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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 15/07/2025 12:47
Un trabajador carga combustible en una camioneta en una estación de servicio de YPF en Buenos Aires, Argentina, el lunes 14 de julio de 2025. (AP Foto/Rodrigo Abd) Conozco bien el caso Agudas Chasidei Chabad v. Russian Federation. No solo por deformación profesional —esa obsesión que me lleva a leer sentencias con la devoción con la que otros estudian el mercado de transferencia de jugadores de fútbol—, sino porque esa causa toca fibras íntimas: pertenezco, con gratitud y orgullo, a la congregación jasídica de Lubavitch. La biblioteca del Rebe no es un inventario de volúmenes antiguos, con toda verdad, es un alma colectiva. Un reservorio de sabiduría, dolor y resistencia. La negativa de Rusia a restituirla no es solo una afrenta jurídica, sino que resulta una violación cultural. Si el Estado de Rusia supo invocar razones profundas para retener algo que consideraba esencial para su identidad o su destino en nombre de un supuesto legado histórico, como no comprender al margen del acierto u error de la medida, que la Argentina tomase el control de YPF con la convicción —compartida por amplios sectores sociales y políticos— de que el dominio sobre sus recursos energéticos era condición para la soberanía económica. En ambos casos, lo que está en juego no es solo una propiedad. La ilusión del poder jurisdiccional En el caso Chabad, el tribunal del Distrito de Columbia condenó a Rusia por retener ilegalmente la biblioteca Schneerson. Ordenó su devolución. Rusia se encogió de hombros. El juez, herido en su dignidad institucional, respondió con una declaración de desacato soberano y una multa diaria de 50.000 dólares. El resultado: cero cumplimiento, cero restitución. El D.C. Circuit terminó anulando todo por una cuestión de jurisdicción. El desacato quedó como un epitafio jurídico. Digno, pero estéril. En el caso YPF, la jueza Preska condenó a la Argentina a pagar más de USD 16.000 millones por no haber lanzado una OPA al tomar control de la petrolera. Pero, inclusive, a diferencia del caso ruso, Argentina no se desentendió del proceso, ni ignoró las notificaciones, ni desoyó olímpicamente las órdenes judiciales. Litigó. Se defendió. Planteó excepciones, incluso mal recibidas. Apeló. Aceptó —nos guste o no— la lógica de un foro que no eligió, pero al que no repudió. No es una mera nota al pie. Soberanía, no obstinación De seguro, la biblioteca de Lubavitch representa la historia espiritual de un pueblo. Su restitución, además de un acto de justicia, resultaría un gesto de redención histórica. Pero uno puede —sin cinismo— comprender que un Estado, aunque equivocado, vea en ese archivo un botín cultural, una suerte de trofeo simbólico del siglo XX. Mutatis mutandis, YPF no fue, ni es, una mera sociedad anónima que cotiza en bolsa. Para la Argentina, su historia vibra como la de un emblema: una bandera izada en defensa de la soberanía energética, del control de los recursos naturales y de la posibilidad de un desarrollo autónomo. Fue, por décadas, la metáfora industrial del orgullo nacional. No entender esto —o peor aún, despreciarlo— es amputar la historia con la lógica implacable del Excel. En ese sentido, YPF no fue simplemente una sigla ni una empresa, sino que fue un estandarte clavado en el corazón profundo del país, allí donde el petróleo mana como sangre negra de la tierra. Nació con acento criollo, en tiempos donde las potencias del mundo repartían el subsuelo ajeno como botín de guerra. La Argentina fundó YPF no como concesión, sino como creación, y puso a Mosconi al frente como general de una batalla sin fusiles, pero con taladros y mapas geológicos. Durante décadas, esa bandera flameó en cada estación de servicio, en cada camioneta azul que cruzaba la estepa, en cada obrero que descendía a las entrañas del país para sacar el fuego que impulsaría fábricas, trenes, aviones. En 2012, cuando se decidió su reestatización, no había en el país una discusión meramente societaria. Había un debate existencial sobre si los recursos energéticos debían depender de la lógica del lucro o de las necesidades de la Nación. Fue, sí, una decisión política. Pero también fue una declaración de principios: la energía no puede ser una mercancía como otra cualquiera. ¿Fue elegante la forma en que se tomó el control? No. ¿Se violó el estatuto? Es debatible. ¿Se omitió lanzar la OPA? Probablemente sí. Pero reducir todo a una fórmula bursátil ignora la dimensión constitucional del acto. No hay empresa estatal relevante que haya sido comprada voluntariamente en una OPA hostil. Con toda verdad, el estatuto de YPF fue concebido bajo una lógica de mercado, pensado para regir los destinos de una empresa privada, en un escenario privado, con accionistas privados, y con fines eminentemente lucrativos. Era el manual de instrucciones de una sociedad anónima en el vértigo del capitalismo global, no el instrumento de una decisión política soberana. En rigor, lo que ocurrió en 2012, fue un acto de autoridad estatal que revirtió el régimen jurídico del control accionario, transformando el marco normativo con el voto del Congreso y al amparo del principio de soberanía permanente sobre los recursos naturales. Fue un giro copernicano que desplazó el centro de gravedad desde el interés corporativo hacia el interés público. Tal es así, que si se hubiese pretendido operar esa transformación