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  • “Querida Kitty”: el día que el mundo conoció la historia de Ana Frank, el diario de la adolescente que reveló el horror nazi

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 25/06/2025 05:03

    Ana y la primera edición de su libro, el 25 de junio de 1947. Su sueño de convertirse en "una gran escritora" está cumplido “Querida Kitty: espero poder confiarte todo lo que no le he podido contar a nadie...”, escribió Ana Frank el 12 de junio de 1942 en su diario, un regalo de cumpleaños que había deseado durante semanas. Era un cuaderno forrado en tela a cuadros rojos y blancos, con una pequeña cerradura y lo recibió el día que cumplió trece años, sin saber que ese objeto —más cerca de la infancia que de la tragedia— se convertiría en uno de los testimonios más conmovedores de la memoria del siglo XX. Con la llegada del miedo, del encierro, de la clandestinidad en el anexo secreto de una casa de Ámsterdam, el cuaderno dejó de ser un juego y se convirtió en un refugio, espejo y confidente durante la los 25 meses que junto a su familia vivió en la clandestinidad, como manera de huir de la persecución nazi en Holanda, durante la Segunda Guerra Mundial. Bautizó “Kitty” al cuaderno y escribió en él como si le hablara a una amiga invisible. Durante más de dos años dejó testimonio de una vida marcada por la incógnita y el suspenso: las tensiones del confinamiento, el hambre, los roces familiares, los pensamientos íntimos y la amenaza constante de ser descubiertos y el final que ninguno quiso tener... Ana no escribía para la historia; lo hacía para no desaparecer. Para no perderse en ese mundo que temblaba bajo los estallidos de las bombas mientras buscaba en su mente la manera de escapar de esa realidad. No siempre podía. Ana y su familia, en 1941 (NRC Handelsblad Archive) El 25 de junio de 1947, apenas dos años después del fin de la Segunda Guerra, ese diario íntimo —y unas cuantas hojas desordenadas— se convirtió en el libro Het Achterhuis (La casa de atrás) y fue publicado por su padre, Otto Frank, único sobreviviente de la familia. A 78 años de aquel día, El diario de Ana Frank (nombre que tomó al ser traducido en varios idiomas) sigue conmoviendo al mundo por la fuerza de su mirada y la crudeza de su contexto: una infancia cercada por el miedo, la clandestinidad y el exterminio. “Sigo creyendo, a pesar de todo, que la gente es buena en el fondo”, escribió el 15 de julio de 1944... Veinte días después, el 4 de agosto de 1944, fue capturada. Ana Frank escribió el diario escondida de los nazis La sonrisa de Ana frente a una vidriera y el regalo más esperado Ana era risueña. Su mente, tan inquieta como sus piernas que buscaban siempre correr, estaba repleta de preguntas, de intrigas e inquietudes, frente al mundo que se levantaba frente a sus ojos. Pese a su corta edad, mostró ser una adolescente con gran agudeza, sensibilidad y pensamiento introspectivo. En junio de 1942, días previos a su cumpleaños, Ana se detuvo frente a la vidriera de una papelería de Ámsterdam: como si hubiera sido un tesoro añorado, se paró a mirar aquel cuaderno. Tenía líneas horizontales y estaba pensado para funcionar como un libro de autógrafos, pero a ella le llamó la atención por su aspecto cuidado y compacto. Le llevó unos minutos salir de esa escena: seguía observándolo con ese entusiasmo propio de quien imagina historias antes de escribirlas, y lo mencionó en voz alta como posible regalo de cumpleaños. Su padre, Otto Frank, tomó nota del deseo, sin decir nada. El 12 de junio, en la mesa del comedor de su casa, Ana encontró el cuaderno envuelto para regalo. Fue su sorpresa de cumpleaños. Aquel objeto, simple y hermoso a sus ojos, se convirtió en su confidente silencioso. En la primera página escribió con caligrafía pareja: “Espero poder confiarte todo como nunca he podido hacerlo con nadie”. Nunca pudo imaginar lo que pasaría más tarde. De puño y letra: el diario de Ana Frank Antes de vivir entre sombras, Annelies Marie Frank (su nombre completo) fue una niña de clase media judía que creció entre libros escolares, salidas con amigas y tardes en bicicleta por las calles de Ámsterdam. Había nacido en Fráncfort, Alemania, en 1929, pero su familia se mudó a Holanda, los Países Bajos, en 1933, escapando del avance del nazismo. En ese nuevo hogar, Ana tuvo una infancia relativamente feliz: iba a la escuela Montessori, donde dejó ver su