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» Primerochaco
Fecha: 09/07/2025 21:34
En el tradicional Tedeum del 9 de julio, celebrado en la catedral de Resistencia, conto con la participación de funcionarios provinciales y municipales, legisladores, el arco gremial, trabajadores y el público en general; en la ocasión Monseñor Dus destaco en su homilía a un Dios, Sociedad y Compromiso En este clima de oración de fraternidad religiosa por nuestra patria, recuerdo estas palabras del PP Francisco en su encíclica Fratelli tutti, sobre la fraternidad universal:Desde nuestra experiencia de fe y desde la sabiduría que ha ido amasándose a lo largo del tiempo, aprendiendo también de nuestras muchas debilidades y caídas, los creyentes de las distintas religiones sabemos que hacer presente a Dios es un bien para nuestras sociedades. Buscar a Dios con corazón sincero, nos ayuda a reconocernos compañeros de camino, verdaderamente hermanos. Creemos que «cuando, en nombre de una ideología, se quiere expulsar a Dios de la sociedad, se acaba por adorar ídolos, (poder, dinero, el éxito a cualquier precio). Enseguida el ser humano se pierde, su dignidad es pisoteada, sus derechos violados» La Iglesia respeta la autonomía de la política, pero siente que no «puede ni debe quedarse al margen» en la construcción de un mundo mejor ni dejar de «despertar las fuerzas espirituales» que fecunden toda la vida en sociedad, en atención al bien común y la preocupación por el desarrollo humano integral. La Iglesia procura «la promoción del hombre y la fraternidad universal». No pretende disputar poderes terrenos, sino ofrecerse como «un hogar entre los hogares —esto es la Iglesia—, hogar abierto […] para testimoniar al mundo actual la fe, la esperanza y el amor al Señor y a aquellos que Él ama con predilección. Una casa de puertas abiertas. La Iglesia que sirve, que sale de casa, que sale de sus templos, que sale de sus sacristías, para acompañar la vida, sostener la esperanza, ser signo de unidad […] para tender puentes, romper muros, sembrar reconciliación» Hoy de modo más explícito, desde el Vaticano II, valoramos y reconocemos la acción de Dios en las demás religiones, «sin rechazar, nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero. Es natural considerar con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que […] no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres». Nos unimos a todos ellos, inspirados en el Evangelio, fuente de dignidad humana y de fraternidad testimoniado por Jesús. De aquí surge que «para el pensamiento cristiano y para la acción de la Iglesia el primado que se da a la relación, al encuentro con el misterio sagrado del otro, a la comunión universal con la humanidad entera, como vocación de todos» En el relato evangélico que compartimos donde Jesús convoca a sus discípulos, la montaña de Galilea, es una imagen para indicar la situación de la comunidad de sus discípulos. Su lugar está en el mundo, entre las naciones, comunidad que acompaña el peregrinar de los pueblos y de toda la humanidad. Desde esa condición queremos compartir el don de la vida y el poder del servicio hacia todos. Tomando la palabra “bautismo” en su etimología, “sumergir”, estrechamos un vínculo de comunión, estimulando al servicio concreto para construir familia entre todos. El hecho de estar o situarnos en medio de las naciones implica fortalecer, no menguar, la propia identidad. Una identidad que se vincula con otras identidades implica el reconocimiento de la interculturalidad, el valor de las distintas tradiciones y el estar dispuesto a compartir desde lo propio abriéndose a las riquezas y dones de los otros. Ser enviados implica vivir la fe de esta manera activa y comprometida; es un proceso lleno de esperanza para afrontar con alegría la realidad. El Espíritu de Dios nos revela constantemente cosas nuevas, y nos permite reconocer lo que denominamos «los signos de los tiempos». Discernir estos signos para comprender el significado de los cambios que ocurren para afrontar con una perspectiva esperanzadora la realidad. Ante la adversidad, desafiarnos como creyentes y como ciudadanos, a transformar esas situaciones de fragilidad en fortalezas, aprovechándolas como medio de maduración personal y social. Recuerdo lo dicho por tiempo atrás como obispos argentinos: “En el actual cambio de época, emerge una nueva cuestión social. Aunque siempre tuvimos dificultades, hoy han surgido formas inéditas de pobreza y exclusión. Se trata de esclavitudes modernas que desafían de un modo nuevo a la creatividad, la participación y la organización del compromiso cristiano y ciudadano. La persona humana nunca puede ser instrumento de proyectos de carácter económico, social o político. Por ello, ante todo, queremos reafirmar que nuestro criterio de priorización será siempre la persona