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  • Se conocieron en una app de casados sin buscar nada serio: el amor clandestino que desarmó certezas y transformó una vida

    » Misionesparatodos

    Fecha: 29/06/2025 09:41

    Julia quería sólo sentir algo que la sacara de su vida gris. Mario buscaba emoción fuera de su estructura perfecta. Pero lo que vino se les escapó de las manos. Por un año y medio se cruzaron en calles vacías y autos mal estacionados. Hasta que la culpa de él y la fuerza de ella los puso frente a una decisión que marcaría el fin… ¿O el comienzo? Julia sentía que su vida se desdibujaba. Tenía 45 años, era periodista, madre de dos hijos -de 6 y 15-, y casada con un profesor de educación física. Todo en apariencia funcionaba: familia, trabajo, rutina. Pero en el ecosistema de su día a día, hacía tiempo que había un silencio tan denso que la aplastaba. “Con mi marido nos conocíamos de memoria, ¿qué pasión puede haber en eso?”, dispara enfática la pregunta retórica. No buscaba culpas, y no hubo escándalos ni traiciones notorias. Sólo un desgaste paulatino, silencioso, un corte constante de miradas, de gestos, de comunicación. Su marido ya no estaba. “O tal vez ya estaba todo”, dice Julia con complicidad, haciendo referencia a lo poco erótico de lo ya conocido, del lugar seguro. Ella lo apoyaba, llevaba adelante una vida de ocupaciones que la vaciaban; hasta su noble labor como periodista dejó de inspirarla. Cada vez que aparecía un desafío, su propia voz lo ahogaba. Julia se había impuesto una fecha. No la había anotado, pero la repetía en terapia y en su cabeza: “Si para junio esto no cambia, me separo”. No era una amenaza ni un impulso: era una promesa que la ayudaba a sostener el día a día. Su matrimonio estaba agotado. Ya no se sentía mirada, ni cuidada, ni contenida. No era su primera separación, y quizás por eso le costaba tanto concretarla. Sabía lo que implicaba: el movimiento desestabilizante para los hijos, el reparto de las horas, las preguntas. “Pero más me dolía la vida que estaba teniendo”, se defiende. Su esposo trabajaba, estudiaba, se esforzaba. “Pero no me veía”, dice en tres palabras todo lo que encierra la realidad de no sentirse amado. Ella lo apoyaba en todo, pero sentía que no había reciprocidad. Vivían juntos, pero distantes. “Estaba en pareja, pero vacía”, define con una precisión que duele. Entonces, un día, después de un silencio con forma de rutina, descargó una aplicación de citas para personas casadas, buscando confirmar lo que ya sabía: “mi matrimonio tenía los días contados”, reconoce valiente. “No estaba buscando amor”, se justifica rápido como si estuviera frente a un juez, y agrega con más contundencia: “Ni siquiera sexo”. Sólo quería salir del gris que la estaba devorando. Julia sentía que vivía una vida vacía y había puesto una fecha de separación si la relación con su marido no cambiaba (Imagen Ilustrativa Infobae) Así, un domingo normal, después de compartir un asado con toda la familia de su marido, llegó a casa y abrió la app. “La conocía por mi trabajo como periodista, incluso había recibido gacetillas para cubrir campañas provocadoras”, explica. Pero esta vez no la abrió como profesional: la usó como mujer. Quería reafirmar que su malestar era real, pero no tan grave como para perderlo todo. Quería ver qué había del otro lado. Y si lo que encontraba era peor, volvería a su lugar con resignación y sin culpa. “Pero ahí estaba él: Mario”, dice en un largo suspiro, pronunciando su nombre como quien habla de un dios inalcanzable, con una mezcla de pasión y nostalgia que intrigan. El calor del encuentro Habían pasado apenas tres días cuando recibió su mensaje. Julia no escribió nada fingido. Mario tampoco. Él tenía 41 y era un hombre muy marcado por haber crecido sin papá –lo conoció recién a los 12– y con una mamá algo inmadura. A Mario lo criaron