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» Diario Cordoba
Fecha: 02/07/2025 07:55
En la liturgia laica de nuestro tiempo, tan celosa en el blindaje de derechos como cicatera en el cultivo de vínculos, la muerte ha devenido un trámite logístico, un fenómeno técnico, una estadística sanitaria o, en el mejor de los casos, un acontecimiento higiénico que debe suceder lejos de la vista, para no turbar la digestión del optimismo obligatorio. Pero no es la muerte, en sí misma, el mayor drama de la condición humana -pues ella forma parte del contrato esencial de la existencia, como la noche sucede al día-, sino la forma pavorosa en que muchos mueren hoy: solos, olvidados, despojados del consuelo de una mano, del peso de una mirada que les declare aún pertenecientes a la estirpe de los amados. Como escribió Georges Bernanos, «el escándalo del mundo moderno no es que los hombres mueran solos, sino que vivan como si estuvieran solos.» Esa sentencia traza la radiografía espiritual de nuestra época, en la que la muerte ha dejado de ser el desenlace de una vida compartida para convertirse en una caída anónima en el vacío. En otro tiempo, la muerte era un acto público y familiar, una estación final en la que los vivos rodeaban al moribundo como a un umbral que también a ellos les pertenecía; era -en su misterio y su espanto- una experiencia comunitaria, marcada por el silencio orante o el sollozo compartido. Hoy, la soledad terminal es el signo patético de una sociedad que se ha desentendido de los vínculos fuertes, porque estos exigen tiempo, sacrificio y ternura: tres bienes que el progreso ha arrojado a la cuneta, en nombre de la eficiencia y el disfrute instantáneo. Los hospitales se han llenado de cuerpos deshabitados por el alma, cuerpos que agonizan ante pantallas que nunca devuelven una caricia. Los geriátricos -eufemismo moderno para ocultar que hemos convertido en trasteros lo que antes eran patriarcales hogares- acumulan ancianos cuyos hijos delegan en el sistema aquello que antaño era honra y deber. Y los cementerios se llenan de lápidas sin flores, de nombres que no evocan ya ningún relato en la memoria de los vivos. Morimos solos porque hemos vivido sin raíces, sin comunidad, sin Dios. La secularización ha vaciado de sentido el tránsito final, y con ello ha vaciado también la vida de una promesa de eternidad. Pero no es necesario ser creyente para comprender que el ser humano muere como ha vivido: si se ha acostumbrado a amar desde lejos, a huir de los compromisos, a encerrar el afecto bajo la jaula de sus agendas, llegará el momento en que el último aliento le sea devuelto sin testigos, como una súplica sin eco. Morir acompañado es el fruto de haber sembrado amor; morir en soledad, el saldo de una vida disecada en la cápsula del ego. Hay una urgencia moral -más que sanitaria- en devolver a la muerte su dignidad relacional, en rescatar a los moribundos del abandono espiritual al que los condena nuestra indiferencia disfrazada de eficiencia. Porque en el modo en que tratamos a nuestros moribundos se revela el grado último de civilización o barbarie de una época. Y si algo sobrevive después de la muerte -como intuyen los que aún no han asesinado del todo al alma-, sin duda no será la fama, ni la cuenta bancaria, ni el eco digital de nuestras ocurrencias, sino el amor que hayamos ofrecido, la ternura que hayamos derramado, el consuelo que hayamos sabido brindar a quienes, en su última hora, solo pedían una cosa: no morir como perros sin dueño, sino como almas que han sido queridas.
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