustración/Archivo) Es por ello que, cuando la ley castiga sin justificación racional, cuando invade esferas de autonomía personal o impone obligaciones absurdas, el juez no debe mirar hacia otro lado. Todo lo contrario, toda vez que tiene la obligación constitucional —no la licencia moral— de declarar la invalidez de ese acto legislativo. A eso se refiere el modelo americano cuando afirma que el control judicial no es arrogancia, sino obediencia a una norma superior. Justamente, frente al legislador impaciente, el juez debe ser paciente y de seguro frente al legislador populista, el juez debe ser republicano. Como subrayo en mi libro, su misión no es satisfacer las urgencias del poder, sino sostener el largo plazo de los principios. La dignidad judicial: el juez como institución y no como funcionario La degradación del juez a mero “prestador de servicios” —tan celebrada por ciertas corrientes modernas— es una forma elegante de vaciarlo de poder. La justicia no es un trámite y el juez no es un intermediario. En contraposición, el modelo americano le reconoce al juez una majestad derivada de su función. Es parte de un poder del Estado, no un engranaje técnico. Como escribo en mi obra, al juez no se le pide que obedezca, sino que piense. No que se calle, sino que delibere. No que sirva, sino que juzgue. El reconocimiento de derechos no escritos: entre el activismo y la prudencia Una de las mayores virtudes del modelo americano —y uno de sus blancos preferidos por parte de positivistas obsesivos— es la posibilidad de reconocer derechos no enumerados. Esa atribución debe ser concebida como expresión de un constitucionalismo vital, no fósil. La Constitución, como organismo viviente, no puede reducirse al catálogo de 1787. Muchos de ellos han sido consagrados no por su literalidad textual, sino por su racionalidad constitucional. El juez no los inventa, sino que los interpreta desde una hermenéutica prudente, desde una lógica institucional. Ni activismo sin límite, ni literalismo sin alma. Justamente, como argumento en mi libro, el problema no es que el juez reconozca nuevos derechos, sino que lo haga sin método, sin argumento, sin prudencia. Ya que, en efecto, cuando el juez sustituye el derecho por su deseo, traiciona la Constitución, pero también es cierto que cuando se niega a ver la injusticia porque no la encuentra escrita, traiciona su oficio. "El juez debe tener el coraje de decir “no” al poder, pero también la modestia de no decir “sí” a su vanidad". afirmó el autor Seguramente este es el punto que ha llamado la atención del Señor Ministro por cuanto debe llamarse la atención respecto de quienes, en nombre del constitucionalismo, han distorsionado sus principios. Con toda verdad, existen dos deformaciones igualmente peligrosas. De un lado, la del juez mesiánico, que convierte cada causa en una cruzada ideológica. Del otro, la del juez cobarde, que se refugia en el texto para evitar pronunciarse sobre la injusticia. Tengo para mí que ambos extremos traicionan el modelo americano. El primero porque legisla desde el estrado y el segundo porque abdica de su deber. El primero transforma la Constitución en un manifiesto personal, mientras que el segundo la reduce a un manual de instrucciones. Como señalo en mi libro, el juez debe tener el coraje de decir “no” al poder, pero también la modestia de no decir “sí” a su vanidad. Su fuerza está en la prudencia. Conclusión: entre el Leviatán y el centinela Toda república está amenazada por dos monstruos: el Leviatán del poder sin límites y el decisionismo del pueblo sin frenos. Frente a ambos, sólo el juez independiente —no siervo, no apóstol, no burócrata— puede sostener el equilibrio. No tengo duda alguna que el modelo francés, al idolatrar la ley, terminó por sacrificar la justicia. El modelo americano, al someter la ley al juicio constitucional, hizo posible que los derechos sobrevivieran incluso a las mayorías. La Revolución Francesa trajo consigo una profunda desconfianza hacia los jueces del Antiguo Régimen, vistos como instrumentos del tirano. Este modelo legalista-positivista partía de premisas firmes: (1) la ley escrita es la máxima garantía frente a la arbitrariedad, por encarnar la voluntad soberana del pueblo; (2) el juez, careciendo de legitimidad democrática, no debe crear ni modificar el Derecho, sino simplemente aplicarlo; y (3) la justicia consiste en la certeza y uniformidad en la aplicación de la ley, más que en la adecuación del resultado al caso concreto. "La Revolución Francesa trajo consigo una profunda desconfianza hacia los jueces del Antiguo Régimen", expresó Licht De esta forma, el buen juez sería aquel que decide “como un autómata”, reduciendo el acto de juzgar a un silogismo donde la premisa mayor es la ley y la menor los hechos probados. La imagen casi mecánica de la justicia, impersonal y predecible, ofrece sin duda ventajas de seguridad jurídica. Pero ¿a qué costo? En esta metáfora, la justicia se equipara a un reloj suizo de precisa ingeniería: el Derecho funciona como maquinaria de engranajes donde cada caso encaja en una categoría preestablecida, girando siempre de la misma forma. ¿Y cuál es el rol del juez en esta visión? El de un relojero aplicado, que no cuestiona el diseño del mecanismo sino que se limita a hacerlo funcionar. Si la ley es la expresión perfecta de la razón colectiva, apartarse de ella sería sacrilegio. El juez francés decimonónico debía ser, por tanto, “servidor de la ley y nada más que de la ley”. Resulta evidente el móvil democrático detrás de esta postura. Como señala la obra estudiada, el formalismo jurídico francés descansa sobre una deferencia marcada a la libre configuración legislativa, bajo el supuesto de que el Parlamento, en tanto representante de la voluntad popular, goza de una presunción de legitimidad en sus decisiones. "El juez debe actuar con suma prudencia para no “reemplazar la legítima deliberación democrática con la subjetividad inherente al juicio particular de los jueces”, adirmó Licht (ShutterStock) El juez, entonces, debe actuar con suma prudencia para no “reemplazar la legítima deliberación democrática con la subjetividad inherente al juicio particular de los jueces”. Esta veneración casi reverencial por el legislador explica que el juez formalista se considere a sí mismo un mero custodio reservado del orden legal, cuya función es asegurar que la acción legislativa permanezca dentro de los límites formales de la Constitución, sin eclipsar jamás el espacio que legítimamente corresponde a la soberanía popular. Sin embargo, esta rigidez trae aparejada una renuncia: la de adecuar la solución jurídica a la justicia del caso concreto. Cuando la ley es injusta o insuficiente, el juez legalista se ve maniatado. Si la norma conduce a una inequidad flagrante, ¿debe el juez aplicarla ciegamente? El modelo francés original, en su pureza revolucionaria, respondía que sí: más vale una injusticia en particular que el caos de permitir excepciones. Así, el formalismo extremo puede terminar “petrificando injusticias estructurales” en aras de la certeza. La obra citada destaca este riesgo: mientras la estricta aplicación literal salvaguarda el orden “con los riesgos que esto implica en términos de petrificación de injusticias”, una visión más sustantiva buscaría justamente evitar perpetuar esas inequidades. "El modelo francés original, en su pureza revolucionaria, respondía que sí: más vale una injusticia en particular que el caos de permitir excepciones", citó el autor Bien podemos ilustrar las deficiencias del modelo positivista con un ejemplo actual: imaginemos una ley injusta que discrimina a una minoría, o una situación no prevista por el legislador en la que seguir la norma al pie de la letra provoca daño. El juez-francés-tipo diría: “Fiat justitia, ruat caelum” –que se cumpla la ley aunque se desplomen los cielos– entendiendo por “justicia” el estricto cumplimiento de la norma vigente. De hecho, en la historia constitucional francesa, hasta bien entrado el siglo XX no existió un control judicial de constitucionalidad de las leyes por cuanto se confiaba tanto en el legislador, que ni siquiera se permitía a los jueces ordinarios cuestionar la validez de la ley por ir contra derechos fundamentales. Solo en 1971, vía el Consejo Constitucional (un órgano político más que judicial), Francia empezó a articular una tutela de derechos contra el legislador. Esta tardanza evidencia la impronta duradera del paradigma: la ley, emanada del parlamento democrático, era prácticamente intocable por los jueces. El juez francés fue así entrenado para ser disciplinado, no contestatario. El Consejo Institucional de Francia (EFE / Edgar Sapiña) La crítica fundamental al