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  • Del like al vacío: redes sociales y los malestares de la época

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 30/06/2025 12:46

    Las redes sociales no solo están presentes en nuestras vidas: la atraviesan, la recortan, la condicionan. Son mucho más que plataformas. Son escenario, trama, espejo. Espacio donde el sujeto se exhibe y, muchas veces, se extravía. El sujeto contemporáneo parece regido por el imperativo de ser visto, “likeado”, con una imagen cuidadosamente armada, editada, elegida para agradar, ilusión especular. Hoy ese reflejo no es el de un espejo de agua ni de cristal, sino el de una pantalla. El sujeto deviene perfil, vitrina, avatar. Y en ese desplazamiento, algo del deseo se pierde, colonizado por la necesidad de ser validado, aprobado, seguido. Vivimos tiempos donde estar online se confunde con estar presente. Conectados todo el tiempo, sí, pero ¿presentes para qué? ¿Para quién? se genera una paradoja: nunca hemos estado tan conectados y tan solos. La presencia digital reemplaza a la presencia real, y con ella se diluye el cuerpo, el tono, el silencio, la experiencia del encuentro con el otro como alteridad. Se reemplaza al vínculo por el contacto, a la conversación por el comentario. No hay espacio para el desacuerdo sostenido, para el silencio compartido, para la diferencia elaborada. La ansiedad por ser visto y reconocido no es menor. Nos convertimos en contadores de likes, en vigilantes de nuestras propias estadísticas. Lo que antes era palabra hoy es número. Lo que antes era experiencia hoy es contenido. Y si no alcanza cierta visibilidad, parece estar en riesgo la existencia. Programado para satisfacernos el algoritmo nos muestra lo que nos gusta, nos interesa, dificultando el acceso a la diferencia y cuando ésta se nos presenta se vuelve intolerable, se lo percibe como amenazante, se cuela la violencia, un odio sin rostro, una crueldad sin pausa. El otro, cuando no refuerza mi imagen o no piensa igual, se vuelve enemigo. También el tiempo se ve afectado. Se acorta, se acelera. Las historias duran veinticuatro horas. Los vínculos, a veces menos. La espera se vuelve insoportable, urge lo inmediato: el mensaje, la respuesta, la reacción. Pero el sujeto necesita del intervalo, del silencio, de la demora, del tiempo de la pregunta, del no todo. Es allí donde el deseo encuentra su lugar. Y el cuerpo… ¿qué lugar tiene el cuerpo en nuestro tiempo? Se lo muestra, pero no como cuerpo vivido, sentido, gozado. Sino como superficie estética, imagen retocada. Un cuerpo sin espesor, sin límite, sin historia. Un cuerpo para mirar, objeto de consumo, imagen para el otro, no para habitar. Y si no se ajusta al ideal, queda fuera. Porque las redes, también, crean y refuerzan estigmas de perfección: si no sos eso, no sos. Frente a la angustia, al vacío, al sinsentido, la respuesta rápida parece ser el consumo. Comprar, comer, producir, mostrar. O, simplemente, deslizar una pantalla por horas, anestesiando el pensamiento. Todo para no sentir. Para no confrontarse con ese punto de falta que nos constituye y nos humaniza. Y en medio de todo esto, niñas, niños, adolescentes circulan solos. Sin mirada adulta que los nombre, los escuche, los oriente. Para ellos, lo que llamamos “virtual” es real. Es allí donde se juegan amistades, amores, rechazos, sufrimientos. Es allí donde se construyen y, a veces, se desmoronan. No se trata de demonizar las redes. Ni de idealizarlas. Se trata de pensar qué lugar les damos. Qué lugar nos damos en ellas. Porque las redes son reflejo, pero también síntoma. Dicen algo de nosotros. De cómo amamos, de cómo deseamos, de cómo nos defendemos del dolor. Tal vez el desafío no sea salir de ellas, sino poder habitarlas de otro modo. No sólo con imágenes, sino con palabras. No sólo con exposición, sino con escucha. Y, sobre todo, con una presencia que no sea solo visible, sino verdaderamente disponible. Una voz que diga: “Estoy acá. Te escucho. No estás solo”.

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