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  • Un pacto roto, una invasión en el barro y un general que dormía: el día que el nazismo empezó a perder la Segunda Guerra Mundial

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 22/06/2025 04:44

    La invasión nazi a la Unión Soviética marcó el inicio de una de las batallas más largas y sangrientas de la historia Fue el primer paso, exitoso, hacia la derrota total. Fue también el inicio de una de las batallas más largas y sangrientas de la historia que duraría casi cuatro años y enfrentaría a los dos más poderosos dictadores de la época: Adolf Hitler y José Stalin. Fue también, una guerra de exterminio en la que los dos bandos pretendían, y casi lo consiguen, acabar con el otro. Una cifra, sólo a modo ilustrativo: tres millones de prisioneros de guerra soviéticos murieron en manos de los nazis a lo largo de esa guerra, dos millones murieron en 1941, la mayoría de hambre. También fue una enorme traición: el 23 de agosto de 1939, días antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, Hitler había firmado un pacto de no agresión con la Unión Soviética. Y Stalin había creído en ese pacto hasta que fue demasiado tarde y pese a las advertencias un poco desesperadas que le había hecho Winston Churchill. El todopoderoso zar de la URSS desconfiaba de Churchill, tenía más fe en Hitler. El 22 de junio de 1941, la Alemania nazi invadió Rusia, casi en paralelo, dos días de diferencia, con la invasión que ciento veintinueve años antes había desatado Napoleón Bonaparte y que terminó en derrota. La invasión alemana fue gigantesca, como gigantesco fue todo en aquella ofensiva inicial que intentaba capturar Moscú en un lapso no mayor de seis semanas, lo que durara el verano y el inicio del otoño. Después, el invierno complicaría todo. A las tres y media de la mañana del domingo 22 de junio tres millones de soldados de Hitler, alemanes, croatas, finlandeses, rumanos, húngaros italianos y algunos españoles, cruzaron la frontera y entraron en la Rusia legendaria apoyados por tres mil seiscientos tanques, seiscientos mil vehículos motorizados y sesenta y dos mil quinientos caballos para enfrentar a una fuerza similar en número de defensores y de pertrechos, que sin embargo fueron desbordados de inmediato por la fantástica estrategia de guerra relámpago del Reich: bombarderos, artillería, tanques, infantería motorizada, todos ataques escalonados, veloces y mortíferos. Con la invasión ya en pleno desarrollo, Stalin llegó a pensar que Hitler había sufrido una especie de golpe de estado, una rebelión de sus generales de la Wehrmacht que actuaban por sobre sus órdenes Los alemanes atacaron en forma simultánea en un amplísimo frente de más de mil ochocientos kilómetros, el más amplio de la historia, dividido en tres partes: el grupo de ejércitos del Norte avanzó hacia los estados bálticos y hacia Leningrado: el grupo de ejércitos del Centro avanzó hacia Minsk, Smolensk y la codiciada Moscú; y el ejército del Sur encaró la invasión de Ucrania. Fue una embestida brutal. El historiador Antony Beevor cuenta que una unidad de caballería blindada nazi exhibía con orgullo el haber matado a doscientos soldados enemigos en combate y a trece mil setecientos ochenta y ocho civiles en la retaguardia. El gran cronista ruso de la guerra, Vasili Grossman, reproduce en sus textos la carta de un oficial alemán que confiesa inquieto: “Me preocupa la vastedad de Rusia”. No era sólo la vastedad, también era la estrategia rampante del nazismo que le había dado victorias resonantes en el oeste de Europa, pero que ahora enfrentaba a un enemigo ancho, largo, desierto y decidido a no ceder ante el invasor. La vastedad de Rusia hacía, entre otras cosas, que los veloces tanques Panzer marcharan mucho más rápido que la logística que debía proveerlos de combustible y municiones. El avance se hacía lento y los nazis sabían de otro gran peligro al acecho: el clima, ese otro gran enemigo al que no conocían pero imaginaban. La “Operación Barbarroja” fue firmada por Hitler el 18 de diciembre de 1940. Allí se declaraba que la invasión relámpago de la Unión Soviética debía ser una campaña de aniquilamiento a lo largo de apenas dos meses. El nombre era un homenaje a Federico I, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico durante el siglo XII, a quien llamaban Barbarroja por el color de su barba. El objetivo del ejército alemán de tomar Moscú antes de la llegada del otoño profundo, fracasó. Lo impidió la resistencia soviética, un ejército no del todo adiestrado pero feroz en la defensa, que tenía prohibido retroceder o rendirse, bajo pena de, quien lo hiciera, ser ejecutado por sus oficiales o por los comisarios políticos del régimen; también lo impidieron los ataques constantes de una guerrilla firme y activa en la retaguardia y los millones de civiles que quemaron sus casas, sus cosechas, su futuro, que envenenaron sus pozos de agua, mataron a sus animales y dejaron una tierra arrasada ante los ojos de un enemigo desconcertado. Cuando llegó el otoño, las líneas de abastecimiento nazis se paralizaron con miles de soldados, caballos y vehículos atrapados en un barro espeso, pegajoso, impenetrable; cuando llegó la nieve, el frío y el hielo inutilizaron parte del armamento del invasor; las tropas del Reich, que pensaban tomar Moscú durante el verano, carecieron en principio de la ropa de abrigo indispensable para enfrentar temperaturas heladas. El fracaso de la invasión se consumó cuando Moscú estuvo ante los ojos de los alemanes, cercana pero inalcanzable. Esa derrota estratégica lo decidió todo. Alemania no perdió la guerra entonces, pero empezó a perderla. Cuando no era más que un agitador en Múnich, Hitler sostenía que la grandeza de Alemania estaría cimentada en la conquista del este de Europa (AP) Estas líneas no van a hablar de la campaña militar, que es cosa de estrategas, sino de algunos aspectos poco conocidos de la invasión a Rusia. El despliegue de los nazis en la Unión Soviética también desató el asesinato masivo de civiles, en su mayoría judíos, porque si bien todavía no se había firmado el acuerdo tácito de eliminar a la población judía de Europa, calculada en once millones de personas, como estipuló la Conferencia de Wannsee en enero de 1942, ya en julio de 1941, un mes después de la invasión, los nazis difundieron una orden explícita de destruir las comunidades judías de la URSS y del resto de las naciones europeas ocupadas. Hitler también quería acabar con la población eslava de Europa, a la que consideraba poco menos que como subhumanos. Años después, ya terminada la guerra, durante los juicios de Núremberg, el general alemán Franz Halder declararía ante los jueces: “Antes del ataque contra Rusia, el Führer convocó a una conferencia de todos los comandantes para tratar ese próximo ataque. (…) El Führer declaró que los procedimientos a emplear en la guerra tendrían que ser diferentes a los empleados en el oeste. Dijo que la lucha entre Rusia y Alemania era una ‘lucha rusa’. Que como los rusos no eran firmantes de la Convención de La Haya, el trato de prisioneros de guerra no tenía que ceñirse a la Convención. (…) Dijo también que los llamados ‘comisarios’ no serían considerados prisioneros de guerra”. Ante el mismo tribunal y antes de que los sentenciaran a la horca. El mariscal Wilhelm Keitel declaró: “El tema principal del que habló Hitler fue que ésta era una batalla decisiva entre las dos ideologías, y que este hecho hacía imposible emplear en esta guerra con Rusia unos métodos que, como sabemos nosotros, los militares, son los únicos correctos según la ley internacional”. De verdad, era una guerra de exterminio. Cumbre entre Franklin D. Roosevelt, Joseph Stalin y Winston Churchill en Teheran, en 1943 Cuando las tropas alemanas invadieron la Unión Soviética, Hitler dormía en Berlín. Stalin también dormía, en su casa de campo de Kuntsevo, en las afueras de Moscú. A Hitler no lo despertaron. A Stalin no quisieron despertarlo. Le temían. Cerca de las cuatro de la madrugada, cuando la invasión alemana estaba a pleno, el almirante Nikolai Kuznetsov, jefe de la Armada, recibió una llamada de la máxima autoridad naval de Sebastopol: había empezado el bombardeo alemán. Kuznetsov llamó de inmediato al Kremlin donde mantenían un secreto que no era tal: Stalin dormía en su dacha de Kuntsevo. “El camarada Stalin no está aquí y no sé dónde está”, contestó el guardia al almirante que creyó imprescindible insistir: “Tengo un mensaje importantísimo que debo poner de inmediato en conocimiento del camarada Stalin en persona”. Y el guardia: “No puedo ayudarlo de ninguna manera”, y colgó el teléfono. Ante la emergencia, también llamó por teléfono a Stalin, esta vez a su dacha, el mariscal Gueorgui Zhukov. “¿Quién llama?”, quisieron saber del otro lado. “Zhukov, jefe del Estado Mayor. Por favor, póngame en comunicación con el camarada Stalin. Es urgente”. “¿Cómo? –preguntó el guardia– ¿Ahora mismo? El camarada Stalin está durmiendo”. “¡Despiértelo inmediatamente! –tronó Zhukov– ¡Los alemanes están bombardeando nuestras ciudades!”