modelo del juez-servil es que olvida la dimensión moral del Derecho. Parafraseando la obra guía, podríamos decir que el positivismo legalista ve los derechos como meras “concesiones formales otorgadas por la autoridad del Estado”, negando su esencia más íntima. Si en cambio entendemos que los derechos fundamentales brotan desde la dignidad inherente a la vida y preceden al Estado, es fácil advertir que ninguna mayoría política, por legítima que sea, puede avasallarlos sin más. Limitarse a ser obediente servidor de la ley positiva podría llevar al juez a convalidar atropellos legislativos contra la justicia natural. En ese sentido, la experiencia histórica brinda tristes ejemplos: leyes segregacionistas, persecuciones legales contra minorías o expropiaciones arbitrarias han recibido a veces el sello de legalidad de jueces excesivamente deferentes. Un juez reducido a engranaje del poder no está en posición de alzar la voz ante la injusticia. En contraste con la visión anterior, el sistema constitucional de Estados Unidos –inspirado tanto en el rule of law anglosajón como en la noción de derechos naturales inalienables– concibe al juez como un guardián activo de la Constitución y de los valores que ella consagra. Desde los albores de su historia, la justicia norteamericana asumió que el poder judicial tiene no solo la facultad, sino el deber, de invalidar las leyes injustas o contrarias a los derechos fundamentales. "El sistema constitucional de Estados Unidos concibe al juez como un guardián activo de la Constitución", expresó Licht (Eduardo Parra - Europa Press) Ciertamente, la filosofía subyacente va más allá de una cuestión procedimental. La tradición estadounidense temprana, permeada de iusnaturalismo, sostenía que existen principios de justicia tan fundamentales que ninguna ley positiva puede contravenirlos legítimamente. El juez Samuel Chase, en Calder v. Bull (1798), lo expresó sin ambages al poner en evidencia que una legislación que sea contraria a los grandes primeros principios del pacto social no puede considerarse una verdadera ley, sino simplemente un acto de poder de la Legislatura, carente de la legitimidad propia del derecho. Es decir, si el parlamento aprueba una norma que viola los principios básicos de justicia sobre los que descansa la sociedad, tal acto no merece siquiera el nombre de “ley”. Esta afirmación –audaz para su época– refleja la impronta del derecho natural en la génesis del constitucionalismo norteamericano. Con estos mimbres se fue configurando la imagen del juez estadounidense como contrapoder y protector de los débiles frente a las mayorías ocasionales. La Constitución de 1787 y la Carta de Derechos (Bill of Rights) de 1791 establecieron límites sustantivos a la acción estatal (libertad de expresión, libertad religiosa, debido proceso, igualdad, etc.), cuyo resguardo quedó en manos de una judicatura independiente. Notablemente, la Novena Enmienda mencionada (1791) y su equivalente rioplatense (art. 33 CN) reconocen que no todos los derechos de las personas están listados en el texto escrito. Esto implica un mandato interpretativo: el juez, al ser “guardián” de la Constitución, debe también cuidar esos derechos no enumerados pero igual de reales, rastreándolos en los principios del ordenamiento y en la conciencia jurídica de su pueblo. Una copia de la Carta Magna de los Estados Unidos (Lorin Granger/Escuela de Derecho de Harvard vía AP) En el siglo XX, esta vocación garantista cristalizó en la doctrina del debido proceso sustantivo (substantive due process), una creación jurisprudencial por la cual la Corte Suprema examinaba no solo si el gobierno seguía los procedimientos legales, sino si el contenido mismo de las leyes era compatible con la justicia, la razón y los derechos fundamentales. El debido proceso sustantivo parte de una premisa sencilla: ciertas leyes pueden ser inválidas por injustas, aunque se hayan aprobado formalmente de manera correcta. Como explica la obra doctrinal citada, “el debido proceso sustantivo implica que las leyes y medidas estatales pueden ser evaluadas no solo en función de su validez formal o de procedimiento, sino también en relación con su razonabilidad y justicia intrínseca”. En otras palabras, incluso si una ley se sancionó siguiendo todos los pasos legales, el juez constitucional debe preguntarse: ¿viola esta