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  • El drama de la familia Maza y los efectos de un complot para derrocar a Rosas: un padre apuñalado, un hijo fusilado y un suicidio

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 28/06/2025 04:32

    La noche trágica. Oleo de Benjamín Franklin Rawson que recrea el asesinato de Manuel Vicente Maza. Original en el Complejo Museográfico de Luján Los conspiradores se identificaban, cándidamente, por un disimulado tajo en el ala izquierda del sombrero, y a altas horas de la noche se reunían en una casa, a la que no golpeaban la puerta, sino que ingresaban directamente. Empezaron siendo un grupo que se contaba con los dedos de una mano pero que pronto se amplió, entre los que se contó el joven Ramón Maza. De 29 años era un joven que prometía hacer carrera. En 1829 había peleado contra Juan Lavalle, estuvo mucho tiempo en la frontera en la lucha contra el indígena e integró la escolta de Juan Manuel de Rosas en la campaña al desierto. Ese año había ascendido a teniente coronel. Se le habrá helado la sangre cuando en una reunión en la casa de Rosas -a la que iba desde pequeño- el gobernador al verlo le dijo: “Yo te suponía ya al frente del número 3; pero veo que estas señoras te demoran en la ciudad más tiempo del necesario”. Hacía cuatro años que Juan Manuel de Rosas había asumido por segunda vez la gobernación, esta vez con el ejercicio de las facultades extraordinarias Cuando Maza se retiró, Manuelita, la hija de Rosas, en un intento de suavizar las cosas, le comentó que Ramón estaba por casarse con Rosita Fuentes, hermana de la nuera de Rosas, y éste respondió: “Es un matrimonio hecho a vapor; tanto peor para él”. La pareja se casó el 3 de junio en San Nicolás de los Arroyos. Es que Rosas ya sabía que era uno de los conspiradores que pretendían eliminarlo, y cuentan que trató de quitarlo de la escena. Como regalo de bodas, le ofreció un viaje al extranjero, que la pareja rechazó, y luego comisionó a Maza a una misión en la provincia de Buenos Aires, que el joven demoró en cumplir. Ramón era hijo de un viejo amigo de Rosas, Manuel Vicente Maza. Había nacido en Buenos Aires el 5 de abril de 1779 y era un abogado recibido en la Universidad de San Felipe, de Chile. Fue preso de los españoles cuando adhirió al movimiento independentista y desde 1815 integró diversos puestos públicos de relevancia. Ramón Maza, el joven militar, que se involucró en la conspiración (Iconografìa de Rosas y la Federación, de Fermín Chávez) Cuando Rosas terminó su primer mandato, Maza fue el ministro de relaciones exteriores de su sucesor Juan Ramón Balcarce. Cuando Rosas no asumía nuevamente como gobernador porque exigía hacerlo con facultades extraordinarias, la legislatura lo nombró gobernador interino, luego de que varios rechazasen ocupar tal cargo. Cuando estalló la guerra entre Salta y Tucumán, comisionó a Facundo Quiroga a solucionar el entuerto. A mitad de camino, Quiroga se enteró que el gobernador de Salta había sido muerto y regresó a Buenos Aires, pero en Barranca Yaco fue asesinado. Por tal motivo renunció y finalmente lo sucedió Rosas. Fue el juez en el juicio a los hermanos Reinafé, a los que se sindicó como los autores intelectuales del asesinato del caudillo riojano; era, además, miembro de la legislatura. Ocurría que los implicados a veces comentaban las alternativas de los planes en voz alta delante de extraños y de la servidumbre. Era casi un secreto a voces que los Gómez, Zavaleta, San Martín, Peña, Lozano y tantos otros estaban comprometidos, en connivencia con los emigrados de Montevideo. Manuelita Rosas, amiga de Ramón, intentó interceder ante su padre Pretendían hacer estallar un golpe militar en la ciudad contra Rosas, que encabezaría Ramón Maza, en coordinación con un levantamiento en el interior bonaerense, al que se sumaría el apoyo del general Juan Lavalle, quien los alentaba a seguir adelante, que él los ayudaría. Era un grupo heterogéneo con distintos intereses pero que los unía el mismo propósito: el de terminar con Rosas. El grupo pensaba