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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 15/07/2025 04:36
Robert Wadlow medía 2,72 metros a los 22 años Todos lo miraban desde abajo cuando caminaba por las calles de Alton, un pequeño pueblo de Illinois separado de San Luis por el lento curso del Misisipi. En la esquina del centro, una figura solitaria se destacaba por encima de todas las demás. Era 1935. Ese invierno, Robert Pershing Wadlow tenía tan solo 17 años y ya superaba los dos metros y medio de altura. El niño que alguna vez soñó con mezclarse entre los otros terminaría convertido en la mayor atracción de feria de su tiempo. Sobre la cama de su infancia, las sábanas se anudaban a sus tobillos como vendas insuficientes. “¿Por qué yo, mamá?”, preguntó una noche, mientras la lámpara proyectaba su larga silueta contra la pared. Su madre, Addie, solo pudo responder con una caricia en la frente, como quien quiere apaciguar un dolor imposible de comprender. Robert Wadlow nació el 22 de febrero de 1918 en Alton. Peso y medidas estándar. Un bebé común en una familia de cinco hijos. Nada permitía anticipar la metamorfosis que transformaría su vida y la de todo el pueblo. Sus padres, Harold y Addie, veían crecer a su hijo y creían enfrentar una bendición, no una condena. Pero cuando cumplió cinco años, Robert ya tenía la estatura de un adolescente de 17. Robert Wadlow había nacido como un bebé de peso y talla estándar El chico sufría de hiperplasia en su glándula pituitaria. El flujo incesante de hormona del crecimiento convirtió su cuerpo en un experimento forzado. “Nunca quise ser distinto”, confesaría años después ante los micrófonos de The St. Louis Post-Dispatch. A los ocho años, mientras sus compañeros organizaban partidos de béisbol, Robert enfrentaba un ritual distinto cada mañana. Su proeza era calzarse un zapato especial tamaño 39AA, confeccionado por la empresa Peters Shoe Company. La ciudad entera, convertida en una prolongación de la casa familiar, era testigo de su lucha diaria. Para entonces, medir 1,82 metros ya no era motivo de celebración. En el colegio, los pasillos se ensanchaban ante sus pasos. El director, en un intento por ofrecerle normalidad, ordenó confeccionar a mano un pupitre especial para él. Las patas de la banca, reforzadas con varillas de acero. Las ventanas quedaban a la altura de sus ojos, incluso cuando estaba sentado. El hombre más alto del mundo junto a su familia La fama como un dulce veneno El primer contrato llegó cuando Robert apenas había cumplido 18 años. Una carta con un membrete de colores, enviada desde la oficina central de Ringling Bros. and Barnum & Bailey Circus. El remitente —un tal Charles Flynn— invitaba al “hombre más alto del mundo” a emprender una gira nacional. Los Wadlow dudaron. Addie, férrea guardiana de la dignidad de su hijo, recelaba de convertirlo en fenómeno, pero la situación económica de la familia era precaria. Los zapatos especiales costaban una fortuna, y los salarios de Harold se desmoronaban en la Gran Depresión. La decisión marcó el inicio de una vida pública que Robert Wadlow nunca deseó. Bajo la carpa de ochocientas personas, con focos que iluminaban su rostro, Robert se transformaba en el centro de todas las miradas. “¡El coloso de Alton! ¡El joven más alto que ha pisado la tierra!”, gritaban los presentadores. Él sonreía y posaba junto a enanos y faquires. Cada día que pasaba le costaba más firmar autógrafos por sus enormes manos de casi 30 centímetros. —¿Te gusta esto, Robert? —le preguntó su padre, entre funciones. —Si esto ayuda a la familia, entonces me parece bien —susurró Robert—. Pero no me acostumbro a cómo me miran. Robert Wadlow en una de las fiestas de Alton, su pueblo natal en Estados Unidos La soledad de las multitudes En cada ciudad, Robert Wadlow era el prodigio, el gigante amable a quien todos querían tocar, sacarle fotos o abrazar. Pero cuando se apagaban los reflectores, el joven se quedaba solo. Nadie, ni siquiera sus hermanos, podía comprender lo que suponía habitar un cuerpo condenado a crecer. En la habitación de hotel, por las noches, Addie escuchaba el rechinar de la madera. El colchón