norma algún derecho fundamental?, ¿es arbitraria o desproporcionada respecto de sus fines? Si la respuesta es afirmativa, la ley no pasa el examen. Para llevar a cabo este escrutinio sustantivo, los tribunales norteamericanos desarrollaron el control de razonabilidad (reasonableness test o proportionality). Se examina si la ley persigue un fin público legítimo, si el medio elegido es adecuado y necesario, y si la restricción impuesta a los derechos guarda proporción con los beneficios buscados. Ninguna ley que viole la “esencia de la justicia” puede tolerarse, pues el Estado de Derecho no es solo forma sino también contenido ético. Así, “el debido proceso sustantivo funciona como un mecanismo para enjuiciar la razonabilidad de las leyes garantizando que el poder del Estado se ejerza dentro de los límites de la justicia y los derechos fundamentales”. De seguro, la manifestación más célebre de esta doctrina fue la protección de derechos no enumerados bajo la cláusula de debido proceso de la 14ª Enmienda. Por ejemplo, en Griswold v. Connecticut (1965) la Corte reconoció un derecho a la privacidad conyugal (no escrito literalmente en la Constitución) invalidando una ley que prohibía anticonceptivos. Más recientemente, en Obergefell v. Hodges (2015), la Corte declaró que la libertad y la igualdad protegidas por la Enmienda 14 incluyen el derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo. Estos hitos reflejan una visión “expansiva” de la Constitución: la noción de que el documento es “un ser vivo” (a living constitution) que debe adaptarse a las condiciones sociales cambiantes para seguir garantizando la dignidad humana. La obra analizada retrata vívidamente esta tensión entre un juez “minimalista” –cauto, apegado a la tradición, que solo reconoce derechos “profundamente arraigados en la historia y tradiciones” de la nación– y un juez “activista” –audaz, que ve la Constitución como un principio vivo y abierto al progreso moral. Así como un viejo magistrado, el minimalismo judicial avanza con cautela… aferrándose a la tradición como un náufrago a su tabla, pero en el extremo opuesto, el activismo judicial se alza con el ímpetu de un joven rebelde que se atreve a leer entre líneas, a descubrir derechos donde nadie los vio antes”. Entre “la serenidad de unos y el arrojo de otros”, el derecho camina sobre cuerda tensa, oscilando entre tradición y porvenir. Esta descripción literaria resume el dilema al que se ha enfrentado la justicia norteamericana en el último siglo. Ahora bien, vindicar el modelo estadounidense no significa abrazar sin más cualquier activismo judicial. Implica, más bien, reconocer que el juez tiene la misión de ser garante efectivo de los derechos y de la supremacía constitucional, porque en la Constitución subyace un compromiso con valores que trascienden el mero positivismo. Por eso, cuando la legislación ordinaria entra en conflicto con los principios constitucionales (expresos o implícitos), el juez norteamericano tiene no solo el poder, sino el deber de decir “no”. La Constitución es entendida, recordemos, como un legado, un pacto histórico que debe ser honrado incluso frente a las mayorías pasajeras. Como plantea la obra, el desafío está en determinar “¿Debe [la justicia] ser guardiana rígida de un texto ancestral, o puede atreverse, con valentía y sensibilidad, a explorar sendas nuevas… para proteger la dignidad humana siempre cambiante?”. La respuesta del modelo garantista es que debe atreverse, con la prudencia debida, pero atreverse al fin. Si la Constitución quedase petrificada en el sentido que tuvo en 1787, perdería vigencia normativa en una sociedad en constante transformación. Por eso, “permitir al juez adaptar la esencia de la Constitución a las necesidades concretas de justicia” en cada época es visto como “reconocer que una Carta Magna no es únicamente un documento histórico inmóvil”, sino un marco vivo que ofrece “respuestas jurídicas adecuadas frente a situaciones que sus redactores originales jamás pudieron anticipar”. Dicho con las poderosas palabras de la obra: así concebido, “el debido proceso sustantivo se transforma en una brújula sutil, capaz de guiar al derecho hacia nuevos horizontes, reconociendo en cada época los derechos silenciosos que surgen en los márgenes. Pues, al fin y al cabo, la Constitución debe ser más que letra muerta: debe convertirse en vida plena, en justicia tangible, en una promesa siempre renovada de dignidad para todas las personas”. De esta manera, el juez en el modelo norteamericano es un intérprete creativo y moral, pero no arbitrario. Su guía no es la opinión personal, sino los principios subyacentes al texto constitucional y la tradición de libertades de su pueblo. Esto lo diferencia de la caricatura del “juez legislador” sin control. El auténtico juez constitucional actúa con prudencia: fundamenta cuidadosamente sus fallos en precedentes, razones públicas y conceptos jurídicos, consciente de que, si bien debe actualizar los derechos, tampoco puede reescribir la Constitución a su antojo. La obra nos recuerda que este equilibrio no está exento de debate. Incluso dentro de la Corte Suprema de EE.UU., hubo quienes advirtieron contra el uso amplio del debido proceso sustantivo. El juez Hugo Black, por ejemplo, temía que fuera “una puerta abierta para imponer las opiniones de los jueces sobre el país”, usurpando el rol legislativo (crítica que él dirigía al fallo Lochner, representativo de un activismo económico excesivo de principios del siglo XX). Así también, en épocas recientes, magistrados de tendencia originalista (como Antonin Scalia) acusaron a sus colegas progresistas de extralimitarse al descubrir nuevos derechos como el aborto o el matrimonio igualitario sin suficiente anclaje en el texto o la tradición. Estas tensiones internas demuestran que el modelo garantista norteamericano no es un cheque en blanco para la judicatura, sino un constante ejercicio de ajuste: ¿hasta dónde interpretar y desde dónde contenerse? Así y todo, cabe consignar que el saldo histórico del modelo estadounidense es que ha permitido una protección más robusta de los derechos fundamentales. Cuando la legislatura no avanzó (o incluso retrocedió) en reconocer libertades, la Corte Suprema muchas veces fue el foro donde la justicia encontró cauce. Pensemos en la integración racial: leyes estatales permitían la segregación hasta que Brown v. Board of Education (1954) declaró que la igualdad ante la ley prohibía las escuelas separadas por raza, adelantándose al Congreso. El principio contramayoritario –paradójico en una democracia– se legitima porque hay ciertas cosas que ni la mayoría puede hacer, como pisotear la dignidad humana y alguien debe decirlo cuando ocurre. Ahí aparece el juez como último dique. La filosofía de los derechos inherentes se filtró también en nuestro constitucionalismo latinoamericano. La Corte Suprema Argentina, por ejemplo, ha reiterado que los derechos fundamentales no son dádiva del Estado sino exigencias morales objetivas. En el famoso caso Saguir y Dib (1980) se declaró que “el derecho a la vida es preexistente a toda legislación positiva”, enfatizando que la dignidad humana no es concesión estatal sino estándar ético que vincula a legisladores y jueces. Esta doctrina –en línea con la doctrina norteamericana de Calder v. Bull– resume el ethos del modelo garantista: los poderes públicos están subordinados a un orden jurídico-moral superior que reconoce derechos inviolables de la persona. El juez, por tanto, no es un rival de la democracia, sino la conciencia de la democracia, recordándole sus compromisos fundacionales cuando la pasión política o el interés del momento amenazan desviarla. En resumen, el modelo estadounidense nos ofrece la figura de un juez que es servidor de la justicia y de la Constitución, más que del legislador de turno. Un juez que se percibe a sí mismo como responsable de que la promesa de libertad e igualdad contenida en la Constitución se haga realidad efectiva, hoy y mañana. No un juez soberano que impone caprichos, sino un juez que sirve a una Ley superior –la ley de la Constitución leída con los lentes del bien común y la dignidad humana. En palabras de la obra comentada, esta perspectiva concibe al Derecho no como un sistema cerrado y estático, sino como un árbol robusto cuyas raíces se nutren de historia, ética y razón, capaz de crecer y extender nuevas ramas (nuevos derechos, nuevas soluciones) sin perder por ello la solidez de su tronco. El contraste podría resumirse en una metáfora: la justicia concebida como balanza frente a la justicia concebida como engranaje. Esto refleja dos modos de interpretar las normas: mediante la ponderación flexible de