que estaban dadas las condiciones: el país atravesaba una apremiante situación económica, producto del bloqueo del Río de la Plata y un malhumor general porque la gente la pasaba mal, que además tenía que hacer frente a los impuestos para llenar las arcas casi vacías del Estado. Este grupo tenía un aliado invaluable: Enrique Lafuente, que trabajaba en la secretaría de Rosas. Mantenía informado al grupo de conspiradores de las actividades y movimientos del gobernador. Lo que ignoraba es que su jefe, desde febrero de 1839, sabía de los planes, gracias a que se había interceptado correspondencia, y su estrategia fue dejar hacer para descubrir a todos los comprometidos. Manuel Vicente Maza. Tenía 60 años y hacía años que era amigo de Rosas (Dibujo de Ignacio Baz, Museo Histórico Nacional) El plan de los conjurados era que Lavalle desembarcase con una fuerza en algún punto de la provincia de Buenos Aires, y que coincidiese con el levantamiento en el interior. Pero Rosas, quien se había criado en pleno campo y que tenía contactos en todas partes, ya estaba en alerta por movimientos extraños bien campo adentro que llamaron su atención. Lavalle nunca terminaba de decidirse y mantenía en ascuas a los que, desde Buenos Aires, esperaban una señal suya. Como ésta no aparecía, Maza le comunicó al comité conspirador que se pondría al frente de la insurrección en la campaña y que, al mismo momento, debía estallar un movimiento similar en la ciudad. Y que su padre trabajaría para que adhiriese la legislatura, la que se pronunciaría cuando el golpe estuviera en las calles. Se decidió que el inicio fuera primero en el interior bonaerense, para que Rosas enfocara sus fuerzas allí, y entonces sería más fácil apoderarse de la ciudad y aprehender al gobernador, quien quedaría sin escape: por un lado las tropas golpistas y por otro el puerto cuyas aguas eran dominadas por los franceses. Y entonces una vez eliminado, sería su viejo amigo Manuel Maza quien ocuparía provisoriamente la gobernación, llamaría a elecciones y arreglaría el entuerto con los franceses para que levantasen el bloqueo que mantenía asfixiado económicamente al país. Pero Ramón, a punto de ponerse al frente de las tropas, había cometido la imprudencia de revelar sus planes a los Martínez Fontes y a los Medina, y éstos fueron a Rosas en la creencia que le estaban alertando sobre una novedad. Este fingió sorprenderse, y decidió que era el momento de actuar. Los complotados esperaron inútilmente la ayuda del general Juan Lavalle, que nunca llegaría El 24 de junio Manuel Corvalán, edecán de Rosas, citó a Maza en la Contaduría General con la excusa de entregarle los sueldos para la división de Tapalqué. Corvalán lo detuvo, y cuando salió del tribunal de justicia una turba intentó hacer justicia por mano propia. Se lo encerró en la cárcel pública. Alcanzó a enviarle una esquela a su esposa: “Voy preso a la cárcel. Mi conciencia está tranquila, y debes tú estarlo, porque de émulos nada temo, ni tú debes temer. Mándame ropa y mi poncho porque esto será muy frío”. También fueron detenidos Carlos Tejedor, Avelino Balcarce, Jacinto Rodríguez Peña, Santiago Albarracín, José Ladines y su esposa. Se ordenó engrillarlos, sindicándolos de “reos parricidas de lesa América” y que se les impida recibir comida de afuera y que consumieran la de cárcel. Transitar por la ciudad se había tornado peligroso. La Sociedad Popular Restauradora, que clamaba a los cuatro vientos que la vida de Rosas había estado en peligro, se la tomó con Manuel Vicente Maza, presidente de la Sala de Representantes. Al día siguiente, una catarata de pedidos para que renuncie llegó de la mano de jueces de paz y de ciudadanos de incuestionable prosapia rosista. El hombre no se sintió seguro, más cuando un grupo de exaltados fue hasta su quinta, donde residía. Hasta el propio Rosas le mandó decir que la ciudad no era segura para él, y le pidió al cónsul norteamericano para que lo ayudase a irse de Buenos Aires. Pero el hombre no quería huir para no comprometer más a su hijo. En la madrugada del 27 de junio, Maza