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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 08/07/2025 04:35
El 30 de junio de 1934 el Graf Zeppelin LZ 127, el último modelo de la serie de dirigibles de la compañía creada por Zeppelin, pasó por Buenos Aires. En la imagen, la aeronave sobre el Palacio Barolo y el Congreso de la Nación La vida del conde Ferdinand Von Zeppelin encierra una verdadera paradoja: destinado y formado como oficial del arma de Caballería, una de las disciplinas militares más terrenas, su pasión por el vuelo lo convirtió en uno de los más famosos conquistadores del cielo. Los dirigibles que llevaron su nombre, los zeppelines, marcaron un hito y realizaron hazañas aéreas que hicieron época, como el primer vuelo transatlántico y la primera circunnavegación trasladando pasajeros. En la Argentina, el breve paso de uno de ellos por Buenos Aires en junio de 1934 fue uno de los grandes sucesos del año, seguido por decenas de miles de porteños que madrugaron para verlo y cuyo desarrollo fue ampliamente reflejado por los diarios y transmitido por radio en directo. También tuvo un trágico final poco después, cuando uno de estos dirigibles gigantes, el LZ 129 Hindenburg, protagonizó la primera gran catástrofe de la historia de la aeronavegación al explotar en el aire e incendiarse, con un saldo de 36 muertos. Nacido en Constanza el 8 de julio de 1838, en el seno de una familia noble, Ferdinand Adolf August Heinrich Graf Von Zeppelin supo desde muy chico que estaba destinado a la carrera militar, una de las ocupaciones posibles para un primogénito que iba a heredar el título de conde. Al cumplir 20 años ya se desempeñaba en misiones como oficial de caballería en el ejército de Wurtemberg, un estado alemán situado en Suabia. En 1863, cuando apenas tenía 25, lo enviaron a Estados Unidos como observador en la Guerra de Secesión, donde al visitar el frente de combate quedó fascinado por los vuelos de los globos de observación que utilizaban las tropas de la Unión. No quiso perderse la experiencia y solicitó una autorización —que firmó el propio presidente Abraham Lincoln— para subirse a uno de ellos, con el que se elevó a más de doscientos metros. Cuando estaba como observador militar en Estados Unidos, a sus 25 años, Ferdinand Von Zeppelin se subió por primera vez a un globo y quedó fascinado con el arte de volar. Desde ese momento se propuso diseñar una nueva aeronave para surcar el cielo El sueño del dirigible Quedó fascinado por la experiencia —que repitió en varias ocasiones— y comenzó a acunar un proyecto, el de construir una aeronave maniobrable, constituida por un chasis rígido y aerodinámico, compuesto por anillos y travesaños longitudinales llenos de gas, según dejó registrado en varias anotaciones que hizo en su diario en 1874. Era algo que no podía diseñar solo, porque no tenía la formación en matemáticas para realizar los cálculos de estructura y levitación necesarios para que el dirigible pudiera volar. En eso lo ayudó el cónsul colombiano en Hamburgo, Carlos Albán, que no solo tenía los conocimientos que hacían falta sino que además era un ingenioso inventor, que ya había patentado dos objetos, el reloj universal y el telescopio tricaóptico. Necesitaba también financiación y para lograrla en 1887 le envío una propuesta al rey de Wurtemberg: construir un dirigible con fines militares. Pese a que Von Zeppelin ya era un prestigioso general, el monarca no se mostró interesado en el proyecto. Desilusionado, poco después se retiró del ejército y se volcó de nuevo a perfeccionar el diseño del dirigible. Para tener una idea de lo adelantado que estaba a su época, basta decir que cuando terminó los planos faltaban más de dos décadas para que los hermanos Wright construyeran el primer aeroplano y lo hicieran volar. Terminó su primer dirigible en 1900. Era de estructura rígida que sirvió de prototipo para muchos modelos posteriores. El primer Zeppelín —el LZ 1— estaba formado por una hilera de 17 cámaras de gas recubiertas de tela encauchada, y el conjunto iba encerrado en una estructura cilíndrica cubierta por una tela de algodón de superficie uniforme. Tenía 