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  • El enigma de la “tragedia del Riachuelo”: la mañana en que un tranvía cayó al río y cerca de sesenta trabajadores murieron

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 12/07/2025 02:42

    La tragedia en el Riachuelo, el 12 de julio de 1930. (Foto: Asociación Amigos del Tranvía) Fue una enorme tragedia, en vísperas de una tragedia mayor que iba a cambiar a la Argentina para siempre. A las seis y cuarto de la mañana del sábado 12 de julio de 1930, un tranvía repleto de pasajeros, en su mayoría trabajadores de la zona de las fábricas y los frigoríficos instalados a la ribera del Riachuelo, cayó a las aguas siempre turbias y malolientes del río. Murieron entre cincuenta y seis y cincuenta y ocho personas, nunca se supo la cantidad exacta de víctimas, ni hubo una lista oficial que los identificara. En aquella zona fronteriza que dividía Avellaneda de la Capital Federal, que no estaba superpoblada como hoy, el número de muertos dejó aturdidas a las autoridades. La tragedia fue una de las más grandes en la historia del tránsito y quedó impregnada en la memoria de generaciones enteras que escucharon la historia de boca de abuelos y padres. En julio de 1930 otra tragedia distinta se cernía sobre el país: las Fuerzas Armadas, en especial el Ejército, conspiraba para derrocar al presidente Hipólito Yrigoyen, de la Unión Cívica Radical. La conspiración tendría éxito el 6 de septiembre de ese año, dos meses después de la tragedia del Riachuelo; fue el primero de los numerosos golpes de Estado de la Argentina y tapó los ecos del desastre de la ribera: los familiares de las víctimas cobraron, mal y tarde, una indemnización por las vidas perdidas. El flamante régimen militar, que encabezó el general José Félix Uriburu no estaba para tranvías: disolvió el Congreso, silenció la política y emitió un “Bando del Gobierno” que instauró la ley marcial. Ese Gobierno provisional fue saludado y celebrado por una multitud que colmó la Plaza de Mayo, ante la que desfilaron las tropas triunfantes dos días después del golpe, el 8 de septiembre. Ajenos a las conspiraciones militares, los primeros pasajeros del tranvía de la línea 105, interno 75, de la Compañía de Tranvías Eléctricos del Sur, una empresa de capitales británicos, subieron en Témperley con destino, muchos de ellos, a Plaza Constitución, una ruta que el tranvía cubría en una hora y diecinueve minutos. Era un vehículo pesado, macizo, cerril, pintado con el rojo característico de la empresa; era un modelo Brill 21E que había sido fabricado en Estados Unidos en 1913. Tenía capacidad para treinta y seis pasajeros sentados y veintidós parados. Un modelo de Brill 21 E integró luego la flota de tranvías de la Compañía Lacroze y, ya en los años 50, se fabricaron versiones más modernas en los Talleres Estomba de la Corporación de Transportes de Buenos Aires. El interno 75 de la línea 105 tenía un motor eléctrico de cincuenta caballos de fuerza y podía desplazarse a una velocidad máxima de cuarenta kilómetros por hora, que rara vez era empleada por los conductores a quienes les habían endilgado el nombre inglés de la profesión: motorman. El motorman y el guarda del tranvía El motorman del tranvía que se encaminaba al desastre era Juan Vescio, un italiano de treinta y un años, casado, con tres hijos y un cuarto en camino, que vivía en Gerli. El guarda, que repartía y cobraba los boletos, era Ángel Rodríguez. La ruta hasta Constitución incluía transitar la avenida que hoy se llama —casi una ironía— Hipólito Yrigoyen, pasar por Piñeiro, por Avellaneda y cruzar el Riachuelo para pasar a Barracas y alcanzar Constitución. Para cruzar el río había que atravesar un puente. Cuando los británicos decidieron unir la Provincia y la Ciudad, un fuerte lobby de las empresas competidoras les trabó cualquier acceso salvo que la compañía construyera su propio puente. Eso hicieron los ingleses. Construyeron un puente balanceador de estructura metálica remachada, compuesto de tres tramos: dos fijos, los de los extremos, y un tramo central levadizo para permitir el paso de las embarcaciones: de eso, los ingleses sabían bastante. El puente se