a través de los mecanismos puramente societarios —lanzando una OPA hostil conforme al estatuto privado— el resultado hubiera sido tan absurdo como oneroso, habidas cuentas de que cuanto menor fuera la ganancia por acción —como ocurría con la empresa exangüe que entonces era YPF— mayor era la indemnización que el Estado debía ofrecer a los accionistas minoritarios. En efecto, un sinsentido económico que convierte la debilidad financiera en premio y la insolvencia en multiplicador indemnizatorio. En otras palabras, el estatuto sanciona la irracionalidad de que una empresa al borde del colapso valga, para el comprador obligado, lo mismo que una joya de Wall Street. Si el Estado argentino hubiera seguido ese derrotero, debería haber sufragado cifras delirantes para tomar control de una compañía a la que, al mismo tiempo, debía rescatar de su deterioro operativo. El desacato como amenaza hueca Si la Argentina decidiera no pagar la sentencia de Preska, ¿pasaría lo mismo que con Rusia? ¿Sería declarada en desacato? ¿Se fijaría una multa diaria que nunca se cobrará? ¿Se escribiría otro fallo indignado que nadie podrá ejecutar? La figura del desacato contra un Estado extranjero es, en muchos sentidos, un gesto de autoridad más simbólico que práctico. Lo fue en Chabad, y podría serlo en YPF. Porque el derecho internacional privado choca, tarde o temprano, con las murallas de la inmunidad soberana. De hecho, una sentencia sin bienes embargables es como una ópera sin orquesta: formalmente correcta, emocionalmente impotente. Sin embargo aquí también hay diferencias. La Argentina no es Rusia. No actúa en la clandestinidad, no se retira del proceso, no desprecia las reglas del foro. No cabe duda que esa conducta merece ser considerada al momento de evaluar eventuales sanciones. El espejo invertido Muchos dirán que no se puede justificar una violación contractual con el argumento de la soberanía energética. Pero ¿no es acaso eso lo que Rusia viene haciendo con la biblioteca del Rebe? ¿Por qué un libro puede ser culturalmente irreemplazable, pero un yacimiento petrolero no? ¿Por qué el Estado argentino no puede querer tener a YPF como instrumento de política pública sin que ello sea interpretado como un atropello a la buena fe contractual? Tal vez porque en este mundo, el discurso de la soberanía solo vale cuando lo enuncia una potencia. Rusia puede esconderse detrás de Pushkin, Tolstói y Dostoievski para quedarse con lo ajeno. Pero cuando un país periférico intenta recuperar una empresa estratégica, el mismo gesto es leído como populismo, intervencionismo o —peor aún— default encubierto. Burford no está para tirar manteca al techo Si bien en los pasillos del foro puede suponerse que el grupo Burford camina con soberbia de ganador, como quien ya descorchó el champán antes del pitazo final. No obstante conviene recordar que los litigios internacionales, como el fútbol de potrero, no se ganan hasta que el árbitro pita el final. Es cierto que llevan ventaja en el marcador. La jueza Preska les dio todo. La fórmula, el monto, la narrativa. Pero el partido todavía se juega, y se juega en un terreno resbaloso. Porque si el Segundo Circuito —o más adelante la Corte Suprema— decidiera que el foro fue inadecuado, o que la interpretación del estatuto de YPF no justifica semejante indemnización, la euforia puede tornarse en derrota táctica. Más todavía, si la sentencia queda firme, el gran escollo será su ejecución: Argentina ya aprendió —gracias al caso Chabad y a otros más— que la clave está en no dejar bienes embargables a la vista. No es resistencia pasiva. Es manual de supervivencia soberana. En este escenario, Burford no está para tirar manteca al techo. Si no logra cobrar, si el juicio se prolonga con apelaciones, si el desacato se vuelve decorativo, y si los tribunales terminan vaciando de contenido las sanciones por consideraciones de comityo inmunidad de ejecución, la victoria puede tornarse pírrica. O peor aún: podrían haber invertido años, millones y estrategia jurídica de alta gama solo para obtener un fallo sin dientes. Conclusión: justicia o geometría El derecho, cuando olvida sus fines, se convierte en una geometría sin alma. En el caso Chabad, el tribunal se aferró a la lógica de la territorialidad: si los libros están en Moscú, no hay jurisdicción. En el caso YPF, se aplica una fórmula que multiplica el valor de una acción a niveles absurdos, sin ajustar por inflación, sin considerar la crisis energética mundial, sin siquiera contemplar que el incumplimiento —si lo hubo— ocurrió en un contexto de política pública deliberada. Los dos casos se cruzan en mí no por casualidad, sino por destino. Porque me enseñan —desde ángulos opuestos— que el derecho debe ser más que una secuencia de artículos. Debe ser comprensión histórica, sensibilidad cultural y, sobre todo, prudencia institucional. La expresión “din ve-lo dayan”, esa fórmula talmúdica que nos confronta con la paradoja de un juicio sin juez, encuentra una resonancia brutal en la sentencia dictada por la jueza Loretta Preska en el caso YPF. Porque si hubo aquí un “din” —un proceso judicial, una liturgia formal, una invocación al derecho— lo que faltó fue precisamente un “dayan” en el sentido pleno y profundo del término: alguien que administre justicia con sensibilidad institucional, que escuche al derecho no como código muerto sino como herramienta de equidad histórica.
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