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  • Las últimas 24 horas de Evita: la certeza de tener la muerte cerca y un pedido indeclinable a Perón

    Parana » AnalisisDigital

    Fecha: 27/07/2025 09:50

    Eva, ya muy enferma, rodeada de Perón y de algunos de los médicos que atendieron su caso. El 26 de julio de 1952 murió de cáncer a los 33 años y tras diez meses de una dolorosa agonía. Su marido acababa de ser reelecto: ella votó desde el hospital en el primer comicio al que accedieron las mujeres. Tenía 33 años. Pesaba 37 kilos. Era, formalmente declarada por el Congreso y popularmente reconocida en ese rol, la Jefa Espiritual de la Nación. La mató un cáncer que había empezado en el cuello del útero casi seis años antes de ese 26 de julio de 1952 en el que, a las 20.25 y según se repetiría cada día a la misma hora en millones de radios de todo el país, Evita “entró en la inmortalidad”. Fue hace exactamente 73 años y después de unos diez meses de agonía y tesón para seguir poniendo el cuerpo ante su militancia y al lado de su marido, el presidente Juan Domingo Perón, que cumplía su segundo mandato tras una reelección arrolladora. Eva había tenido, como en casi todos los aspectos del peronismo, un rol fundamental en la consagración electoral. Había sido la impulsora principal del voto femenino en aquellos años -algo en lo que habían sido pioneras las feministas socialistas de principios del siglo XX- e incluso había sufragado desde su cama de hospital en noviembre de 1951, en una imagen que recorrió el país. Los fiscales de su voto contarían años después que las mujeres se agolpaban en al puerta del Hospital “Presidente Perón” de Avellaneda para tocar e incluso besar la urna que custodiaba el voto de su líder. El cáncer avanzaba en su cuerpo joven y cada vez más frágil. Faltaba poco para el final. Un diagnóstico tardío y fatal Los primeros síntomas persistentes fueron en 1948. Se agotaba, estaba anémica, le diagnosticaban gripe demasiado seguido. Pero Oscar Ivanissevich, el médico de cabecera de Eva, sospechó que había algo más detrás de esos padecimientos, a los que pronto se sumaron dolores abdominales agudos, hemorragias y tobillos cada vez más hinchados. Ivanissevich fue claro con su paciente: de acuerdo a sus intuiciones, lo mejor era hacer una histerectomía. Pero Evita, que en 1948 aún no había cumplido 30 años, se negó rotundamente. A principios de 1950, los dolores agudos la llevaron al quirófano bajo la hipótesis de que padecía una apendicitis que, finalmente, no resultó tal. El diagnóstico terminó de confirmarse en 1951, en la cirugía que le practicaron el 6 de noviembre de 1951 en el hospital de Avellaneda. Fue encabezada por George Pack, un cirujano estadounidense de primera línea recomendado por el oncólogo argentino Abel Canónico, que seguía de cerca el caso de Eva. La decisión de que fuera Pack el cirujano la tomó Perón: fue una forma de que nadie pudiera reprocharle que no había buscado a una eminencia mundial en caso de que su esposa no sobreviviera a la intervención. Pero Evita nunca lo supo, porque jamás habría aceptado que no la operaran sus médicos argentinos. Pack, que se desempeñaba en el Sloan-Kettering Cancer Center de Nueva York, terminó por confirmar el peor pronóstico: se trataba de un cáncer uterino de un avance letal. Perón supo cada detalle de lo que había pasado y de lo que se podía esperar de ese cuerpo enfermo que sufría; Eva, no. Cinco días después de la cirugía oncológica, en su cama de hospital, Eva posó en la foto que le sacaron junto a la urna electoral. La mujer más importante de la política argentina emitía su voto ese día en el que ella, y millones de argentinas, pudieron participar por primera vez de una elección. Aquello del voto universal proclamado se convertía verdaderamente en realidad. Una fuerza indomable hasta el final Los meses finales fueron cada vez más difíciles. A las hemorragias y los dolores abdominales agudos que aquejaban a Eva se sumaron fuertes padecimientos óseos: había metástasis en uno de sus tobillos y en su nuca, sobre todo. Así que los tratamientos con morfina para apaciguar el sufrimiento no tardaron en llegar. Pero no había manera de frenar a esa mujer que se había bajado de la candidatura a la vicepresidencia ante la inminencia de su muerte pero que, más allá de ese renunciamiento que se convertiría en histórico, quería participar de todo lo que ocurría en el Gobierno. Más allá de lo que su cuerpo le permitiera. Desconoció el reposo prácticamente absoluto que los médicos le indicaban. La última vez que habló en público fue el 1º de mayo de 1952, menos de tres meses antes de su muerte, desde el balcón de la Casa Rosada. Era el Día del Trabajador y el acto central se llevó a cabo en la Plaza de Mayo. Su marido la sostuvo por la cintura mientras hablaba en un discurso en el que dijo: “Otra vez estoy en la lucha, otra vez estoy con ustedes, como ayer, como hoy y como mañana”. Era una forma de decirles que no los abandonaría, pero también de inscribirse en la eternidad. Al terminar el acto, Eva tenía 40º grados de fiebre. Un mes y tres días después, el 4 de junio de 1952, Evita participó del acto de asunción de Perón, que ocuparía la Presidencia por segunda vez consecutiva. Fue la última vez que se la vio en público, y estuvo allí, aunque su esposo y su madre intentaron convencerla de que no fuera. “La única manera de que me quede en esta cama es estando muerta”, les dijo. Reforzaron la morfina para el dolor de sus huesos y se ideó un sistema, una especie de armazón de madera, para mantenerla erguida ocultando el sostén bajo su tapado. Después de la