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  • Una mirada desde la alcantarilla. Velas

    Parana » Ahora

    Fecha: 27/06/2025 16:13

    * Velas Existimos con nuestras cosas, vivimos con objetos pero hay días en que uno se vuelve trascendente: la textura, el sonido, la memoria de dónde vino esa cosa que no late pero a la que le adjudicamos una vida especial entre nuestras paredes. Ayer miré las velas que están siempre debajo de mi Guadalupe, la Virgen mestiza que adoro, y encendí dos velitas mientras me mojaba la frente con agua de la misa que trajo mi hermana. Un ritual que intercalo con la pava encendida y la yerba acodada en un borde del mate, con las luncheras completándose con cereales, frutas y galletitas, con la reja del patio abriéndose en un grito metálico para que Lolo salga a hacer pis. Quiero decir, las cosas y sus movimientos cotidianos. Los gestos que parecen no tener importancia pero que en unos minutos se vuelven luminosos. Como si al espiar por el espejo retrovisor en una ruta, los focos se encendieran formando una guirnalda. Hacia atrás hay estelas, una fuga diaria que no advertimos en el paso ligero por hacer lo que se debe. Pensaba anoche en las velas y en esas del inicio de la mañana cuando todavía está oscuro. Durante la siesta fui a una escuelita en el barrio Anacleto Medina, me habían dicho tené cuidado por la zona pero nadie advirtió el paisaje. La escuela daba al río y tenía una huerta, un jardinero estaba rastrillando y siguió nombrando cosas que no entendí cuando le pregunté qué sembraba, ví acelgas como pinos. La lengua es un misterio, sonamos distintos en lugares diferentes, nos acoplamos al viento y, aún sin poder traducir, conocemos los ademanes y símbolos. Y nos entendemos. El hombre quiso salir en una foto que saqué al terrenito y los chicos cruzaron atrás mío con mate cocido en tazas azules. Los chicos bajitos como los techos planos de las casas pintadas con violeta y azul, con amarillo gastado, con macetas de plantas colgando en su entrada. Con la mejor vista del río Paraná en el cruce de la violencia y la pobreza, toda la riqueza llenando los ojos con un valor nuevo. En el taller habíamos hablado de cosas, de sus objetos preferidos y un nene me mostró su tortuga ninja sucia de cuando era más niño, otro una manga de Messi que le había regalado la patrona de su madre, otro dijo no pude traerlo porque es muy pesado. Quise saber qué era, si una piedra y dijo una tumba. Me habló de su padre muerto. Otro del tatuaje con el nombre de la madre que también estaba muerta y otro de una foto y así advertí que esos nenes de doce o trece años conocían más de cerca lo irremediable que yo a mis cuarenta años y que aún así, entre estufitas eléctricas y manos duras, había espacio para las risas, para las miradas cómplices escondidas en las capuchas, un lenguaje de cejas que revivía el mío a su edad, cuando el drama era apenas la imaginación de un teatro. Había espacio en ese pasillo largo que terminaba en aula, para la breve memoria y aparecían sus nombres, las camisetas de fútbol, el sueño de tocar una consola y hacer música nueva, el orgullo por la cinta de capitán del club, el asombro por las plantas y por los poemas. Entre las carpetas, lo descuidado y las cadenitas de la comunión, las sillas apiladas a los costados, los pechos abiertos parecían las llagas del Cristo que indica con sus dedos es acá, esto que muestro despide su luz. Y vi (lejos del Aleph de Borges y a su vez, tan cerca) un aparador y velas que salían cuatro mil pesos y eran rojas, entendí la vitrina en la escuela, la característica de una institución laica pero pegada a la capilla, las paredes como una piel más que puede caerse, que se abre y muestra que debajo de cada cuerpo hay lo mismo. Algo de sangre, algo que late, algo que es carne y otro poco de hueso, que los colores, los tonos, los maquillajes, las etiquetas de las ropas, los pabilos y las mechas encienden igual, una llama que es la misma en todas partes. *

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