principios versus la subsunción estricta de los hechos en la regla. La balanza evoca a Temis, diosa de la justicia, equilibrando con cuidado los intereses en juego. Ponderar significa pesar los principios relevantes en un caso: derechos individuales de un lado, fines públicos del otro, quizá varios derechos enfrentados entre sí, etc. La subsunción sugiere engranajes que encajan: aplicar la norma general al caso particular como quien inserta una pieza en el lugar que le corresponde exactamente. La tensión entre estas aproximaciones ha sido uno de los ejes de la teoría jurídica contemporánea. No se trata de un debate meramente teórico, sino que tiene consecuencias prácticas muy reales. Por ejemplo, ante una colisión entre el derecho a la salud pública y la libertad de culto en plena pandemia, ¿debe el juez ponderar las circunstancias (peligro sanitario concreto, alternativas menos lesivas) para decidir si una restricción a ceremonias religiosas es válida? ¿O simplemente subsumir: “la ley de emergencia sanitaria prohíbe reuniones, las misas son reuniones, ergo la prohibición es legítima”? Un subsumidor diría que la generalidad de la norma abarca el caso y no cabe mayor análisis. Un ponderador examinaría si la prohibición total es proporcional o si cabrían medidas intermedias (aforo limitado, por ejemplo) que armonicen ambos valores. La diferencia de aproximación puede cambiar el resultado, y con ello afectar derechos fundamentales de personas concretas. En ese sentido, cabe reconocer que ninguno de los métodos es absoluto. De hecho, enfatiza que ambos extremos conllevan peligros. Por un lado, quienes idolatrizan la ponderación pueden caer en un relativismo donde todo se vuelve discutible y la seguridad jurídica naufraga, habidas cuentas de que detrás del aparente ejercicio de racionalidad se oculte un riesgo latente como es el de permitir que cada caso sea convertido en un laberinto de conflictos entre principios que se multiplican al infinito, transformando lo que debiera ser certeza en duda constante. En ese escenario, “donde unos ven justicia, los escépticos solo vislumbran sombras; donde otros observan coherencia y equilibrio, ellos contemplan apenas incertidumbre”. Es el temor a un Decisionismo Judicial sin freno, en donde jueces distintos resolviendo de manera imprevisible según qué valor subjetivamente estimen superior en cada caso. Se alega que así la igualdad ante la ley se resiente y florece la inseguridad. Por otro lado, los defensores acérrimos de la subsunción enfrentan el riesgo opuesto, ya que pontifican congelar el Derecho y sacrificar la justicia individual en nombre de la regla abstracta. La subsunción estricta puede llevar a resultados visiblemente injustos –los famosos hard cases–, generando desconfianza en la población y dureza de corazón en los tribunales. Apegada a rajatabla a la letra, la justicia se tornaría insensible, incapaz de compadecer la situación excepcional que la norma no previó. Un antiguo adagio reza: Summum ius, summa injuria (la aplicación extrema del Derecho puede equivaler a la máxima injusticia). Entonces, ¿qué camino seguir? La respuesta no es descartar ni una ni otra metodología, sino integrarlas con sabiduría. El modelo garantista que defendemos no aboga por jueces antojadizos ni por jueces autómatas, sino por jueces prudentes. En la imagen de la obra, la justicia… es una eterna búsqueda de equilibrio entre sombras y resplandores, entre certezas y dudas, entre caminos rectos y atajos tentadores. La decisión judicial ideal tal vez combine una dosis de subsunción (respeto por el texto legal, por la regla general pensada democráticamente) con una dosis de ponderación (atención a las circunstancias, a los valores en conflicto, a los fines de la norma). Algunos autores llaman a esto “formalismo temperado” o “proporcionalidad con parámetros”. En definitiva, se reconoce la complejidad irreductible de juzgar: no hay algoritmo perfecto, juzgar es un arte tanto como una ciencia. En definitiva, reivindicar el modelo norteamericano no significa que el juez deba ponderar caprichosamente en todos los casos, sino que debe tener la libertad y el deber de hacerlo cuando la subsunción ciega conduciría a un resultado injusto o incompatible con principios superiores. La propia tradición angloamericana ha desarrollado mecanismos doctrinales para equilibrar seguridad