asunción en el Congreso, Eva tuvo que recibir más morfina para poder permanecer en el evento en la Casa Rosada. Volvió casi desmayada al Palacio Unzué, donde en ese entonces funcionaba la residencia presidencial, y no volvió a salir de allí con vida. Con el final muy cerca, el Parlamento la nombró formalmente “Jefa Espiritual de la Nación” durante junio, y el 29 de ese mes Eva firmó un testamento que aseguraba: “Quiero vivir eternamente con Perón y con mi pueblo”. Las últimas horas de una protagonista de la historia En julio de 1952, Eva permanecía en una cama en un vestidor de su marido. Cuando su enfermedad se había complicado, había decidido dormir en una habitación distinta a la de él para que las atenciones que su salud requería no interrumpieran ni el trabajo ni el descanso del General. Pero cuando supieron que el final estaba llegando, Evita pidió que la instalaran en ese vestidor, con una ventana desde la que se veían árboles, para volver a sentirse cerca de su esposo. La noche del 25 de julio le había dicho a una de sus enfermeras, María Eugenia Álvarez, “ya queda poco”. “A mí me queda poco”, le dijo Eva, según reconstruyó décadas después su acompañante en esas horas. Ella y una de las mucamas de Eva, Hilda Cabrera de Ferrari, serían quienes escucharan, al amanecer del día siguiente, sus últimas palabras: “Me voy, la flaca se va… Evita se va a descansar”. Sabía lo que le estaba pasando a su cuerpo y a su vida. Por esas horas, también le había dicho a su madre, que evitaba llorar delante suyo: “Me voy a descansar. Eva se va”. Según reconstruyó Perón después, aquel 25 de julio, ella le habló bajito: “No abandones nunca a los pobres. Son los únicos que saben ser fieles”. Estaba triste, sabía que se moría, y se había lamentado apenas unos días antes por su aspecto: “Lo que llegué a ser y mire cómo estoy ahora…”, le dijo a su peluquero, mirándose en una foto de unos años anteriores. El 26 de julio de 1952 Buenos Aires amaneció bajo un cielo gris, de esos que avisan que tal vez llueva. Álvarez, la enfermera, se acercó al cirujano Ricardo Finocchietto a eso de las 11 de la mañana y le pidió en un susurro que chequeara a Eva. El médico encontró un pulso débil y era prácticamente imposible despertarla. Hacia las 16.30 una nueva revisión médica confirmó que Evita estaba en coma, un estado del que no se recuperaría. Juan Domingo Perón acompañaba a su esposa en esa especie de habitación hospitalaria que se había acondicionado para atenderla en la residencia. También estaba Juana Ibarguren, la madre de Eva, junto a sus otros hijos, Elisa, Erminda, Juan y Blanca. Además del cirujano, había un cardiólogo, un radiólogo, un ginecólogo y el cirujano oncológico que había recomendado a su colega estadounidense. Algunos de los funcionarios de gobierno más cercanos a Perón iban y venían por la residencia. Acompañaban a su jefe político y, además, preparaban el anuncio de esa muerte que partiría en dos la historia argentina. Héctor Cámpora, que sería el primer presidente peronista tras una proscripción de casi dos décadas, estaba allí esa tarde. No hubo estertores en la muerte de Eva. “Fue un momento muy fuerte… Quedó como angelada, bella, en paz. Fue como si se hubiera dormido, hasta que no hubo más pulso ni más respiración. Se fue tranquila, en una paz absoluta”, reconstruyó la enfermera, que guardó el pañuelo con el que secó las últimas lágrimas de Eva. Pasadas las ocho de la noche, uno de los médicos miró a Perón y le confirmó lo que todos en la habitación sospechaban: “No hay pulso”. Finochietto cerró los ojos de Evita. Juan Domingo Perón se puso a llorar. “Como un niño”, reconstruiría la enfermera, en referencia al dolor del Presidente. Lo primero que dijo fue: “¡Qué solo me quedo!”. Una despedida inédita, un cuerpo ultrajado Raúl Apold, a cargo de la comunicación del Gobierno, redactó el parte oficial. Lo leyó el locutor Jorge Furnot para que se enterara toda la Argentina: “Cumple la Subsecretaría de Informaciones de la Presidencia de la Nación el penosísimo deber de informar al pueblo de la República que a las 20.25 horas ha fallecido la señora Eva Perón, Jefa Espiritual de la Nación”. La transmisión fue a las 21.36. Esa misma noche, el patólogo español Pedro Ara empezó con las tareas para embalsamar y conservar el cuerpo de Eva. Sara Gatti, la manicura de confianza de Evita, cumplió con lo que ella le había pedido en su lecho de muerte: “En cuanto me muera, quitame el rojo de las uñas y dejámelas con un brillo natural”. Se decretaron dos días de duelo nacional y treinta de luto oficial, que para los hombres implicaba vestir una cinta negra de forma obligatoria. Las radios sólo reproducían música sacra, y a las 20.25 de cada noche se recordaba que era la “hora en que Eva Perón entró en la inmortalidad”. El velatorio fue de una masividad que no se había visto antes y que no se volvió a ver en la Argentina. Duró 16 días y se estima que despidieron a Eva unas tres millones de personas. Fue en el Ministerio de Trabajo y Previsión, donde funcionaba la fundación que Evita había encabezado y desde la que se había convertido en la “abanderada de los humildes”. Después de que Perón fuera derrocado en 1955, el cuerpo de Evita fue profanado, vejado y ocultado. Lo secuestraron y lo enterraron en secreto y bajo una identidad falsa en Italia. Su marido recién pudo recuperarlo en 1971. Fue trasladado definitivamente al Cementerio de la Recoleta en 1976. Casi cincuenta años después, todavía aparecen flores frescas en el mausoleo que custodia el cuerpo de esa mujer. Fuente: Infobae, Julieta Roffo.

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