fue a la casa de Manuel Guerrico, en la calle Tacuarí, entre Moreno y Belgrano. Precisaba a alguien que lo aconsejara sobre qué hacer, y hasta pensaron ir a verlo a Rosas. Pero Maza decidió ir a lo de Juan Terrero, íntimo amigo del gobernador. Lo tranquilizó, irían juntos a verlo al gobernador, y que luego de contarle todo, seguro priorizaría la vieja amistad que los unía. Pero dar ese paso suponía que el padre delatase al hijo. Maza era el enemigo público número uno: era “el traidor inmundo feroz, merecedor de la última pena y de una eterna ignominia”. Sostenían que se había enriquecido con el oro francés -la nación que mantenía el bloqueo- que había faltado a todos los juramentos y que por eso era un “criminal infame salvaje”. Terrero y Maza se dirigieron a la casa de Rosas, pero antes de llegar fue reconocido por una turba. Eso lo acobardó y decidió refugiarse en su despacho en la legislatura, repitiendo que si lo mataban, que lo hicieran en su puesto. Ese atardecer entró en su oficina, cuya ventana daba a la calle Perú. A los miembros de la Sala de Representantes no les dieron tiempo para ponerle el moño al asunto Maza. Esa noche del 27 de junio de 1839 Maza estaba en su despacho redactando su renuncia, cuando dos hombres de la Mazorca ingresaron sigilosamente. El capitán Manuel Gaetán -acompañado por José Custodio Moreira- hundió su puñal en el pecho de Maza. Sobre el escritorio había un par de borradores desechados de su renuncia. Los agresores escaparon por la puerta del frente y el ordenanza de la legislatura, Anastasio Ramírez encontró a Maza muerto en su sillón. En abril había cumplido 60 años. Ramírez fue a la casa del general Pinedo, vicepresidente de la Sala de Representantes, a informarle de lo que había ocurrido. Se llamó a una reunión de urgencia, donde decidieron conservar allí el cuerpo de Maza y entregarlo a la familia para que fuera enterrado. Al día siguiente a la madrugada, en las casas vecinas a la cárcel, se sorprendieron por los estampidos de armas de fuego. Ramón era fusilado por orden de Rosas. Dicen que murió sin delatar la identidad de sus cómplices. Su cuerpo con el de su padre fueron enterrados en el Cementerio del Norte sin ninguna pompa. Rosas mandó a cajonear el sumario que había ordenado abrir, porque cayó en la cuenta que en la conspiración había federales notables comprometidos, funcionarios, militares y curas. Esto no hizo más que enervar el clima, donde federales fanáticos perseguían a los pocos unitarios que se animaban a permanecer en la ciudad y a aquellos federales a los que consideraban traidores por aliarse con los extranjeros. Para aventar cualquier sospecha, Rosas hizo fusilar al asesino de Maza. Negó una y otra vez que el viejo Maza hubieera tenido que ver en la conjura. Todos estaban convencidos de que había ordenado el crimen, y en la sesión del 28 en la Sala de Representantes los federales armaron su propio relato: argumentaron que los propios conspiradores lo habían matado, con el propósito de silenciarlo y evitar que, una vez detenido, contase los detalles del macabro plan. Cuando Rosas estuvo exiliado, deslizó que dos de los autores del crimen pertenecían al partido unitario. La ocasión le sirvió a Rosas para fortalecer su imagen. Dejó que sus partidarios le tributasen homenajes laudatorios y fiestas, que se prolongaron por veinte meses; su retrato era paseado en carros y llevado a las iglesias, donde se rezaban misas en su honor, como ocurrió en la parroquia de la Catedral, en la de San Telmo y en San Miguel. Pero no todo era jolgorio. Para la esposa de Maza, Mercedes Puelma Díaz Andrade, el golpe que supuso el asesinato de su marido y el fusilamiento de su hijo, la derrumbó, y se suicidó tomando veneno. Y Enrique Lafuente, el secretario de Rosas, debió exiliarse para salvar su vida. Vivió en Estados Unidos, Brasil, Uruguay y Chile. En este último país, enfermo y sin un peso, se pegó un tiro en la sien en el cementerio de Copiapó. Tenía 35 años, la última muerte de una trágica conspiración.

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