con justicia: tests de escrutinio estricto o racional según el derecho afectado, estándares de deferencia variable (p.ej., mayor deferencia en materia económica, menor en temas de derechos civiles), etc. Incluso teorías contemporáneas como el Originalismo Evolutivo o el Common Good Constitutionalism tratan de delimitar hasta dónde puede llegar la creatividad judicial sin perder ancla con el texto constitucional. Si bien hemos elogiado las virtudes del modelo garantista, no sería completo nuestro análisis sin reconocer que también este esquema sufre posibles desviaciones. Dos caricaturas acechan al juez en su difícil papel de guardián de la justicia: una es el juez demiurgo, que impone arbitrariamente su voluntad (lo que aquí llamamos decisionismo judicial); otra es el juez pusilánime, que se esconde tras la ley aun sabiendo que eso hiere la justicia (la cobardía positivista). Ambos extremos son indeseables y justamente criticados en la obra de referencia. El decisionismo judicial es la patología opuesta al formalismo rígido. Se presenta cuando un juez, investido de la facultad de interpretar la Constitución y los derechos, se desvía de la razonabilidad y convierte su función en un ejercicio de poder personal. Un decisionista no se siente constreñido ni por la letra de la ley ni, a veces, por la misma estructura argumental del Derecho; tiende a justificar sus conclusiones más por convicciones ideológicas que por auténtica ponderación jurídica. El riesgo del decisionismo es que la balanza se incline siempre hacia donde el juez quiere, utilizando los principios como pretexto moldeable. Así, un juez podría “ampliar caprichosamente la Constitución” para incluir sus propias preferencias políticas, socavando la estabilidad del orden jurídico. Del otro lado del espectro tenemos la cobardía positivista, quizá más común en ciertas latitudes. Este fenómeno ocurre cuando los jueces, por temor a excederse o por formación excesivamente formalista, se niegan a reconocer derechos o a invalidar leyes aun cuando la injusticia es palmaria. Es el juez que dice: “Mi tarea es aplicar la ley, por inhumana que sea; cambiar esto es asunto del legislador”. A primera vista, esta actitud parece humilde y respetuosa de la división de poderes. Pero llevada al extremo, se convierte en abdicar de la misión constitucional. Si un juez constitucional se cruza de brazos ante una ley notoriamente violatoria de derechos básicos porque “así está escrita”, podríamos preguntarnos para qué dotamos a los jueces de independencia y de revisión judicial en primer lugar. La cobardía positivista suele escudarse en un discurso de neutralidad (“no hago política, aplico la ley”), pero en realidad está tomando una posición política conservadora, la de dejar las cosas como están, incluso si están mal. La cobardía judicial puede tener motivaciones variadas. A veces es puro convencimiento ideológico (un apego casi devocional a la separación de poderes entendido de modo rígido). Otras veces es miedo a la crítica política, a la impopularidad, a enfrentarse con otros poderes e inclusive simple pereza intelectual, disfrazada de “prudencia” por cuanto es más fácil citar un artículo de ley y cerrar el caso, que elaborar una argumentación compleja justificando por qué ese artículo, en ciertos casos, debe ceder a un principio superior. Pero cualesquiera sean las razones, el resultado es que el juez traiciona su papel de garante de derechos. En conclusión podemos afirmar que el modelo norteamericano –y por extensión cualquier modelo de juez garante– debe guardarse de caer en sus sombras propias: ni convertirse en gobierno de jueces (decisionismo), ni convertirse en adorno decorativo (jueces temerosos que nunca actúan). En definitiva, la interpretación constitucional no es un ejercicio meramente técnico. Es un acto moral, cargado de elecciones filosóficas y responsabilidades éticas. Esto implica que cada juez, al decidir, se enfrenta a un imperativo ético: ser leal a la justicia. Ni la coartada formalista ni el entusiasmo creador lo eximen de esa responsabilidad. Juzgar es, en última instancia, tocar el destino del otro, como recuerdan las antiguas enseñanzas rabínicas. Por eso es un acto casi sagrado, que exige humildad para acatar la ley justa y coraje para apartarse de la ley injusta.
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