sus abuelos. Entonces el cuadro familiar era algo importante para él. Vivía esa soledad común al que muestra tenerlo todo pero que, en cambio, carece de felicidad: una agenda perfectamente sincronizada como gerente general, dos hijos chicos de 4 y 7, una casa ordenada y una estructura tan sólida por fuera como agrietada en su alma. “Con lo que me decís, mi corazón late otra vez, como el de un adolescente”, escribió Mario. No decía nada especial. No prometía aventuras sino un rescate de emergencia. Y tenía algo diferente: su forma de escribir, la escucha, la paciencia. No inventaron personajes. No jugaron a seducirse. Sólo chatearon. Julia sintió que ya había sido suficiente. Le agradeció y cerró la conversación. Pero Mario insistió. No se rindió. Entonces ella le pidió una prueba: su nombre real. “No por paranoia, sino por respeto”, dice con cierta necesidad de marcar sus valores. Si iban a seguir hablando, al menos quería saber con quién. Él dudó, pero lo dijo. Y eso cambió algo. Ella se abrió también. Se expusieron. Para Julia, esas palabras fueron un golpe. Lo que más la impactó fue su sinceridad. “De repente un hombre me volvía a encender, simplemente con sus palabras y creo, o estoy segura, de que lo que más me calentaba era que Mario no era un pirata: él amaba la vida que tenía pero sinceramente encontró en mí una tentación incontenible. ¿Imaginate volver a ser el objeto de deseo para un tipo que ya tenía la vida perfecta? Eso me partió la cabeza”, expresa aún con ganas de seguir describiendo aquella sensación de estar tocando el cielo con las manos. No esperaba encontrarse con alguien que insistiera tanto… y que la viera como hacía años nadie la veía. Sí: ella se desarmó. La primera cita fue breve e intensa, en el auto de él (Imagen Ilustrativa Infobae) Y en ese terreno de sinceridad extraña, se propusieron verse. La transparencia los llevó al primer encuentro presencial. “No estábamos de trampa. Lo nuestro era auténtico”, afirma negando cualquier gesto parecido a la infidelidad que se le pueda endilgar. La primera cita fue breve, pero intensa. En el auto de él, estacionado cerca de una plaza poco transitada. No era una salida clásica ni un juego de seducción. Fue una conversación íntima, directa. —Yo quiero sorpresa —dijo él—. Y complicidad. —Yo quiero cortejo —le respondió ella—. Sentirme mirada. Hubo besos tímidos. Nada planeado. Apenas un roce que terminó siendo mucho más: fue un puente. Un conector real. No fue erótico, fue emocional. De esos besos que dejan una huella, que no cierran nada pero abren todo. Y quisieron repetirlo. Una trampa sísmica Durante un año y medio fueron clandestinos vivos. Las citas se entrelazaron con la rutina: tras dejar a los chicos, temprano en las calles desiertas, en autos mal estacionados, en habitaciones prestadas. Media hora bastaba para recuperar algo que ya no encontraban en sus hogares. No había exigencias, ni falsas promesas. Sólo pequeños gestos: un chocolate comprado en un kiosco, una palabra delicada, una presencia callada que importaba más que una declaración. Media hora bastaba para tener lo que no conseguían en sus hogares (Imagen Ilustrativa Infobae) “Siempre va a haber un hombre pensando en vos”, decía Mario. No era consuelo ni caricia para Julia; era una señal de la jaula emocional en la que él vivía. Y ella lo sabía: preferible el salto al decreto silencioso de quien no se arriesga. Mario también fue un motor de transformación cotidiana: la asesoró con su trabajo, le propuso independencia; la vio en su potencial aún cuando ella lo minimizaba. Él, profesional –contador con doctorado en economía– la llenaba de esa mirada que hasta su marido le rehuía. Julia se sorprendía sintiéndose viva. Otra vez mirada. Otra vez deseada. Otra vez inspirada. Y eso, que parecía tan simple, lo era todo. Mario tenía una vida ordenada. Una familia sólida. Una esposa que