carácter inquieto, extrovertido. Era amante de la lectura, de escribir y conversar. En casa, la familia le daba un espacio importante al diálogo: tenía una madre amorosa, una hermana estudiosa y un padre cálido que fomentaba su curiosidad intelectual. Sin embargo, tras la invasión nazi en Holanda, en 1940, esa normalidad comenzó a deteriorarse. Las leyes antijudías impuestas por la ocupación recortaron de forma progresiva sus derechos: ya no podía ir al cine, no podía andar en tranvía, debía cambiarse de escuela, en la ropa debía llevar una estrella amarilla que la señalara como judía... Debió ver cómo su padre era obligado a ceder su empresa familiar. Ana pasó, en muy pocos años, de vivir una vida libre y en un barrio a otra en medio del bombardeo, vigilada y en condiciones precarias, marcada por la exclusión. Fue entonces que, en julio de 1942, la familia Frank se vio forzada a desaparecer del mundo visible e iniciar su encierro en la “Casa de atrás”, donde Ana comenzó a escribir lo que ya no podía decir en voz alta. Una de las imágenes más conocidas de Ana. Fue tomada en 1941, cuando tenía de 12 años, un año antes del inicio del encierro “Querida, Kitty”, el diario íntimo que se convirtió en best seller Kitty era su cuaderno. Ana lo trató como a una amiga silenciosa, una aliada invisible en medio de un mundo que, literalmente, se desmoronaba. En sus páginas no solo relató el encierro: dejó el retrato crudo y vibrante de una adolescente aguda, rebelde, sensible, que escribía como si supiera que sus palabras eran la única manera de no desaparecer y de reencontrarse al mismo tiempo. Con una mirada curiosa y un humor incisivo, observó cada detalle cotidiano desde el encierro —los silencios densos, las discusiones pequeñas, el miedo que se filtraba en cada rincón de esa casa apretada— y logró convertirlo en un testimonio. Ana escribía sobre el mundo como si lo viera desde lejos, aunque lo tenía encima. Aunque por las noches le costara conciliar el sueño debido al estrepitoso estallido de las bombas. Desde el 12 de junio de 1942 hasta agosto de 1944, ese diario fue su refugio dentro del refugio compartido; era su refugio contra el miedo y en una radiografía íntima del horror que vivía. Escribió además sobre el hambre, las tensiones, la pérdida de libertad, pero también sobre el deseo, la esperanza, la necesidad de ser comprendida. Lo hizo con una lucidez precoz que hoy sigue sorprendiendo, y con una conciencia que, aun encerrada, alcanzaba a leer lo que ocurría afuera: la injusticia, la guerra, la muerte. En el silencio obligado del anexo secreto, Ana encontró en la escritura una forma de resistencia. Cada página que completaba era un gesto de libertad frente al encierro, un acto de afirmación personal en medio del miedo y la amenaza constante. Escribía a diario: sobre los ruidos que los aterraban, las tensiones con los adultos, las restricciones para moverse, pero también sobre el amor, la curiosidad, el despertar del cuerpo, la necesidad de entender el mundo. Ana Frank y su hermana Margot (Museo Casa de Ana Frank) “Cuando escribo, puedo sacarme de encima todas mis preocupaciones”, dejó anotado. A lo largo de más de dos años, el diario no fue solo una crónica de la clandestinidad, sino una herramienta para sobrevivir emocionalmente. En un mundo que se desmoronaba, Ana creó otro: uno de palabras, reflexiones y preguntas. Escribía en voz baja con una claridad conmovedora. Sabía que el peligro era real, pero su impulso por registrar lo que vivía superaba el miedo. En su cuaderno ordenaba sus pensamientos de la vida cotidiana como sus pensamientos más profundos sobre la guerra, la injusticia, la muerte y el porvenir. La escritura fue, para ella, un ejercicio de libertad interior. A través del diario, Ana también logró construir su identidad, logró afirmarse, ordenar sus emociones, y hasta ensayar una mirada propia sobre el mundo que, más de una vez asumía, la golpeaba. “Hacía muchísimo tiempo que no había tanto ruido de cañones y aviones durante la noche. Aún tengo los nervios de punta. Imagino que debe haber habido mucha destrucción y probablemente también víctimas. Es terrible. Por más que uno se acostumbre, estos sonidos siempre son aterradores”, escribió el 9 de octubre de 1942, a casi tres meses del encierro. La historia detrás de esas páginas es conocida. El 5 de julio de ese año, la familia Frank recibió una citación oficial dirigida a Margot, la hija mayor de