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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 27/07/2025 02:56
El bar La Academia se mudó desde la avenida Callao hasta el local que dejó libre el mítico restaurante Pippo En anteriores relatos mencioné la cantidad de cafés y bares que abrieron en 1930. Todos muy próximos y aún en funciones: Los Galgos, Almacén Lavalle, La Giralda y La Academia. Hoy vengo por este último. Para contar su historia, dar cuenta de su reciente mudanza y, no voy a negarlo, saber de Borges. El Bar La Academia no es ni será el primer café que cambia de domicilio. Entre los que siguen abiertos podemos nombrar al Gran Café Tortoni, Los 36 Billares y el Bárbaro. La Academia funcionó durante 95 años en Callao 368. No obtuve datos sobre quiénes fueron los socios fundadores. Sí que su denominación respondió a la proximidad de escuelas y casas de altos estudios en la zona. La otra certeza es que, para 1976, Luis López, un inmigrante oriundo de Lugo, terminó de comprar al grupo societario la totalidad del fondo de comercio. Me detengo para poner el acento en las dos fechas mencionadas. Dan cuenta de coraje, desafío histórico e instinto de supervivencia de una sociedad. El Bar La Academia se fundó en 1930. Y la última familia dueña lo compró en 1976. Sin más. La mudanza de un clásico Hoy La Academia se mudó a Montevideo 341, el lugar que hasta la pandemia ocupó el restaurante Pippo. La visité para charlar con Roberto López, su dueño. Roberto y Sebastián López son hijo y nieto respectivamente de Luis López, el gallego oriundo de Lugo que llegó a Buenos Aires en 1946 para emplearse en gastronomía y terminó adquiriendo todos los puntitos del bar. Antes de la compra, don Luis fue dueño de Karim y Gong. También tuvo dos bailantas y fue uno de los primeros que confió en Rodrigo y le dio la oportunidad de cantar con su movida cuartetera. La nueva fachada de La Academia en la calle Montevideo La familia López viene de una tradición de largas jornadas de trabajo de sol a sol, más todas sus noches. Le pregunté a Roberto los motivos de la mudanza. La respuesta tuvo sus ramificaciones. En primer lugar, porque se venció el contrato de alquiler y los propietarios del local de Callao le exigieron, a su cliente de cincuenta años de relación, un aumento desconsiderado. También es cierto que la afluencia de público a La Academia de Callao había decaído mucho y, como consecuencia, era un riesgo muy alto comprometerse a cumplir con las nuevas condiciones contractuales. Esta baja en la recaudación que venía sucediendo fue motivo de estudio y análisis por parte de Roberto durante años. Lo primero que observó fue la transformación de Callao. Notó el cambio sufrido en una arteria que pasó de ser una elegante avenida de paseo pedestre a una vía de tránsito vehicular, ruidosa y humanamente intolerable. Luego sucedieron otros hechos que impactaron negativamente en el bar. Dos cierres significativos. El primero el de la sede de la Fundación Banco Patricios y, a continuación, el cese de funciones del Hotel Bauen. En muchas oportunidades la suerte de cafetines y bares están íntimamente vinculados con este tipo de circunstancias. No conforme con esta realidad inapelable, Roberto muchos días se cruzó de vereda para observar el movimiento de los transeúntes por Callao. Parado frente a su bar notó que la masa de gente que salía de las bocas de la estación Callao de la línea B del subte doblaban hacia Santa Fe o caminaban por la vereda impar de Callao. Es decir, la opuesta a su bar. Roberto concluyó que el conflictivo recorrido por Callao, entre Corrientes y Rivadavia, es más amigable o llevadero del lado impar. Todo este análisis también tuvo su peso específico al momento de contemplar la propuesta de un nuevo contrato de alquiler y tomar una drástica decisión con una parte de la historia cafetera de Buenos Aires a solo un lustro de cumplir su centenario. Las mesas originales de La Academia por la que pasaron músicos de tango y rock Pero fue otro hecho fortuito lo que ayudó a Roberto a tomar una decisión. Una tarde, a la salida de la oficina de su abogado, cuando comenzaba a hacer el duelo familiar por tener que cerrar el negocio de su padre, caminaba por la calle Montevideo y se topó con el cartel de alquiler del local donde había funcionado Pippo. “La Academia no cierra, se muda”, pensó aliviado. Hoy el Bar La Academia, a diferencia del primitivo local, luce todo su patrimonio en dos plantas. Y prepara una tercera, el sótano, que