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» El Ciudadano
Fecha: 22/07/2025 15:53
Por Candela Ramírez Hace cuarenta años, Jorge Luis Borges publicó una crónica titulada “Lunes, 22 de julio de 1985”. Fue después de asistir a una de las audiencias del Juicio a las Juntas, el primer proceso judicial que sentó en el banquillo de los acusados a los jefes militares que encabezaron en Argentina un genocidio contra su población entre marzo de 1976 y 1985. El Juicio fue un hito histórico e internacional, hasta ese momento ningún país había juzgado a sus propios genocidas. El poeta, ensayista y escritor publicó como corresponsal para la agencia española EFE, el texto se publicó en el diario El País (España) y fue replicado en medios locales. La crónica da cuenta del impacto afectivo que le provocó al reconocido escritor argentino escuchar las palabras de Víctor Basterra, la víctima que declaró aquel día. Basterra —trabajador gráfico, militante peronista— había sido secuestrado en 1979, sufrió reiteradas torturas en el centro clandestino más grande que tuvo el país, la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), y fue liberado recién a mediados de 1984. Su declaración en el juicio fue la más extensa, duró más de cinco horas. Fue un testimonio clave porque, además, fue una de las tantas víctimas obligadas a “trabajar” durante su cautiverio: tomó fotos de los secuestrados y de los represores, se guardó muchas de ellas y sirvieron como evidencia en la investigación. En la ESMA los militares habían montado una suerte de centro de producción de documentos falsos, allí fue designado Basterra. Borges escuchó la declaración completa del sobreviviente. Libros, política y militares La relación del escritor con la vida social y política del país estuvo marcada por su férreo antiperonismo. Nacido en 1899, empezó a publicar desde muy joven, vivió en Inglaterra, España y Suiza, volvió al país y participó activamente de las discusiones culturales de la época, marcada a fuego por la prolífica publicación de revistas literarias y culturales. Desde 1937 trabajó como bibliotecario, leía de forma voraz y entre 1955 y 1974 fue director de la Biblioteca Nacional. En marzo del ‘76 recibió con buenos ojos la llegada de los militares al poder, que desde 1930 había ocurrido ya cuatro veces más. Además, su bisabuelo y abuelo habían formado parte de las fuerzas armadas en el siglo XIX y para él representaba un orgullo. Aunque eran tiempos donde las interrupciones a la vida democrática eran muy frecuentes, desde 1955 la violencia política ejercida desde el Estado tomado por militares se fue volviendo cada vez más feroz y, mediante centenares de juicios en el siglo XX, se probó que Argentina formó parte del Plan Cóndor, que coordinaba las acciones militares en las dictaduras de América Latina. Borges se sentó en la mesa con Jorge Rafael Videla el 19 de mayo de 1976, un almuerzo donde además estuvo el escritor Ernesto Sabato, el cura Leonardo Castellani y el presidente de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) Alberto Ratt. El último, trascendió en los medios, preguntó por el paradero de Haroldo Conti, secuestrado catorce días antes. Conti sigue desaparecido. Ese mismo año, Borges fue invitado a Chile por el dictador Augusto Pinochet. Sin embargo, después de esos encuentros no dijo más nada públicamente en relación estos regímenes. El 13 de agosto de 1980 Borges firmó la primera solicitada que publicó en la prensa la incipiente organización Madres de Plaza de Mayo, que buscaba con vida a sus hijos desaparecidos. En 1983 mostró su apoyo al candidato Raúl Alfonsín. De hecho, después del triunfo del líder radical publicó: “Escribí alguna vez que la democracia es un abuso de la estadística; yo he recordado muchas veces aquel dictamen de Carlyle, que la definió como el caos provisto de urnas electorales. El 30 de octubre de 1983, la democracia argentina me ha refutado