128 metros de largo, 12 de diámetro y admitía un volumen de hidrógeno de 11,3 millones de litros. Se controlaba con timones a proa y popa y tenía dos motores de combustión interna Daimler, cada uno con dos propulsores. Los pasajeros, la tripulación y el motor iban en dos góndolas de aluminio suspendidas delante y detrás. En la primera prueba, el 2 de julio de 1900, el dirigible transportó a cinco tripulantes, alcanzó una altura de 396 metros y recorrió una distancia de 6 kilómetros en 17 minutos. En 1906 realizó un viaje de 24 horas por el espacio aéreo suizo, con el cual empezó a despertar el entusiasmo tanto del público como del Gobierno alemán. Apenas tres años después, el antiguo general de caballería apasionado por el vuelo ya tenía su propia compañía de dirigibles para transporte aéreo de pasajeros, que llegaría a contar con una flota de más de cien aparatos. Tuvo además su revancha de aquel rechazo del rey a su propuesta de construir un dirigible de uso militar, porque el Ejército alemán comenzó a utilizarlos durante la Primera Guerra Mundial, tanto para hacer tareas de reconocimiento como para misiones de bombardeo. Sin embargo, su lentitud, su tamaño y su fragilidad los hacía muy vulnerables a la artillería antiaérea, por lo que dejaron de emplearse para los bombardeos después del fracaso de un ataque sobre Londres en 1917. El conde Ferdinand Von Zeppelin murió el 8 de marzo de ese mismo año, con el sabor amargo de esa derrota. No vio, por tanto, ni el cierre provisional del proyecto Zeppelin por causa del Tratado de Versalles ni su resurgimiento a cargo de su sucesor en la compañía, Hugo Eckener. Una multitud siguió de cerca la vuelta al mundo del Graf Zeppelin en 1929 El Atlántico y el mundo No pudo ver tampoco como el R 34, un dirigible basado en su diseño, hizo el primer viaje de ida y vuelta sobre el Atlántico en 1919, comandado por el inglés George Scott. Partió de Norfolk, en el Reino Unido el 2 de julio de ese año y llegó a Long Island, en Estados Unidos, el día 6, después de un vuelo de 108 horas. A bordo iba una tripulación de 8 oficiales y 22 pasajeros, pero antes del aterrizaje, uno de ellos, un mayor de apellido Pritchard, se arrojó en paracaídas para dirigirlo desde tierra. El viaje de vuelta se realizó del 10 al 13 de julio, en apenas 75 horas. En los años siguientes, los vuelos transatlánticos de los zeppelines se convirtieron en algo habitual, pero hubo que esperar hasta 1929 para que uno de los dirigibles cumpliera la hazaña de dar la vuelta al mundo. Su viaje fue seguido con pasión en todo el planeta, aunque con una cobertura de prensa muy restringida, porque el magnate de medios estadounidense William Randolph Hearst desembolsó 200.000 dólares —una cifra sideral para la época— para financiar la aventura a cambio de subir a dos de sus periodistas al dirigible y tener la exclusiva del viaje. El Graf Zeppelin LZ 127 era el último modelo de la serie de dirigibles de la compañía creada por Zeppelin, que por entonces hacía viajes de pasajeros por 39 rutas áreas. Era un verdadero coloso del aire que medía 236 metros de largo por 30 de diámetro y tenía un volumen de 105.000 metros cúbicos. Para moverse, contaba con cinco motores Maybach VL-2 de 12 cilindros y 550 caballos de vapor, que le permitían una velocidad máxima de 128 kilómetros por hora. Su principal fuente de alimentación estaba formada por 300.000 metros cúbicos de gas Blau repartidos en doce celdas, lo que le proporcionaba hasta cien horas de autonomía. Pero podía volar más con una reserva de combustible líquido, para el cual también estaban adaptados los motores. Su interior era el de un hotel de lujo, con capacidad para alojar a 24 pasajeros a cuerpo de rey. Contaba con una cocina eléctrica, un suntuoso salón comedor, diez habitaciones cuyos sofás se transformaban por la noche en dobles literas y, casi al fondo del pasillo, un baño para hombres y otro para mujeres. Cuarenta tripulantes —entre ellos, Otto Manz, un chef de primer nivel— atendían las necesidades de sus huéspedes y de la propia aeronave. Su único inconveniente era que no tenía calefacción, por lo cual los pasajeros tenían que