. Recién tres minutos después, revela el gran biógrafo de Stalin, el británico Simon Sebag Montefiore, Stalin contestó el teléfono. Zhukov le dio la noticia y todo lo que recibió como respuesta fue un largo y profundo silencio, interrumpido apenas por una pesada respiración. El mariscal insistió: “¿Me ha entendido? ¿Camarada Stalin…?”. Por fin, tuvo respuesta. “Trae al Kremlin a Timoshenko y dile a Proskrebishev que convoque al Politburó”. Fueron las dos primeras personas a las que emplazó Stalin, aturdido y desconcertado. Semión Timoshenko era el ministro (comisario) de Defensa y Alexander Proskrebishev era su jefe de gabinete. El día anterior había sido un sábado calmo y caluroso en Moscú. El Dinamo, el equipo de fútbol de la ciudad, había perdido su partido de la fecha; en los teatros líricos brillaba Giuseppe Verdi: los telones se alzaban sobre la tragedia de Rigoletto y sobre el otro drama, el de una muchacha enamorada a la que llamaban La Traviata. También reinaba Anton Chejov y su Tres Hermanas, que se representaba con éxito. En el Kremlin olían algo raro. Nikita Khruschev diría luego que Stalin estaba “en un estado de confusión, de ansiedad, de desmoralización, incluso de parálisis”, que calmaba con noches sin dormir y cenas muy bien regadas en Kuntsevo. Pensaban en un posible ataque alemán, pero al mismo tiempo no podían creer que Hitler violara el pacto de 1939. El viernes 20 Khruschev le había dicho a Stalin: “Tengo que irme. La guerra está a punto de estallar. Puede que la ruptura de las hostilidades me sorprenda aquí, en Moscú, o de regreso a Ucrania”. Y Stalin había contestado: “Entonces, andate”. El ataque alemán, conocido como Operación Barbarroja, rompió el pacto de no agresión firmado entre Hitler y Stalin en 1939 (Imperial War Museum) Churchill había advertido al líder soviético sobre una eventual invasión alemana, lo que implicaba la traición de Hitler a aquel pacto “de amistad” que habían firmado von Joachim Ribbentrop y Viacheslav Molotov. El primer ministro británico no se convenció sino hasta marzo de 1941 que Hitler estaba dispuesto a “emprender una guerra a muerte contra Rusia y de cuán cerca estaba esa guerra –evoca en sus Memorias–. Nuestros informes de espionaje revelaron con lujo de detalles los amplios movimientos de tropas alemanas hacia los estados balcánicos, que fueron la tónica característica de los tres primeros meses de 1941”. Ni bien estuvo convencido de las intenciones de Hitler, Churchill envió el 3 de abril un mensaje a Stalin a través del embajador en Moscú, sir Strafford Cripps: “Comunique de mi parte lo siguiente al señor Stalin, con al que pueda ser verificado personalmente por usted. Tengo información segura, procedente de un agente fidedigno, de que, cuando los alemanes creyeron tener ya en su red a Yugoslavia, es decir después del 20 de marzo empezaron a trasladar desde Rumania a la Polonia meridional tres de las cinco divisiones Panzer. En el momento en que se tuvo noticia de la revolución serbia, se dio contraorden a este movimiento. Su Excelencia apreciará fácilmente el significado de estos hechos”. Pero su excelencia no apreció nada. Por alguna razón la entrega del mensaje se demoró, recién el 22 de abril le confirmaron a Churchill que su texto había llegado a manos de Stalin que también demoró su respuesta. “Si yo hubiese tenido algún contacto directo con Stalin –se lamentó Churchill en sus Memorias– quizá le habría evitado que le destruyeran tantos aviones en el suelo”. Incluso el espionaje británico había alertado a la URSS de la invasión inminente. El espía soviético Richard Sorge llegó a dar a Stalin la fecha exacta del ataque alemán, pero Stalin siempre creyó