inauguró el 30 de julio de 1908 y llevó el nombre de Puente Bosch porque era el nombre de la calle por la que se accedía. La estructura también incluía una senda para que la gente lo cruzara a pie. Cuando el motorman Vescio llevaba recorrida menos de la mitad del trayecto que iba a ponerlo en Constitución, los pasajeros desbordaban ya la capacidad del tranvía: viajaban sentados, parados, trepados a los escalones de las puertas, algunos aseguraron que hasta trepados en el techo o cerca del techo; las ruedas de acero traqueteaban las vías y Vescio había decidido ya, salvo que alguien quisiera bajar, lo que era raro, no frenar más en las paradas que tenía fijadas. Toda tragedia de transporte, terrestre, marítimo o aéreo, ocurre por una falla humana, por una falla técnica, o por una combinación siempre fatal de ambas. La mañana del 12 de julio de 1930 casi todo lo que debía salir bien, salió mal. El Puente Bosch contaba con medidas de seguridad y de advertencia a quienes circularan por tierra o por las aguas del Riachuelo. Luces rojas en los extremos fijos de la estructura daban el alerta a los conductores de los tranvías cuando la parte central del puente se alzaba para permitir el paso de alguna embarcación. La advertencia también era reforzada con una señal sonora, destinada a las embarcaciones, a las que daba vía libre para pasar bajo el puente levadizo. Aquella mañana, a cargo de esas señales estaba Manuel Rodríguez que, en el interior de una garita, ponía en marcha los dos mecanismos: encendía las alarmas y levantaba el tramo central del puente. Eso hizo Rodríguez cerca de las seis y cuarto de la mañana de aquel 12 de julio, pleno invierno, amanecer oscuro, niebla y llovizna. Cuando la parte central del puente estuvo alzada para permitir el paso de “Itaca 2”, una barca petrolera, Vescio ya giraba a marcha veloz la calle Bosch y para encarar el puente. Aquel era un sábado común en materia de noticias. Si los nervios estaban algo alterados era porque al día siguiente, domingo 13 y en Montevideo, iba a quedar inaugurado el primer Campeonato Mundial de Fútbol que enfrentaría en la final a Uruguay con Argentina, final que los uruguayos ganaron cuatro a dos. Lo de un Mundial de Fútbol era algo nuevo y sonaba raro, ¿podría funcionar una cosa así? La preocupación de los argentinos no rozaba el fútbol: para variar, vivíamos una crisis económica bastante dura, que jaqueaba al Gobierno de Yrigoyen pero no tanto como lo jaqueaban el Ejército y las fuerzas de un nacionalismo montés y salvaje que había cuestionado ya el primero de sus gobiernos, sacudido por grandes huelgas y por una represión sangrienta a los peones rurales en la Patagonia. Uno de los diarios de la época, La Fronda, vocero del nacionalismo, llamaba a terminar de cualquier manera con “la tiranía sangrienta”. El tranvía cuando fue sacado de las aguas del Riachuelo La crisis económica pegaba en los bolsillos de los más pobres y de la casi inexistente clase media. Como siempre, esa constante argentina llamaba al humor. Circulaba y se cantaba en cabarets y en el teatro de revistas una canción pegadiza y de ritmo sincopado, una ranchera, ritmo ya olvidado, música y letra de Francisco Canaro e Ivo Pelay. La actriz Tita Merello la convirtió en un éxito. La poesía invocaba a un “Viejo Gómez”, un personaje inventado a quien la rancherita le adjudicaba la posibilidad de encontrar dinero en momentos difíciles. Parece que brokers hubo siempre. La letra decía, zumbona y pegadiza: “¿Dónde hay un mango, Viejo Gómez? / Los han limpiao con piedra pómez. / ¿Dónde hay un mango que yo lo he buscao / con lupa y linterna y estoy afiebrao? (…) ¿Dónde hay un mango que los financistas, / ni los periodistas, / ni perros ni gatos, / noticias ni datos de su paradero / no me saben dar?”