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CABA » Plazademayo
Fecha: 18/06/2025 12:19
La resolución del Tribunal Oral Federal 2 que impuso la prisión domiciliaria a Cristina Fernández de Kirchner no es una decisión judicial aislada: es el capítulo más reciente —y quizás más explícito— de una estrategia de disciplinamiento político, ejecutada con un nivel de ensañamiento que evidencia el deterioro institucional de la democracia argentina. La expresidenta, de más de 70 años, sin antecedentes de fuga y con custodia permanente de la Policía Federal, fue condenada no solo a la reclusión física, sino al silenciamiento simbólico. Su casa ya no es hogar, es celda. La decisión judicial establece, entre otras condiciones, la imposibilidad de que Fernández de Kirchner salga al balcón de su departamento en Constitución, alegando que su presencia podría “perturbar la tranquilidad del vecindario”. Esa frase —más propia de un régimen autoritario que de un fallo judicial en democracia— retrata el verdadero objetivo: censurar el símbolo, castigar la expresión, proscribir el vínculo entre una dirigente política y un pueblo que aún la acompaña. Con tobilleras electrónicas, restricciones de visitas, monitoreo permanente y la obligación de solicitar autorización judicial para recibir familiares, la prisión domiciliaria que atraviesa Cristina no responde a criterios legales sino a una narrativa de revancha. Basta comparar su situación con la de represores condenados por delitos de lesa humanidad que cumplen arresto domiciliario sin restricciones semejantes, para constatar la doble vara judicial. Jaime Smart pudo vacacionar en Bariloche. Jorge Olivera celebró su aniversario con un show privado. Ninguno fue callado. Ninguno fue invisibilizado. El ensañamiento judicial no es casual. El tribunal que firmó la sentencia está compuesto por jueces como Rodrigo Giménez Uriburu, cuya foto jugando al fútbol en la quinta de Mauricio Macri sintetiza la endogamia entre poder político, judicial y mediático. No se dictó una sentencia, se ejecutó una advertencia: quien ose desafiar al poder real —económico, financiero y concentrado— será castigado, incluso en su vida doméstica. Lo que se busca no es justicia: es escarmiento. Y no escarmiento contra una persona, sino contra una idea. Convertir a Cristina en prisionera es una advertencia a todo el campo nacional y popular. Es decir: este es el precio de la lealtad a un proyecto político que no responde a las corporaciones. Se castiga el pasado, se condiciona el futuro. Pero lo que intentaron convertir en derrota se transformó en movilización. Desde que se conoció la resolución, cientos de personas se congregan diariamente frente a su casa, en San José 1111. El saludo ya no es posible, pero la presencia persiste. El contacto simbólico —una vigilia, una consigna, una canción— reconstruye el puente que la Justicia quiso dinamitar. La resistencia se organiza no desde el poder institucional, sino desde el afecto político. El eco de esta situación trasciende las fronteras. Partidos como Podemos (España) y el PT de Brasil señalaron la similitud del caso con lo que vivió Lula da Silva: lawfare sin tanques, golpes sin sables. Es el nuevo rostro del autoritarismo: sentencias que disimulan persecución, tribunales que actúan como brazos judiciales del poder ejecutivo. Mientras tanto, el gobierno de Javier Milei avanza con un ajuste feroz que pulveriza el tejido social: jubilaciones recortadas, universidades sin presupuesto, tarifas impagables y represión como única política de control social. En ese contexto, el fallo contra Cristina se convierte en un símbolo más del modelo de exclusión: quien representa una alternativa debe ser eliminada. Sin embargo, hay una certeza que el poder subestima: el pueblo tiene memoria. Y también tiene voluntad. El intento de reducir a Cristina a un silencio protocolar ha despertado una identidad colectiva que se creía dormida. El “cristinazo” no es espontáneo, es histórico. Como en 1945, la respuesta a la proscripción no se grita desde los palacios, sino desde las calles. Porque lo que no pudieron proscribir —ni con expedientes, ni con tobilleras, ni con decretos— es una sonrisa. Y en esa sonrisa vive la esperanza de millones.
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