espléndidamente. Espléndida y asombrosamente”. Siguió en ese texto: “Mi Utopía sigue siendo un país, o todo el planeta, sin Estado o con un mínimo de Estado, pero entiendo, no sin tristeza, que esa Utopía es prematura y que todavía nos faltan algunos siglos. Cuando cada hombre sea justo podremos prescindir de la justicia, de los códigos y de los gobiernos. Por ahora son males necesarios”. Y remató: “Renacerá en esta república esa olvidada disciplina, la lógica. No estaremos a la merced de una bruma de generales. La esperanza, que era casi imposible hace días, es ahora nuestro venturoso deber. Es un acto de fe que puede justificarnos. Si cada uno de nosotros obra éticamente, contribuiremos a la salvación de la patria”. Borges falleció en Ginebra, Suiza, el 14 de junio de 1986. A continuación, el texto completo “Lunes, 22 de julio de 1985”: He asistido, por primera y última vez, a un juicio oral. Un juicio oral a un hombre que había sufrido unos cuatro años de prisión, de azotes, de vejámenes y de cotidiana tortura. Yo esperaba oír quejas, denuestos y la indignación de la carne humana interminablemente sometida a ese milagro atroz que es el dolor físico. Ocurrió algo distinto. Ocurrió algo peor. El réprobo había entrado enteramente en la rutina de su infierno. Hablaba con simplicidad, casi con indiferencia, de la picana eléctrica, de la represión, de la logística, de los turnos, del calabozo, de las esposas y de los grillos. También de la capucha. No había odio en su voz. Bajo el suplicio había delatado a sus camaradas; éstos lo acompañarían después y le dirían que no se hiciera mala sangre, porque al cabo de unas sesiones cualquier hombre declara cualquier cosa. Ante el fiscal y ante nosotros enumeraba con valentía y con precisión los castigos corporales que fueron su pan nuestro de cada día. Doscientas personas lo oíamos, pero sentí que estaba en la cárcel. Lo más terrible de una cárcel es que quienes entraron en ella no pueden salir nunca. De este o del otro lado de los barrotes siguen estando presos. El encarcelado y el carcelero acaban por ser uno. Stevenson creía que la crueldad es el pecado capital; ejercerlo o sufrirlo es alcanzar una suerte de horrible insensibilidad o inocencia. Los réprobos se confunden con sus demonios; el mártir, con el que ha encendido la pira. La cárcel es, de hecho, infinita. De las muchas cosas que oí esa tarde y que espero olvidar, referiré la que más me marcó, para librarme de ella. Ocurrió un 24 de diciembre. Llevaron a todos los presos a una sala donde no habían estado nunca. No sin algún asombro vieron una larga mesa tendida. Vieron manteles, platos de porcelana, cubiertos y botellas de vino. Después llegaron los manjares (repito las palabras del huésped). Era la cena de Nochebuena. Habían sido torturados y no ignoraban que los torturarían al día siguiente. Apareció el Señor de ese Infierno y les deseó Feliz Navidad. No era una burla, no era una manifestación de sí mismo, no era un remordimiento. Era, como ya dije, una suerte de inocencia del mal. ¿Qué pensar de todo esto? Yo, personalmente, descreo del libre albedrío. Descreo de castigos y de premios. Descreo del infierno y del cielo. Almafuerte escribió: «Somos los anunciados, los previstos, / si hay un Dios, si hay un punto omnisapiente; / y antes de ser, ya son, en esa mente, / los Judas, los Pilatos y los Cristos». Sin embargo, no juzgar y no condenar el crimen sería fomentar la impunidad y convertirse, de algún modo, en su cómplice. Es de curiosa observación que los militares, que abolieron el código civil y prefirieron el secuestro, la tortura y la ejecución clandestina al ejercicio público de la ley, quieran acogerse ahora a los beneficios de esa antigualla y busquen buenos defensores. No menos admirable es que haya abogados que, desinteresadamente sin duda, se dediquen a resguardar de todo peligro a sus negadores de ayer.
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