especial —de más de dos metros y medio— crujía bajo el peso de Robert. “Robert tenía que dormir con las piernas encogidas, pues ni siquiera las camas hechas a medida conseguían acomodarlo por completo”, contó la madre. La relación con la comida se volvió mecánica. Cinco mil kilocalorías al día, diez litros de leche. Cada bocado era una obligación. Su médico personal, el doctor Charles Humberd, calculó que Robert aumentaba cinco kilos al mes. Pero todo ese crecimiento se convertía, poco a poco, en una jaula. Su altura —y la debilidad de sus piernas— lo condenaron al uso permanente de bastones y aparatos ortopédicos. Avanzar una cuadra en cualquier ciudad implicaba un dolor constante. La circulación en los miembros inferiores —ya comprometida por la enfermedad— derivaba en llagas, infecciones y el temor a una amputación que flotaba en las conversaciones médicas. Una foto en la que se ve la diferencia de altura entre Robert Wadlow y el resto de las personas Aislamiento y resignación En Alton, los periódicos dedicaban una columna semanal a su vida. Robert Wadlow apareció en la portada de Ripley’s Believe It or Not!. Además, se convirtió en figura de cera en el museo de Madame Tussauds. El estatus de celebridad no trajo consigo la felicidad que el mundo le suponía. En sus escasos momentos de privacidad, el gigante jugaba con algunos niños de la calle, construía maquetas de barcos o leía novelas de aventuras. “Estos personajes pueden ir donde quieran, yo apenas alcanzo a cruzar la sala”, bromeó una vez, señalando un mapa de Sudamérica. “Sería bonito viajar algún día, pero creo que nunca encontraría una cama que se ajuste a mi tamaño”. La rutina de los años treinta se tornó un desfile de doctores, periodistas y curiosos. “¿Cómo se siente siendo tan alto?”, “¿Qué come para crecer así?”, “¿Puede enamorarse siendo distinto?” El público exigía respuestas. Robert ofrecía evasivas educadas. Prefería el silencio a la explotación comercial de su dolor. Una caminata de Wadlow para promocionar su show en el circo de rarezas El último verano En julio de 1940, con tan solo 22 años, Robert Wadlow partió a Manistee, Michigan, como parte de una gira regional. El clima, húmedo y pegajoso, agravó una herida en el tobillo —provocada por la fricción del aparato ortopédico—. Nadie sospechó entonces que una simple ampolla sellaría su destino. “Le dije que tuviera cuidado”, recordó más tarde su padre, abrumado por la culpa. En la habitación 404 del Hotel St. George, el personal preparó una cama improvisada con colchones apilados. Los empleados del hotel y la delegación del circo improvisaron una vigilia silenciosa en el pasillo. La fiebre subió rápido. La infección avanzaba sin piedad. Ni la penicilina ni la morfina lograron frenar la septicemia. A las 1:30 de la madrugada del 15 de julio de 1940, Robert Wadlow murió rodeado de su familia, a los 22 años y con una altura de 2,72 metros. Su cuerpo, ya sin fuerzas, quedó tendido bajo una sábana blanca. Addie lo besó en la frente y susurró una oración, como cuando era un niño pequeño que temía a la oscuridad. El ataúd de Robert pesó 450 kilos y midió más de tres metros El funeral del gigante Alton, el cortejo fúnebre cruzó silencioso entre dos hileras de vecinos. El ataúd, confeccionado a medida, medía 3,28 metros de largo y pesaba más de 450 kilos. Para transportarlo, se turnaron doce hombres. A la entrada del cementerio de Oakwood un niño —apenas visible tras la valla— preguntó a su madre: “¿Por qué los ángeles también tienen que morir?”. Nadie supo qué responder. La lápida, sencilla pero imponente, lleva tallado un epitafio breve: “El Hombre Más Alto del Mundo.” Décadas después de su muerte, la figura de Robert Wadlow es recordada en su pueblo. Estatuas a escala real adornan el centro de Alton; los turistas posan junto a la mole de bronce y miden sus manos contra las del gigante. Cada 15 de julio, en el aniversario de su muerte, la ciudad organiza un acto discreto. Decenas de niños dejan flores al pie de la estatua. Una mujer, anciana ya, detiene su andar y susurra: “Yo lo vi de niña. Nunca olvidaré la tristeza de sus ojos”.
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