los Frank. Le exigían que se presentara al día siguiente ante la Gestapo para ser trasladada a un supuesto “campo de trabajo” en Alemania. En realidad, esas órdenes formaban parte del engranaje de deportaciones masivas que los nazis habían comenzado a ejecutar contra la población judía en los Países Bajos. Otto y Edith Frank comprendieron de inmediato lo que esa citación implicaba: Margot no regresaría. Y con ella, probablemente tampoco el resto de la familia. La decisión fue inmediata y desesperada. Al día siguiente, antes de que amaneciera, abandonaron su casa y se ocultaron en el anexo secreto detrás de las oficinas de la empresa Opekta, donde Otto había sido director. Era un plan que venían preparando desde hacía semanas, pero la urgencia impuesta por la citación lo precipitó todo. Recreación escenográfica del espacio donde se refugió Ana y su familia (Centro Ana Frank) Pronto se les unieron otras cuatro personas: la familia Van Pels y un dentista, Fritz Pfeffer. En total, ocho personas vivieron 25 meses ocultas tras una estantería falsa, sostenidas por un pequeño grupo de amigos que les llevaban comida, libros, noticias... y esperanza. El 4 de agosto de 1944, alguien los delató. La Gestapo irrumpió en el escondite y puso fin a esa frágil burbuja de clandestinidad. Ana y Margot murieron en el campo de concentración de Bergen-Belsen a comienzos de 1945, debilitadas por el tifus, el frío y el hambre, apenas unas semanas antes de que el campo fuera liberado. Ana tenía 15 años. Su padre, Otto Frank, fue el único que sobrevivió. Fue él quien, de regreso a Ámsterdam, recibió el diario de Ana, que Miep Gies, una de las mujeres que los había ayudado, había conservado intacto. No lo leyó enseguida. Durante semanas, tal vez meses, el cuaderno quedó cerrado. Cuando finalmente lo hizo, se encontró con una hija que no conocía del todo: una escritora naciente, una joven con ideas, con fuerza, con mirada. Ana no solo narraba, reflexionaba. Y Otto entendió que ese cuaderno no podía quedarse entre sus cosas. Había sido escrito para perdurar. Otto, el padre de Ana, entendió que ese cuaderno no podía quedarse entre sus cosas. Había sido escrito para perdurar (Anne Frank house) El libro fue publicado en 1947 bajo el título Het Achterhuis (“La casa de atrás”), como Ana llamaba al anexo donde transcurrió su encierro. Su recepción fue inmediata y conmovedora. A medida que se tradujo a otros idiomas —en inglés en 1952 como Anne Frank: The Diary of a Young Girl, en español en 1955— comenzó a conocerse por el nombre que lo haría universal: El diario de Ana Frank. Ese nombre subrayaba lo esencial: no se trataba de un documento más sobre la guerra, sino del relato personal y desgarrador de una niña a la que la historia le interrumpió la vida. Desde lo cultural, el impacto fue profundo. Caló hondo en cada una de las personas que lo leyeron y se animaron a conocer la guerra desde la mirada de Ana, de quien, inevitablemente, se enamoraron. El diario fue llevado al teatro, al cine, a las escuelas. Se convirtió en símbolo del Holocausto, pero también del valor de la palabra en medio del silencio impuesto. Además de ser un testimonio sobre el genocidio, le pone nombre, rostro y emociones a una de sus víctimas. Ana Frank no fue solamente un número más en las estadísticas. Fue una adolescente que soñaba con el amor, con la literatura, con la libertad. Que escribía con humor, con rabia, con ternura. Que, incluso rodeada de miedo, nunca dejó de creer en la belleza de lo humano. En 1986, casi cuarenta años después de aquella primera publicación, el Instituto de Documentos de Guerra de los Países Bajos editó por primera vez el texto íntegro del diario. Esta versión incluyó los pasajes que Otto Frank y los editores originales habían omitido por pudor o protección: críticas a su madre, reflexiones íntimas sobre su cuerpo, sobre la sexualidad, sobre la identidad. Esa edición permitió descubrir una Ana más compleja, más real, más cercana. Una voz sin filtros. Y también, quizá, más potente que nunca. Miep Gies, la mujer que recuperó el diario de Ana Frank Lo último que escribió Ana en su diario íntimo Martes, 1 de Agosto de 1944 Querida Kitty: “Un manojo de contradicciones” es la última frase de mi última carta y la primera de ésta. “Un manojo de contradicciones”, ¿se­rías capaz de explicarme lo que significa? ¿Qué significa contradicción? Como tantas otras palabras tiene dos significados: con­tradicción