que todo no era más que una maniobra de Churchill para forzar la entrada de la URSS en la guerra. El 15 de junio, una semana antes del ataque alemán y cuando ya era un hecho la invasión, el primer ministro británico telegrafió al presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt: “A juzgar por las distintas fuentes de información de que dispongo entre ellas algunas muy fidedignas, parece que es inminente un vasto ataque alemán contra Rusia. (…) Si estalla esta nueva guerra, nosotros, naturalmente, alentaremos a los rusos y les prestaremos toda la ayuda que podamos con arreglo al principio de que Hitler es el enemigo a quien tenemos que derrotar”. Churchill tenía mucho más claro que Stalin cuál guerra había que pelear y contra quien. Tanto, que el sábado 21 de junio, mientras Violeta Valery, La Traviata, sufría el drama de su corta vida en el teatro lírico de Moscú, y mientras los nazis afilaban sus espadas en la frontera, Churchill confió a quienes había invitado a cenar en su residencia de Chequers: “Si Hitler invadiera el infierno, yo al menos hablaría bien del Diablo en la Cámara de los Comunes”. La invasión alemana fue gigantesca, como gigantesco fue todo en la ofensiva que intentaba capturar Moscú en un lapso de seis semanas, lo que durara el verano y el inicio del otoño. Después, el invierno complicaría todo Hitler no iba a invadir el infierno, iba a desatarlo en Rusia. Y Stalin, convencido de su infalibilidad, confiaba en que Hitler iba a respetar su palabra: ignoraba, o había olvidado, que desde hacía veinte años y cuando no era más que un agitador en Múnich, Hitler sostenía que la grandeza de Alemania estaría cimentada en la conquista del este de Europa. Inquieto por los informes que llegaban al Kremlin sobre la violación del espacio aéreo soviético por parte de aviones alemanes, a las siete de la tarde del 21 de junio Stalin hizo convocar al conde Friedrich Werner von Schulenberg para protestar sobre aquellos supuestos vuelos de reconocimiento de la Lutwaffe. Lo recibió Molotov, comisario de Asuntos Exteriores. El embajador quedó asombrado, y aliviado, porque los soviéticos no eran conscientes de la gravedad por la que pasaba, e iba a pasar, su país. Molotov preguntó a Schulenberg cuál era la razón por la que se habían marchado de Moscú las mujeres y los hijos del personal de la embajada alemana y Schulenberg, astuto, le contestó: “Todas las mujeres no. La mía sigue en casa”. Y allí quedó todo. Más tarde, casi al anochecer de ese sábado, Timoshenko, el ministro de Defensa, llamó por teléfono para anunciar que un desertor alemán había revelado que el plan de invasión de Alemania estaba previsto para esa misma madrugada. Una hora después, a las ocho y cuarto de la noche, Timoshenko llegó al Kremlin para informar que un segundo desertor alemán había avisado que la guerra iba a empezar a las cuatro de la madrugada, como empezó. Stalin preguntó en voz alta “¿No enviarían al desertor a propósito para provocarnos?” y le entregó al mariscal Zhukov una orden de alerta máxima para todos los ejércitos soviéticos. Cuando Zhukov la leyó en voz alta, Stalin lo interrumpió: “Sería prematuro publicar ya esa orden. Quizá todavía sea posible arreglar la situación por medios pacíficos”. El objetivo del Tercer Reich no era vencer a sus enemigos, sino exterminarlos. Ese día Hitler creyó vivir su mayor victoria pero fue también el momento en que su caída se volvió inevitable (Imperial War Museum) Por fin, los generales soviéticos, los que habían sobrevivido a la gigantesca purga de los años 30 que descabezó el ejército y debilitó su capacidad de operación, acordaron que las tropas debían ser puestas en estado de alerta. Emitieron una orden un poco más edulcorada que la original, que decía: “Es posible que entre el 22 y el 23 de junio se produzca un ataque sorpresa de los alemanes (…) La obligación de nuestras fuerzas es abstenerse de ejecutar todo tipo de acto de provocación”. Con la invasión ya en pleno desarrollo, Stalin llegó a pensar que Hitler había sufrido una especie de golpe de estado, una rebelión de sus generales de la Wehrmacht que actuaban por sobre sus órdenes: “Sencillamente –murmuró deprimido y desconcertado, pálido, nervioso, con su pipa aleteando en las manos y las voz