permanecer siempre abrigados. La nave estaba al mando del experimentado capitán Hugo Eckener —el heredero de Von Zeppelin en la dirección de la compañía—, que tenía a sus órdenes un equipo de mecánicos, ingenieros, operadores de radio y personal al servicio de los pasajeros. El gigante del aire despegó de Lakehurst, una pequeña población del estado de Nueva Jersey, el 7 de agosto de 1929 y demoró 21 días, 5 horas y 31 minutos —con escalas en Friedrichshafen, en Alemania, Tokio y Los Ángeles— para aterrizar en el mismo lugar después de circunnavegar el globo, un récord que superaba los tiempos de cualquier medio de transporte naval. Con esa vuelta al mundo, los zeppelines terminaron de convertirse en reyes de los cielos. Poco después Eckener protagonizaría otra hazaña, la de volar sobre el Ártico en 1931. El Graf Zeppelin era un coloso por fuera y un lujoso hotel por dentro. Tenía capacidad para alojar a 24 pasajeros, un suntuoso salón comedor, diez habitaciones, baños para hombres y mujeres y contaba con un chef de primer nivel. En la imagen, el salón comedor Buenos Aires y el final Los argentinos o —para ser más precisos— los porteños tuvieron una sola oportunidad de ver un Zeppelin en el aire. Ocurrió el 30 de junio de 1934 y la noticia fue anticipada por todos los diarios de la época. “La presencia del Graf Zeppelin en nuestro cielo tendrá también el significado de una incitación a colaborar en la tarea afanosa de afianzar la conquista del espacio, en que participan los gobiernos y las instituciones científicas de casi todos los países”, decía una nota de La Nación. Sin embargo, no todos celebraban el viaje: hacía un año que Adolf Hitler se había hecho del poder en Alemania y había quienes consideraban la presencia del dirigible en Buenos Aires como un acto de propaganda nazi. Fue un paso muy breve, con una corta escala en Campo de Mayo, donde se acondicionó especialmente un terreno para que pudiera tocar tierra. Doscientos soldados conscriptos del Cuerpo de Aviación del Ejército a las órdenes del capitán César Villafañe hicieron los días previos una serie de “ejercicios prácticos de amarre” para mantener al Zeppelin en el suelo. El dirigible llegó al cielo porteño al amanecer y fue escoltado a prudente distancia por aviones militares. Desde uno de esos aparatos, el fotógrafo de La Nación Juan Di Sandro tomaba algunas de las vistas del dirigible desde el aire, mientras en tierra miles de porteños seguían su paso desde terrazas, balcones y plazas. A las 8.47, con la ayuda de las prolijas maniobras de amarre que se habían practicado, la barquilla de la aeronave rozó apenas el territorio nacional. Hugo Eckener, comandante del dirigible y director de la empresa, bajó unos momentos para saludar a las autoridades que se habían reunido para recibirlo. Estuvo solo una hora en suelo argentino, apenas el tiempo necesario para cargar agua que había llevado un autobomba de los bomberos, recibir el correo y subir a algunos pasajeros. Volvió a despegar a las 9.47, sobrevoló unos minutos la ciudad y después siguió su ruta con destino a Montevideo. Se esperaba que ese viaje fuera el primero de una nueva ruta que tuviera escala permanente en la Argentina, un proyecto que fue abortado poco después por una tragedia. El 6 de mayo de 1937, el más moderno de los dirigibles fabricado por Zeppelin, el LZ 129 Hindenburg, se incendió con 97 personas a bordo, de las cuales murieron 36. Las terribles imágenes del desastre recorrieron el mundo, provocaron una ola de rechazo a los gigantes del aire y ya nadie quiso subirse a uno de ellos. Por una extraña paradoja, el lugar de la catástrofe fue el mismo donde había comenzado y concluido la hazaña de la circunnavegación: la Estación Aeronaval de Lakehurst, en Nueva Jersey, Estados Unidos. El desastre del Hinderburg, como pasó a la historia, escribió la partida de defunción de los dirigibles de pasajeros, aunque algunos de ellos fueron utilizados con fines militares a principios de la Segunda Guerra Mundial. El último de los zeppelines fue desguazado en 1940 para utilizar sus piezas como material bélico.
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