humana, que ha recibido de Dios mismo una incomparable e inalienable dignidad.” En nuestra realidad presente, vemos con tristeza el aumento del desempleo, la reducción del poder adquisitivo del asalariado, su precariedad, muchas personas en situación de calle revolviendo la basura, la proliferación del narcotráfico y las adicciones a las drogas, los juegos online y las redes sociales, que se suman a un constante mensaje individualista, donde todo es inmediato y sin sacrificios. Esta situación promueve satisfacer lo personal, sin mirar a los demás, ni la propia familia, y mucho menos a los que sufren y están alrededor nuestro. Caemos en esa “cultura del descarte y de la indiferencia” hacia el prójimo, y hacia el más vulnerable, que como dice el profeta Isaías: “es tu propia carne” Es fundamental retomar, reflexionar y defender con nuestras acciones «la dignidad de toda persona humana». Dignidad: un derecho que todos como personas, poseemos sin excepción, ya que forma parte de nuestra esencia y naturaleza. Sin embargo, es igualmente necesario reconocer y protegerla dignidad social, que se refiere a las condiciones en las que vive cada persona. En situaciones de pobreza extrema o indigencia, es evidente que no se cumplen las condiciones mínimas para que una persona viva de acuerdo con su dignidad natural. En nuestra medio, como en gran parte del país, existen muchos hermanos que enfrentan realidades que no son «dignas». La violencia doméstica, especialmente hacia las mujeres, el descarte de los ancianos, la desprotección de los niños y el desprecio por la vida… Son violaciones constantes a la dignidad humana que sentimos y presenciamos. No obstante, también encontramos muchos signos positivos. La solidaridad florece en distintos rincones con quienes menos tienen, entregando un remedio, un abrigo, donando ropa o brindando un plato de comida caliente para ayudar a sobrellevar las necesidades que se han acrecentado. Asimismo, podemos observar signos esperanzadores en la sociedad, en el respeto y la lucha por la justicia, en el orden institucional. Sin embargo, esto claramente no es suficiente. Se necesitan políticas públicas que promuevan un trabajo digno, un ingreso justo, la posibilidad de estudiar, de crecer sanamente, de tener una familia, de creer y soñar el futuro entre todos. Este contexto cambiante de nuestra sociedad, como ciudadanos, nos llama a preguntarnos si hay algo que esté a nuestro alcance y que podamos hacer. Esta situación ambivalente es una clara oportunidad de encuentro como sociedad. Apostemos para que el diálogo triunfe, con respeto, en fraternidad y con tolerancia Apostar por el bien común y la solidaridad es el modo de situar a la persona en el centro de un proceso, que la lleva a plenificarse, sea en lo individual (cuerpo y espíritu), como en su dimensión social. Estamos llamados a “hacer común el bien”. Ese bien que forjamos en nuestro trabajo, tantas veces con sacrificio y responsabilidad; ese bien que es buscar la verdad, el respeto al otro, al que piensa diferente. Hacer común el bien es profesar la fe, luchar por la justicia, es cuidar la casa común… Celebrar nuestra independencia es una valiosa oportunidad para honrar nuestro pasado, para reflexionar el presente y apostar juntos en busca de un futuro digno para todos. «Los textos religiosos clásicos pueden ofrecer un significado para todas las épocas, tienen siempre una fuerza motivadora». En este sentido son iluminadoras las palabras de profeta Miqueas que señalan un vértice de atracción que los pueblos de la tierra y las numerosas naciones sienten, y que proclaman: “Vengan subamos a la Montaña del Señor, a la casa del Dios de Jacob”. Es la expresión de una búsqueda universal. La necesidad de encontrar caminos que unan, senderos de encuentro, sentido de futuro. Es Dios, en el cual creemos Él que puede instruirnos; es Dios el que puede hacernos caminar por sus sendas. Desde la montaña donde asienta su presencia, Dios, hace oír su voz. Es la palabra del juez que discierne la verdad, es la palabra del árbitro que establece la paz hasta en las naciones más lejanas. Que esta oración compartida desde nuestras tradiciones religiosas puedan acelerar los designios de Dios. Designios de paz que se hagan actuales: Donde las espadas se vuelven arados, las lanzas, podaderas… La palabra de Dios aceptada y vivida puede transformar el dinamismo de la guerra y la violencia, para adiestrarnos a la convivencia y el intercambio. Con esa imagen final: cada uno se sentará bajo su parra, y bajo su higuera… Nos inspire el Señor que nos haga desear el bienestar y la armonía en nuestra sociedad, para que no sea una nostalgia inalcanzable, sino una esperanza segura porque está garantizada por la de la Palabra de Dios que es capaz de hacer nueva todas las cosas.
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