quebrada– Hitler no sabe lo que está pasando”. El hombre más poderoso de la URSS no daría la orden de ofrecer resistencia hasta que no tuviese noticias directas de Berlín. El embajador alemán fue llamado al Kremlin por segunda vez esa larga noche convertida ya en el amanecer del lunes 23. Desde el despacho de Molotov, Schulenberg contempló por última vez en su carrera diplomática la iglesia de Iván el Terrible. Él también, con la voz algo quebrada, leyó el telegrama que le habían enviado desde Berlín y que daba una versión muy distinta de la realidad. Berlín decía que dada “la concentración de tropas soviéticas, el Reich se había visto obligado a tomar contramedidas de carácter militar”. Molotov estalló de furia: “¿Se supone que se trata de una declaración de guerra?” Schulenberg no supo qué decir y Molotov siguió con más furia todavía: “El mensaje que acabo de recibir no puede ser otra cosa que una declaración de guerra porque las tropas alemanas ya han cruzado la frontera y nuestras ciudades de Odesa, Kiev y Minsk son bombardeadas desde hace una hora y media. No merecíamos una cosa así”. Los dos hombres no tenían nada más que decirse. Molotov corrió al despacho de Stalin para decirle: “Alemania nos ha declarado la guerra”, mientras Schulenberg salía al amanecer del Kremlin para ver cómo llegaban los autos de toda la jerarquía soviética. No volvería ya ni a Moscú, ni a la vida diplomática plena: fue fusilado por Hitler, acusado de participar en julio de 1944 de la conspiración liderada por Klaus von Stauffenberg, conocida como “Operación Valquiria”. La Operación Barbarroja fue la mayor movilización militar de la historia. Tres millones de hombres entraron a tierras soviéticas a sangre y fuego (Deutsches Bundesarchiv) Con los nazis triunfantes y rumbo a Moscú después de conquistar la ciudad de Minsk, Stalin empezó a asimilar la magnitud de la catástrofe. A más de un mes de la invasión, el 26 de julio, convocó a Zhukov que luchaba en el frente suroccidental y lo reunió con Timoshenko y con el general Nikolai Vatutin: “Piensen todos juntos y díganme qué es lo que se puede hacer”. Algo de todo lo que se podía hacer lo había hecho el dictador soviético el primer día de guerra: había creado una especie de cuartel general, llamado la Stavka, porque la URSS no tenía siquiera un alto mando militar organizado: todo el poder estaba concentrado en Stalin que, por supuesto, había sido nombrado general en jefe de la Stavka. Pero tachó su nombre y colocó en ese sitial a Timoshenko. En octubre, Stalin, Timoshenko, la Stavka, Moscú y la guerra se hamacaban al borde del abismo. Los alemanes avanzaban hacia la capital contenidos apenas por la furia de las expertas tropas siberianas, fogueadas y experimentadas desde la guerra con Japón en 1939. Pero era un avance lento, retrasado: llevaban ya dieciséis semanas de guerra y Moscú no había caído en manos nazis en las seis semanas previstas por Hitler. Las carreteras alemanas estaban empantanadas. En medio de la desazón, los defensores soviéticos tuvieron un soplo de esperanza: la famosa raspútitsa había llegado a tiempo. La raspútitsa es un fenómeno de infiltración de agua en el suelo que transforma todo en un mar de barro y lodo cuando en primavera fusiona las nieves del invierno y, meses más tarde, cuando recibe el caudal prepotente de las lluvias de otoño. La palabra puede traducirse como “la estación del barro”, y se aplica tanto a la raspútitsa de primavera como a la raspútitsa de otoño. Como fuere, después del 7 y 8 de octubre, los días en los que cayó la primera nieve del otoño, los nazis sólo podían avanzar por los enlodados caminos que llevaban a Moscú a sólo tres kilómetros por hora. El 12 de octubre los alemanes capturaron la ciudad de Kaluga y, el 13, la ciudad de Kalinin: las dos a menos de doscientos kilómetros de Moscú. El Comité Central del Partido Comunista decidió evacuar la capital la noche del 15 de octubre y trasladar a un lugar más seguro los tesoros del Estado. Uno de ellos, el cadáver momificado de Vladimir Lenin, fue llevado en secreto a Tiumen, en Siberia Occidental, aunque frente al mausoleo se mantuvo la guardia de honor para no desanimar a los moscovitas. Los alemanes, que no habían llevado ropa invernal esperando una campaña corta, se