por fuera y contradicción por dentro. Lo primero es sencillamente no conformarse con la opinión de los demás, pre­tender saber más que los demás, tener la última palabra, en fin, to­das las cualidades desagradables por las que se me conoce; y lo se­gundo, que no es por lo que se me conoce, es mi propio secreto. Ya te he contado alguna vez que mi alma está dividida en dos, como si dijéramos. En una de esas dos partes reside mi alegría ex­trovertida, mis bromas y risas, mi alegría de vivir y sobre todo el no tomarme las cosas a la tremenda. Eso también incluye el no ver nada malo en las coqueterías, en un beso, un abrazo, una broma indecente. Ese lado está generalmente al acecho y desplaza al otro, mucho más bonito, más puro y más profundo. ¿Verdad que nadie conoce el lado bonito de Ana, y que por eso a muchos no les caigo bien? Es cierto que soy un payaso divertido por una tarde, y luego durante un mes todos están de mí hasta las narices. En realidad soy lo mismo que una película de amor para los intelectuales: sim­plemente una distracción, una diversión por una vez, algo para ol­vidar rápidamente, algo que no está mal pero que menos aún está bien. Es muy desagradable para mí tener que contártelo, pero ¿por qué no habría de hacerlo, si sé que es la pura verdad? Mi lado más ligero y superficial siempre le ganará al más profundo y por eso siempre vencerá. No te puedes hacer una idea de cuántas ve­ces he intentado empujar a esta Ana, que sólo es la mitad de todo lo que lleva ese nombre, de golpearla, de esconderla, pero no lo logro y yo misma sé por qué no puede ser. Tengo mucho miedo de que todos los que me conocen tal y como siempre soy, descubran que tengo otro lado, un lado mejor y más bonito. Tengo miedo de que se burlen de mí, de que me en­cuentren ridícula, sentimental y de que no me tomen en serio. Estoy acostumbrada a que no me tomen en serio, pero sólo la Ana “ligera” está acostumbrada a ello y lo puede soportar; la Ana de mayor “peso” es demasiado débil. Cuando de verdad logro alguna vez con gran esfuerzo que suba a escena la auténtica Ana durante quince minutos se encoge como una mimosa sensitiva en cuanto le toca decir algo, cediéndole la palabra a la primera Ana y desapa­reciendo antes de que me pueda dar cuenta. (Foto: Florencia Downes / Télam) O sea, que la Ana buena no se ha mostrado nunca, ni una sola vez, en sociedad, pero cuando estoy sola casi siempre lleva la voz cantante. Sé perfectamente cómo me gustaría ser y cómo soy… por dentro, pero lamentablemente sólo yo pienso que soy así. Y ésa quizá sea, no, seguramente es, la causa de que yo misma me considere una persona feliz por dentro y de que la gente me con­sidere una persona feliz por fuera. Por dentro, la auténtica Ana me indica el camino, pero por fuera no soy más que una cabrita exaltada que trata de soltarse de las ataduras. Como ya te he dicho, siento las cosas de modo distinto a cuando las digo, y por eso tengo fama de correr detrás de los chi­cos, de coquetear, de ser una sabihonda y de leer novelitas de poca monta. La Ana alegre lo toma a risa, replica con insolencia, se en­coge de hombros, hace como si no le importara, pero no es cierto: la reacción de la Ana callada es totalmente opuesta. Si soy sincera de verdad, te confieso que me afecta, y que hago un esfuerzo enorme para ser de otra manera, pero que una y otra vez sucumbo a ejércitos más fuertes. Dentro de mí oigo un sollozo: “Ya ves lo que has conseguido: malas opiniones, caras burlonas y molestas, gente que te consi­dera antipática, y todo ello sólo por no querer hacer caso de los buenos consejos de tu propio lado mejor”. ¡Ay, cómo me gustaría hacerle caso, pero no puedo! Cuando estoy callada y seria todos piensan que es una nueva comedia y entonces tengo que salir del paso con una broma y para qué hablar de mi propia familia, que enseguida se piensa que estoy enferma y me hacen tragar píldo­ras para el dolor de cabeza y calmantes, me palpan el cuello y la sien para ver si tengo fiebre, me preguntan si estoy estreñida y me critican cuando estoy de mal humor, y yo no lo aguanto; cuando se fijan tanto en mí, primero me pongo arisca, luego triste y al fi­nal termino volviendo mi corazón, con el lado malo hacia fuera y el bueno hacia dentro, buscando siempre la manera de ser como de verdad me gustaría ser y como podría ser… si no hubiera otra gente en este mundo. Tu Ana M. Frank

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