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  • La plaza sitiada: breve relato sobre un recuerdo

    Concordia » Diario Junio

    Fecha: 22/06/2025 16:25

    Cuando era chico, había un placero bien prusiano. No es casual que su recuerdo haya llegado nítido e involuntario por estos días. Gobernaba la plaza con mano dura, rigidez marcial y férrea disciplina. Perseguía —manguera en mano— cualquier manifestación de alegría. Le parecían demasiado ruidosas o molestos nuestras manchas o escondidas, una inconcebible perturbación del orden público, y las disuadía con chorros de agua que volaban como dardos hidrantes. Nos exigía que recurriéramos a los juegos establecidos, regimentados. Solamente lo veíamos celebrar, orgulloso, cuando nos veía ensayar en la plaza los desfiles patrios. —¡Un, dos, un, dos, izquier, izquier, derecha, izquier! Marchábamos los alumnos de la escuela de la placita, como esmirriados soldaditos, para homenajear a nuestros héroes de las batallas heroicas e ignorar así sus ideales políticos y patrióticos, de justicia e igualdad. Lo mismo que ahora: pequeños niños jurando tanques y armas. Eso sí que lo aprobaba y festejaba con gozo ese hombrecito canoso, de mameluco azul, de anteojos, caminar decidido y un poco encorvado. A las señoras del barrio les encantaba esa autoridad: era el ídolo del orden y la obediencia. A nosotros, jóvenes inconscientes de dictaduras y plomo, nos divertía un poco, porque nos ayudaba a ejercitar la insolencia y la rebeldía. En aquellas tardes fantásticas en las que andar en bicicleta por lugares prohibidos, armar canchitas vedadas con pelotas de goma, ensayar los primeros amores, sellar mágicamente amistades únicas y para siempre, conversar animadamente sobre los originales asombros y misterios de la vida, vivenciar la adolescencia como experiencia iniciática, eran aventuras más atractivas bajo la iracunda acechanza del vigilante de mameluco, al que todo eso —lo que escapara de los preceptos inflexibles, yertos y severos— lo amargaba profundamente. Ese hombre y su carácter autoritario dejaron de parecernos divertidos cuando comenzó a lanzar a la calle, munido de uniformados, a los pobres borrachos que dormían sus infiernos en los bancos de la plaza. Se tornó, ya, insoportable cuando empezó a ensañarse con los enamorados, separándolos con violencia de sus ternezas y arrumacos. Cuando comenzó a perseguir la alegría y el placer como delitos o pecados. Cuando ya, sin disimulo, odió los vigorosos árboles y las bellísimas flores, los niños, los juegos, la música, la poesía y la vida. No será casualidad recordarlo en estos días, sentado en la plaza de mi infancia, acariciado por el sol tibio de la siesta y la nostalgia, rodeado del bullicio de los niños, de los destartalados árboles de hojas amarillas, deshojadas y marrones, preparados para volver con fuerza, vitalidad y esperanza en la primavera. No es casual, digo, recordar a ese hombre, que en los fabulosos días de mi adolescencia, gobernando una hermosa plaza, proscribió la alegría, persiguió y reprimió el amor y vetó, furiosamente, todas las manifestaciones del deseo y la libertad. No, no es azaroso el recuerdo, cuando muchos hoy mortifican, desesperan, enfurecen y reprimen con crueldad, con odio, cualquier síntoma de felicidad, cualquier signo de júbilo, cualquier expresión de gozo. Y no se entiende. No se entiende.

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