estancaron en la raspútitsa, el hielo mezclado con barro del principio del invierno que luego se congela El Comité del PC decidió el 13, el mismo día de la caída de Kalinin, organizar batallones de obreros en cada uno de los distritos urbanos de Moscú: conformaron así una fuerza de doce mil hombres; mientas, otros cien mil recibían un rápido adiestramiento militar; diecisiete mil mujeres fueron instruidas en los rudimentos de la sanidad para servir como enfermeras en el amplio frente de batalla; otras quinientos mil trabajadores, la mayoría mujeres, fueron movilizados para levantar defensas en los caminos que conducían a la capital. Mientras, el lento avance alemán favorecía el despliegue de las tropas siberianas, acostumbradas al rigor del frío. Para cuando el “General Invierno” llegó para anular el avance alemán y dar vuelta el curso de la guerra; para cuando los muertos abonaban por centenares de miles los campos de la URSS; para cuando los dos bandos decididos a exterminarse comprendieron que la guerra relámpago será larga, brutal e impredecible, Stalin había tomado por fin una decisión. No era la de un gran estratega porque no era un gran estratega: cada vez que podía, Churchill hacía evidente la incompetencia militar de Stalin, a la que despreciaba. La decisión del soviético fue la de un desesperado: Moscú no se rendiría, Leningrado, la sitiada, no caería en manos nazis, y Stalingrado, la destruida, sería la tumba del ejército alemán. No importaba cuántas vidas iba a costar la ahora llamada Gran Guerra Patriótica. Rusia tenía prohibido ceder. Moscú daría el ejemplo. Stalin ordenó la prohibición de rendirse, o de dar un paso atrás, o de claudicar, que se haría legendaria en los duros días de a batalla por Stalingrado. Uno de sus comisarios, de apellido Stepánov, llamó una mañana a la Stavka, el cuartel general, para pedir el traslado de su propio cuartel un poco más al este, un poco más lejos de los nazis inminentes. Stalin tomó el teléfono y mantuvo con Stepánov un diálogo tragicómico y elocuente. El fracaso alemán en Moscú marcó el inicio de la retirada nazi y el giro de la Segunda Guerra Mundial “Camarada Stepánov –dijo a su comisario– Averigüe si sus camaradas tienen palas…” Stepánov no pudo creer lo que escucha: “¿Cómo dice, camarada Stalin?” Y Stalin: “¿Tienen palas los camaradas?” Y Stepánov un poco incrédulo: “¿A cuál clase de palas se refiere, camarada Stalin? ¿A las que usan los zapadores o a algún otro tipo de palas?” “No importa el tipo de palas”, rugió Stalin. “¡Por supuesto que tienen palas, camarada Stalin…! ¿Qué deberían hacer con ellas?” Y Stalin: “Camarada Stepánov, avise a sus camaradas que tienen que tomar sus palas y cavar sus propias tumbas. Nosotros no nos vamos de Moscú. La Stavka va a permanecer en Moscú y ustedes se van a quedar donde están”. Después de casi diecinueve meses de guerra en casi todo el territorio de la URSS, en enero de 1943, las tropas alemanas se rindieron en Stalingrado. La guerra se dio vuelta y los alemanes empezaron una larga y sangrienta retirada hacia el oeste, hacia Berlín. Y los rusos detrás. Lo hicieron a través de una ofensiva que recibió el nombre clave de “Operación Bagration” y que tuvo como destino destruir al grupo de Ejércitos del Centro alemán y abrir paso al resto de las tropas soviéticas que, en abril de 1945, tomarían el Reichstag de Berlín cuando todavía ardían las cenizas de Adolf Hitler en el jardín de la Cancillería. La gran ofensiva rusa coincidió con los días que siguieron al gran desembarco aliado en Normandía, el 6 de junio de 1944. El ataque ruso tenía también otro objetivo estratégico: impedir que las divisiones alemanas, maltrechas pero con poder de fuego, fuesen trasladadas al frente occidental para luchar contra las tropas que comandaba Dwight Eisenhower. Los rusos causaron pérdidas enormes a lo que quedaba del ejército nazi y cuando el Ejército Rojo llegó a las puertas de la sufrida Varsovia, a finales de julio de 1944, a los nazis no les quedó más remedio que retroceder hacia su propio territorio, hacia la derrota total, hacia la caída de Berlín. Stalin lanzó la “Operación Bagration” el 22 de junio de 1944, a exactos tres años de la “Operación Barbarroja”.

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