. Mundial de fútbol y crisis económica iban a quedar borrados por la tragedia inminente. Cuando el motorman Vescio encaró la calle Bosch rumbo al puente no vio la luz roja de advertencia, ni oyó la alarma sonora que avisaba a quienes circulaban por tierra y por agua. Tal vez le nubló la visión la niebla cerrada, tal vez el traqueteo en las vías, el tranvía repleto, las ventanillas cerradas le cerraron los oídos. Acaso vio una y escuchó la otra pero ya no pudo frenar aquel monumento de hierro que se desplazaba como un pájaro hacia la muerte: Vescio —también el guarda Rodríguez— fue uno de los muertos en la tragedia. El tranvía entró al puente Bosch a una velocidad inusitada, según narraron luego los escasos testigos y uno de los sobrevivientes de la tragedia. Vescio, que había eludido detenerse en las últimas paradas porque el vehículo iba repleto de gente, tampoco vio ni escuchó los gritos y los gestos del otro Rodríguez de la tragedia, Manuel, el señalero que accionaba las alarmas y alzaba el tramo levadizo del puente, quien relataría luego a la revista Caras y Caretas: “(…) En ese momento me pareció escuchar el ruido de un tranvía y sentí un sudor frío. Me asomé por la ventana de mi garita y vi, entre la niebla, las luces de las ventanillas de un vehículo que acababa de entrar al puente. Medio desesperado, empecé a gritar para que el motorman me escuchara, pero fue inútil. Era el tranvía 105, que venía muy ligero. El conductor no podía escucharme; tampoco tenía tiempo ya de frenar. Pasó debajo mío como una tromba y lo vi caer al vacío en forma espectacular, hasta que se hundió completamente en el río; en ese momento se apagaron los chirridos de las ruedas y se sintió el ruido del impacto con el agua. Después todo fue silencio aterrador. Bajé de la garita y me encontré con otras personas que también habían presenciado la escena y empezamos a pensar cómo diablos podríamos sacar a esa gente de allí dentro”. En los alrededores del puente se congregaron familiares de las víctimas y curiosos. (Foto: Revista Caras y Caretas) El impacto fue tremendo. Como un elefante de hierro, el tranvía quedó clavado en el fango del río, sólo la parte trasera sobresalía del agua. En su interior, aplastados en la proa hundida, los pasajeros murieron ahogados. Uno, Remigio Benadassi, un mecánico italiano de cincuenta y seis años que trabajaba en la Compañía General Fabril Financiera, se salvó sin saber cómo, según contó luego: “Yo viajaba sentado en uno de los asientos delanteros del lado de la ventanilla. Todas estaban cerradas por el frío y el pasillo estaba repleto de pasajeros. Cuando el tranvía dio vuelta para llegar al puente, vi las luces rojas de peligro y me extrañó que no se detuviera. Sentí una sensación parecida a la de los ascensores que bajan rápido y me encontré en el agua. Todavía no me explico cómo salí del tranvía. Debe haberse roto el vidrio de mi ventanilla, porque tengo una herida en la frente y otra en la mano izquierda. Sin saber nadar, estuve chapoteando un rato hasta que me sacaron”. Otros pasajeros, los que iban colgados en las puertas o trepados a las salientes del tranvía, saltaron cuando comprendieron lo inevitable y luego se perdieron en la madrugada. La fiabilidad escasa de los números habla de cinco sobrevivientes, cuatro hombres y una mujer, Gabina Carrera. Si existió alguna posibilidad de salvar a más gente, la falta de asistencia inmediata lo impidió. Los bomberos y los policías que se acercaron a la ribera del río y a la parte plana del puente por la que había caído el tranvía, poco pudieron hacer. Recién cuando una lancha de los Bomberos Voluntarios de la Boca llegó al Riachuelo, los buzos del Ministerio de Obras Públicas empezaron a rescatar los cuerpos. A la una y media de la tarde se acumulaban los cadáveres de cuarenta y ocho hombres y de cinco mujeres. Entre ellos estaban los del motorman Vescio y el guarda Rodríguez. Las autopsias revelaron que no había en ellos rastros de alcohol. Junto a los buzos, llegaron los periodistas, en especial los de Crítica, El Mundo y Caras y Caretas. Crítica, dirigido por Natalio Botana, había enviado como cronista al escritor y periodista Raúl González Tuñón, que además de una crónica vigorosa de la tragedia escribió una dolida página de homenaje a un chico, Leonardo Puma, de catorce años, la víctima más joven, que entre sus ropas atesoraba un sándwich de milanesa. “Cuando levantaron ese cuerpecito liviano, llamó la atención lo abultado de uno de los bolsillos de su saco. Ese bulto resultó ser un sándwich. Un pan francés abierto en dos, llevando adentro una