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Parana » Radio La Voz
Fecha: 28/07/2025 01:26
La herencia de la Revolución del Parque como mandato político para la democracia social. Hubo un momento fundacional en nuestra historia en que la política no fue una administración de lo posible, sino una afirmación de lo necesario. Un instante en que la república aún era promesa, y la democracia, una bandera apenas soñada. La Revolución del Parque, en 1890, no fue solo una insurrección armada contra un gobierno corrupto, fue un acto de lucidez colectiva, una rebelión de estadistas. No estadistas de gabinete, sino de horizonte: hombres y mujeres que entendieron, en medio de un régimen cerrado, que sin soberanía popular no habría futuro, y que sin justicia social la república sería apenas la máscara de la concentración económica. Quisieron, con la audacia de su tiempo, fundar una república desde abajo, una institucionalidad no al servicio de las élites, sino de las mayorías silenciosas. No luchaban por un lugar en el sistema, sino por otro sistema. Lo más notable de aquel gesto no fue la violencia —limitada, simbólica, derrotada—, sino su visión y la claridad con la que leyeron el conflicto de su época. El régimen de Juárez Celman, epítome de la Generación del 80, representaba el poder absoluto del capital agroexportador: un Estado moldeado para garantizar la acumulación de unos pocos y la obediencia de todos los demás. Frente a ese orden de privilegios, la no fue simplemente una demanda electoral, fue una afirmación republicana profunda. Aquellos radicales embrionarios alzaron el voto no como procedimiento, sino como principio ético; no como herramienta para moderar el conflicto, sino como piedra fundacional de una comunidad política capaz de imaginar el bienestar como horizonte compartido. Querían que el Estado dejara de ser el sirviente de las fortunas y se convirtiera en garante de la vida común. Y eso, en el contexto de su época, era una revolución en todos los sentidos. Pero el siglo XXI, en su cinismo, ha convertido ese legado en postal. Se recuerda la Revolución del Parque como una anécdota, sin ver su proyección. Y sin embargo, hoy como entonces, volvemos a vivir bajo el signo de la restauración. El régimen corporativo actual, disfrazado de libertad, se presenta como ruptura cuando en realidad es retorno. Retorno a un orden donde la política es subsidiaria de la economía, propiedad exclusiva de quienes pueden concentrarla. La libertad prometida es, en rigor, la libertad del capital; la república invocada es una gestión contable; la democracia se reduce a una urna vacía de pueblo. El proyecto no es nuevo, es el mismo que la Revolución del Parque vino a interrumpir. Un país donde los derechos se compran, el Estado se terceriza, y el pueblo se convierte en una molestia presupuestaria. Frente a esta degradación del orden democrático, la historia no debe ser repetida, sino retomada. No hacen falta fusiles, pero sí una revolución. Una, no como gesto retórico, sino como necesidad estructural. Porque el conflicto de fondo sigue intacto: ¿puede haber república sin pueblo? ¿Puede haber libertad sin igualdad? ¿Puede haber democracia sin justicia? La revolución democrática no es una metáfora, es una forma de intervenir en el presente desde la conciencia de que el orden actual ha renunciado a su promesa republicana. Es una reconstitución del lazo roto entre instituciones y sociedad, entre política y destino común, es el acto de volver a nombrar al pueblo como sujeto de la historia. Pero esta vez, a diferencia de 1890, no alcanza con democratizar el voto. Ahora, es urgente democratizar la economía. Porque si las decisiones estructurales —tarifas, inflación, deuda, desarrollo— se toman en mesas donde el pueblo no está invitado, la república no existe. Democratizar la economía no significa estatizar todo, ni imponer un modelo cerrado, significa reordenar las prioridades. Significa que la producción, la distribución y el consumo deben responder a criterios de equidad, sostenibilidad y dignidad. Que no puede seguir rigiendo un modelo donde unos pocos acumulan y millones sobran; que el crecimiento sin redistribución no es desarrollo, es saqueo legalizado; que la rentabilidad no puede seguir estando por encima de la vida. Una economía democrática es aquella que reconoce el trabajo como fuente de riqueza, no la especulación, que protege a los más débiles no por caridad, sino por justicia. Que organiza los recursos en función del bien común, no del interés privado. Es una economía donde el Estado planifica, la comunidad participa, y el mercado existe, pero no manda. No es utopía: es supervivencia. Porque un país que no garantiza el bienestar básico a su población no es libre, es inviable. Y un pueblo que no puede proyectar su futuro, termina votando su propio castigo. Es allí donde la revolución democrática se vuelve horizonte. No solo como consigna, sino como forma de organización. No sólo como reclamo, sino como modo de existencia política. La revolución democrática es el intento colectivo de volver a fundar el civismo. No entendido como obediencia, sino como construcción de comunidad. Un civismo que convoque, que enseñe, que organice, que vuelva a decir “nosotros” donde hoy hay fragmentos. Que reconstituya el tejido social donde hoy hay abandono, que reinvente la política como herramienta para mejorar la vida, no como máscara de la exclusión. Y eso, aunque parezca lejano, empieza con una decisión: con la decisión, como la de aquellos radicales del siglo XIX, de no resignarse. De saber que hay momentos en que defender la legalidad requiere desobedecer la injusticia, de comprender que el pueblo no es un problema, es la única solución. Porque si en 1890 se alzaron para que el pueblo votara, hoy debemos organizarnos para que ese voto valga. Para que las instituciones respondan, para que la economía no sea una máquina de triturar vidas, sino una plataforma para que todos puedan vivir con dignidad. La historia no se repite, pero insiste. Y cada generación está llamada a responder, a su modo, a la misma pregunta: ¿vamos a ser espectadores o protagonistas? Los que alzaron la Revolución del Parque eligieron lo segundo. No esperaban resultados inmediatos, pero sabían que toda república comienza por un gesto. Que toda democracia verdadera se funda con coraje. Y que todo pueblo, incluso fragmentado, puede volver a encontrarse si tiene un horizonte. Esa es hoy la tarea. No volver al pasado, sino retomarlo. No imitar su forma, sino sostener su espíritu. Y avanzar, finalmente, hacia esa revolución sin pólvora, pero con pueblo. *Alejo Ríos, La Runfla Radical
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