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  • Memoria renombrada

    » Diario Cordoba

    Fecha: 09/07/2025 10:06

    En esta época de fingimientos institucionales y liturgias civiles de cartón piedra, la política se ha metamorfoseado en un perpetuo desfile de gestos vacuos, donde el símbolo ha sustituido a la sustancia y el mármol grabado ha usurpado la ejemplaridad viva. Tal es el caso del reciente rebautizo de la estación ferroviaria como Córdoba-Julio Anguita, celebrado por los poderes locales como si de un acto de resarcimiento histórico se tratase, cuando no pasa de ser una operación de marketing sentimental que encaja perfectamente en la banalización de la memoria tan cara a nuestro tiempo. Julio Anguita, a quien incluso sus adversarios ideológicos reconocían con secreta reverencia, fue un hombre de una coherencia tan feroz que resultaría hoy incómoda incluso para quienes pretenden rendirle homenaje. Su austeridad, su rigor moral, su desprecio por la política espectáculo, lo hacían refractario a cualquier culto a la personalidad. No cuesta imaginar que este hombre, cuya rectitud tenía algo de profética, habría rechazado, con su gesto adusto y su verbo espartano, que su nombre presidiera la entrada a un templo de prisas, desconexión y consumo. Nombrar no es recordar. Y recordar no siempre es comprender. A veces, bajo el oropel del tributo, se esconde la más sutil de las traiciones: la de neutralizar la potencia moral de un legado transformándolo en icono inofensivo. No se honra a Anguita encajonándolo en una placa; se le honra viviendo conforme a sus principios. Pero eso, claro, exige valentía. Y la valentía no se rotula, se encarna. «Quien controla el pasado, controla el futuro», escribió Orwell. Renombrar puede ser una forma de rescatar, pero también de reescribir. No hay mayor mentira que la que se esculpe en bronce para no incomodar a nadie. Cuando el consenso se convierte en coartada para la impostura, la memoria degenera en protocolo, y el nombre sagrado se convierte en decorado municipal. Se vacía al personaje de su densidad moral, para convertirlo en fetiche neutro; se reduce su incómoda verdad a un gesto burocrático que ni incomoda ni transforma. Córdoba no necesita más estaciones con nombres ilustres, sino estaciones del alma donde detenernos a pensar si aún somos dignos de quienes fuimos. Tal vez algún viajero, al alzar la vista hacia el letrero reluciente, no vea solo letras, sino una exigencia moral que le interpele. Aunque solo sea uno, bastará para que el nombre recobre su verdad. Pero si no hay nadie que escuche, si todo es ceremonia sin conciencia, que se nos borren también los nombres. Porque lo verdaderamente inolvidable no se nombra: se encarna, se vive, se arde. *Mediador y escritor

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