milanesa, seguramente sobra de la comida del día anterior. Ese sándwich era el único almuerzo de la infeliz criatura. Cuando se lo sacaron del bolsillo, ese sándwich, último sándwich de quién sabe cuántas jornadas de hambre, tuvo el prestigio de arrancar más de una lágrima”. Junto a bomberos, buzos, policías, periodistas y curiosos, colmaron la zona de la tragedia los funcionarios de uno y otro lado de la línea fronteriza que demarcaba el río, entre ellos el intendente de la ciudad de Buenos Aires, José Luis Cantilo; Juan José Graneros, jefe de la División Bomberos de la Policía de la Capital, antecesora de la Federal; el ministro de Gobierno de la provincia de Buenos Aires, Luis Rodríguez Yrigoyen, que había asumido el 1 de mayo nombrado por el gobernador Nereo Crovetto: todos iban a ser barridos por el golpe militar del 6 de septiembre. Por la tarde de ese día trágico se celebró una misa en la catedral de Avellaneda. Una foto rescata el gesto un tanto hierático y dolido del presidente Hipólito Yrigoyen, de su vice, Enrique Martínez y del intendente y hombre fuerte de Avellaneda, Alberto Barceló, que se convertiría en “el patrón” de la ciudad en los años que siguieron al derrocamiento de Yrigoyen, conocidos como “década infame”. El rescate de las víctimas. (Foto: Asociación Amigos del Tranvía) La causa judicial que siguió al accidente quedó en manos del juez federal Miguel Jantus. Era una madeja difícil de ovillar. Jantus detuvo en principio a Manuel Rodríguez, el encargado de disparar las alarmas y elevar el puente. Lo liberó de inmediato: era más bien un testigo de cargo antes que un eventual responsable de la tragedia, que había intentado impedir después de accionar las alarmas del puente. Todo estaba cuestionado: las culpas caían sobre el motorman Vescio, que no había respetado las señales disparadas por Rodríguez; le adjudicaban haber encarado el puente a una velocidad mayor que la permitida y no haber frenado a tiempo. Otras hipótesis hablaron de una falla mecánica en el tranvía e incluso de una falta de mantenimiento en el sistema de señales del puente. Cuando las grúas del Ferrocarril del Sud y del Ministerio de Obras Públicas quitaron el vehículo de las aguas, las pericias determinaron que el acelerador estaba trabado y que los frenos estaban desgastados, dos resultados que sembraron más dudas: ¿intentó Vescio desacelerar, o frenar, y no pudo? Por fin, la Justicia dictaminó que el accidente se debió a una falla mecánica en el comando que accionaba el freno y culpó a la Compañía de Tranvías Eléctricos del Sur por la falta de control de sus unidades, y también adjudicó parte de la responsabilidad en la tragedia a la falta de fiscalización del Estado. No hubo ninguna persona enjuiciada. Al tranvía lo emparcharon, le reemplazaron los motores eléctricos, dejó para siempre de ser el interno 75 y pasó a ser el 275 y volvió a circular hasta ya entrada la década del 40. El puente Bosch languideció con su pasado de tragedia, fue reparado, envejeció, lo masticó el óxido y, antes de que se convirtiera en chatarra, le cancelaron la elevación, lo emprolijaron, lo embellecieron y, en 2001, con la llegada del siglo XXI, lo cerraron al tránsito hasta reacondicionarlo y dejarlo transitable. En 2008 Obras Públicas de la Ciudad lo habilitó al tránsito de autos y al de los mortales de a pie. Cincuenta y cinco días después de la tragedia llegó el golpe militar del 6 de septiembre de 1930, que deshizo por largos años el régimen democrático del país y sembró la semilla de más golpes y dictaduras. El general que ocupó la Casa de Gobierno, José Félix Uriburu, expresó de modo elocuente lo que entendía era la realidad del país: “La democracia, como la definió Aristóteles –dijo– es el gobierno de los más ejercitado por los mejores. La dificultad está, justamente, en hacer que lo ejerciten los mejores. Eso es difícil en un país que, como en el nuestro, hay un sesenta por ciento de analfabetos, de lo que resulta claro y evidente que ese sesenta por ciento de analfabetos es el que gobierna el país porque en elecciones legales ellos son mayoría”. Esa sí que fue otra gran tragedia.

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