todos admiraban. Un cargo alto. Una casa blanca con jardín. Pero por dentro, se sentía partido. Siempre había sido el que sostenía. El que no se permitía flaquear. Con Julia, se ablandaba. —Esto no me pasó nunca. Nunca así —le dijo una tarde. Incluso cuando viajaba por trabajo, la llamaba. Desde un aeropuerto, desde el lobby de un hotel, desde el baño de un restaurante. No podía desconectarse. Julia tampoco. Pero todo tenía un precio. El impasse de la culpa Un día lo premiaron públicamente. Un galardón importante. Subió al escenario. Fotos, discursos, su mujer al lado. Y al bajar, algo se rompió. Esa noche, le escribió: —No se puede estar en la misa y en la procesión al mismo tiempo. Eligió la misa. Se alejaron. Fue un impasse sin escándalo. Julia lloró frente a sus hijos, en silencio. Sintió rabia, tristeza, desilusión. Y sin embargo, entendía. Porque Mario era eso: el hombre que quiere, pero no puede. El que mide. El que calcula. El que no se permite saltar. Volvieron a verse. Una vez. Dos. La química era igual. Mejor, incluso. Pero más insoportable. Cada encuentro era un pico. Y una caída. Intentaron verse sin tocarse. Fracasaron. La psicóloga de Julia fue clara: neurótico obsesivo. De los que prefieren el dolor conocido antes que el placer incierto. De los que aman con freno de mano. Hubo otro impasse. Y luego otro. Él desapareció algunas semanas creyendo que podía meter una situación disruptiva en su vida sin romper nada. Quién sabe si era culpa, o miedo a hacer saltar su mundo construido. Se despidieron sin escenas. Julia lloró frente a sus ojos y él solo la miró, con ternura, sin decir nada. Nada alcanzaba. En ese silencio se borró un poco más de ella misma. Julia todavía recuerda las frases de Mario: “Sos mi mitad”, “no entiendo cómo nadie te descubrió antes”. Pero cuando el dicho no se traduce en presencia, se vuelve palabra hueca. Y ella lo sabía. Él le explicó que lloraba del otro lado; que no tenía fuerzas para un último beso personal. Y que tuviera en claro que habría siempre un hombre pensándola. Ella no lo vio como halago: le dio pena. Casi compasión. De él y de sus propias ganas de volver. Julia lloró frente a él en una amarga despedida y él la miró con ternura (Imagen Ilustrativa Infobae) A pesar de todo, Julia insistió algunas veces más. Se cobijaba en esa esperanza. Intentaba un mensaje, algo. Pero adentro la voz fue haciéndose más fuerte: “¿Y tu amor propio?”. Fue precisando la frontera: lo que podía dar y lo que ya no. Fue entendiendo que su salto ya no era saltar hacia otro —aunque apareció uno—, sino saltar hacia sí misma. Él intentó retomar la comunicación. Le propuso saludarse en fechas y cumpleaños “como si nada hubiera pasado”. Ella lo hizo. Con ironía. Él contestó a distancia. Con distancia. Y ahí recién ella fue entendiendo: no hay reencuentro verdadero si no hay voluntad real de estar. Después del último encuentro El 25 de octubre de 2024 fue el último encuentro, y se sintió como un final sin ritmo de despedida: sin más un “te quise, chau”. Y eso fue todo. Hoy, Julia está viva. Se transformó. Se fortaleció y también se liberó. Su pareja —su marido formal— cambió. No fue un milagro del amor: fue el sacudón de casi perderla lo que le hizo entender y reaccionar. Él empezó a mirarla. A estar. A escuchar. Julia encontró retos nuevos en su trabajo y ancló su voz profesional en su propio poder creativo. Ya no pidió una prueba de fuego: se dio cuenta de que ella misma era su propia luz. Lo recordó cuando Mario la miró de verdad, sin buscar salvarla. Lo que le dejó fue una clave: que merecía ser vista, amada, reconocida. Mario no volvió. Pero tampoco desapareció del todo: Julia lo lleva adentro. Él eligió misas y procesiones. Ella aprendió que el amor no es lo que se concreta, sino lo que te transforma. Por Cynthia Serebrinsky-Infobae

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