tendrá una cava y será destinada a eventos o reuniones privadas. El salón mantiene el piso con forma de damero. Los López, además, trasladaron sus pertenencias a la nueva sede de Montevideo: mesas, sillas, billares y pool. El ping pong y los dardos ahora están en el primer piso. Lo que no pudieron subir al camión de mudanza fue la barra original porque era de las viejas, de las que tienen la heladera abajo, y corría riesgo de desarmarse para siempre. Sin embargo, se ocuparon de hacer una nueva lo más parecida posible a la anterior. Otros objetos que se llevaron de Callao son los históricos cristales dibujados de las ventanas. Ahora lucen exhibidos en el salón de Montevideo como obras de arte. ¿Y qué otro acervo mudaron los López de Callao a Montevideo? Pues también se llevaron a José, el mozo con más de 40 años de servicio en la empresa. Pero, además, sus anécdotas junto a las historias de tantos poetas, escritores y pensadores que encontraron cobijo espiritual en su interior. Como los momentos vividos por artistas consagrados que recalaron en el bar, entre otros: Enrique Santos Discépolo, Aníbal Troilo, Roberto Goyeneche, Osvaldo Pugliese, Mariano Mores, Tita Merello, Niní Marshall, Alberto Olmedo, Pappo y Andrés Calamaro. Es decir, el mobiliario donde se sentaron estos íconos de nuestra cultura popular sigue en uso en el nuevo local. ¿Por qué no pensar que sus fantasmas se fueron con ellos? ¿Y Borges? Rodrigo y Pappo en uno de los murales de La Academia El encuentro con Borges Conocí a Borges en La Academia de Callao. Fue gracias a mi amiga Adriana Giraldes, a poco de partir hacia una nueva vida en Europa. Adri le alquiló a Borges, su departamento sobre la calle Carlos Calvo, en Constitución. “Tenés que conocerlo en persona”, me insistió en el abrazo que nos dimos en Ezeiza antes de su partida. “Es un académico de ley”, agregó. Un buen día le hice caso a mi amiga y me presenté ante Borges en La Academia. Al final del encuentro me deslizó por la mesa su tarjeta personal. Un cartón delicado, sobrio y escueto como el talante de su propietario. Decía: Borges. Y debajo, con un tamaño de tipografía más pequeño: Letras. En verdad, Borges no está formado en Letras. Así, con mayúscula. Sin embargo su indiscutible saber era reconocido en toda La Academia, su despacho. Tampoco el nombre real es Borges. Su apellido es Serrano. Pero a partir de 1996, cuando el tramo de la calle Serrano en Palermo mutó a Borges, comenzó a usar el seudónimo. O sea, mi amiga Adri le alquiló el departamento a Borges siendo ya un hombre adulto con total dominio de las letras. Quiero decir: entender garabatos escritos en los márgenes de libros usados, recetas médicas inentendibles o ganchos extraños que anotamos a las apuradas. Letras. A Borges lo puse a prueba con unas fotos familiares, que heredé del rincón de un viejo placard de la casa de mis padres, con anotaciones en los paspartús y en sus dorsos. Eran garabatos con raras fechas y los nombres de los fotografiados más, sospecho, el pueblo italiano o lugar de la toma. Todo ilegible, escrito en un dialecto aldeano. Borges fue certero desde el inicio. Gracias a sus servicios pude ir armando mi árbol familiar materno con parentescos, cronología y orígenes. Definitivamente, Borges es un genio. Un soberano hombre de letras. El bar La Academia combina bebidas y juegos Le pregunté a Roberto por Borges, pero me dijo no conocerlo. Tampoco sabía de él Sebastián. Y yo tampoco tenía una foto para mostrarles. Ahora sé que la próxima vez que lo encuentre le pido una selfie juntos. Como hace poco más de un mes que reabrió La Academia, intuyo que Borges habrá estado desorientado, pero que no tardará en volver a ocupar su mesa de trabajo de siempre. Por las dudas, cada vez que visite el bar, llevaré conmigo el papel que una vez me escribió. Resulta que como viejo hombre de bares que es, le pedí su opinión sobre uno de mis libros. Y me lo pasó por escrito en una hoja del tamaño de un bloc y plegada, con delicadeza, para caber en un sobrecito forrado en su interior de papel azul. Eran proposiciones de dos o tres renglones de extensión. Escritas con birome. Todas iniciadas con un guión. Por supuesto que no entendí ni jota. Algún puñado de palabras y las preposiciones más obvias. Y cuando alcancé a comprender parte de una frase no pude con la metáfora. Volveré siempre a La Academia hasta reencontrarlo. Lo reitero, Borges es un genio. Nadie escribe como él. Instagram: @cafecontado
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