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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 17/06/2025 02:42
El estrés y la ansiedad aumentan en un entorno económico y social incierto, afectando la decisión de tener hijos en generaciones jóvenes (Imagen Ilustrativa Infobae) La natalidad está cayendo en casi todos los rincones del planeta. Esto podría interpretarse como una tendencia demográfica, pero sugiere en realidad una crisis cultural y existencial. La decisión de no tener hijos, en aumento sostenido en jóvenes de todo el mundo, dice mucho sobre el modo en que vivimos, sentimos y proyectamos, en especial el grado de confianza que tenemos sobre nuestro futuro. Según datos del Ministerio de Salud, Argentina registró en 2024 una tasa de natalidad de 12,9 nacimientos por mil habitantes, la más baja en los últimos 50 años. En 1980, la tasa superaba los 22 nacimientos por mil. Si bien el descenso ha sido constante, en la última década se aceleró. Un informe reciente realizado por el Observatorio del Desarrollo Humano y la Vulnerabilidad de la Universidad Austral, presentado en el marco del Día Internacional de la Familia, mostró que el descenso en la tasa de natalidad en la Argentina es de un 40%, tomado desde 2014. Esta es una de las disminuciones más bruscas en América Latina. En el mismo informe se destaca que casi seis de cada diez hogares ya no tienen hijos menores de 18 años. La tendencia es global, con datos de países como Italia (6,7), Corea del Sur (5,0) o España (7,1). La decisión de no tener hijos está relacionada con la desconfianza sobre el futuro, reflejada en un entorno social y económico de incertidumbre (Imagen Ilustrativa Infobae) Sin embargo, estas cifras son algo más que solo cifras, sino la manifestación de cuestiones profundas ligadas a los comportamientos individuales y sociales y los modelos y paradigmas que los sustentan, respecto a la formación de núcleos familiares y las relaciones interpersonales. Los cambios en diversos factores sociales y culturales se van acelerando a medida que transcurre la historia. Y si tomamos solo desde el principio de este milenio, luego más reciente la pandemia y postpandemia, podemos entender de manera concreta cómo han cambiado diversos factores que hacen a nuestra vida. Existe una ley que, si bien es relacionada con las computadoras, se traslada a la cultura en general. La “Ley de Moore” dice algo muy simple: la capacidad tecnológica se duplica cada dos años, pero esto se está viendo que ocurre en plazos progresivamente más cortos. Este modelo se traslada a la cultura. En resumen, todo cambia cada vez más rápido. Las costumbres, ideas, relaciones y hasta identidades se transforman antes de que podamos adaptarnos. Lo que ayer era normal, hoy es viejo. Lo que hoy entendemos, mañana ya no sirve. En paralelo a la tecnología y usando el mismo modelo, se habla de sociedades “en permanente actualización”, como si estuviéramos obligados a reiniciar nuestra vida, y nuestra forma de pensar, todo el tiempo. En 2024, Argentina alcanzó la tasa de natalidad más baja en 50 años, con 12,9 nacimientos por mil habitantes, reflejando una tendencia global (Imagen Ilustrativa Infobae) En realidad, todo va demasiado rápido para que se adapte nuestro sistema nervioso. Las relaciones duran menos, los discursos se renuevan antes de consolidarse. Lo que antes se construía en décadas, un matrimonio, una carrera, una ideología, hoy se mide en clics, likes o instantes. Entre esto está, evidentemente, el modelo tradicional de familia que se ha ido modificando de forma progresiva y lo que antes era la norma hoy puede ser la excepción. La familia como institución nuclear, ya no ocupa el centro simbólico de la vida. Se casan menos personas, se tienen menos hijos y se posterga la paternidad hasta que muchas veces no llega. La pareja no está pensada primariamente como una plataforma para criar hijos, sino como un vínculo de satisfacción afectiva o incluso, por el contrario, una fuente de tensión a evitar. Por otro lado, ya no es sinónimo de proyecto: muchas veces es un espacio frágil e inestable que puede ser rápidamente descartado, siendo esa actitud en lugar de algo conflictivo, valorada socialmente. En ese contexto, la decisión de no tener hijos aparece como una forma de autonomía, de resistencia o incluso de supervivencia. El deseo de formar una familia, postergando otros objetivos individuales, ha sido reemplazado por el deseo de libertad personal. Las redes sociales y la cultura del "yo primero" refuerzan la idea de vivir para uno mismo, desplazando el deseo de formar una familia (Imagen Ilustrativa Infobae) Ese ideal de libertad personal ha desplazado al de sacrificio por la continuidad. El “deber ser” del padre o la madre, cede ante el “quiero ser yo mismo”, y solo en ese contexto de logro personal (luego) podré estar en condiciones de abordar la paternidad. Estos cambios paradigmáticos en la cultura los podemos ver reflejados en redes sociales, internet y diversos medios. Las redes sociales celebran el “yo primero”, el “vivir para uno mismo”, como virtud. Redes sociales, discursos de empoderamiento, gurús del éxito personal: todo apunta al brillo individual. Estos gurúes e influencers muestran las ventajas de una cultura individualista, donde la identidad se construye en base a elecciones personales, viajes, experiencias, autocuidado, etc. En esa ecuación no entran hijos siquiera como variable. En una sociedad que mira cada vez más la imagen reflejada, la mirada se dirige hacia lo propio: autoconocimiento, autocuidado, autoimagen, etc. Frente a todas esas elecciones centradas en uno mismo, ser madre o padre ya no es un destino deseable, ya que implica una elección que conlleva a una renuncia de ese desarrollo personal. En ese marco, tener un hijo aparece como un obstáculo, una carga, algo que interrumpe la narrativa del autodescubrimiento, y muchos no están dispuestos a esa renuncia, ni creen que tenga real sentido más que cumplir un mandato cultural externo. Otro elemento a considerar son los factores psicológicos concretos como ansiedad, cansancio, burnout y miedos. Como hemos venido hablando desde hace unas décadas, estamos instalados en una época en la que el estrés y la ansiedad ya son casi un factor constitutivo de la cultura, más que una excepción. El burnout y la ansiedad afectan la capacidad de los jóvenes para asumir responsabilidades como la paternidad, ya que requieren energía y estabilidad emocional para criar a un hijo. La ansiedad generalizada, el aumento de los diagnósticos de depresión y el fenómeno del burnout dificultan y mucho la posibilidad de concentrarse en otro ser, y la misma génesis de los cuadros, que tiene un patrón de pensamiento constante y recurrente (overthinking), desgasta la posibilidad o el deseo de cuidar, sostener o acompañar a otro ser humano en desarrollo. El ensimismamiento que vemos en la depresión deja muy poco espacio para otra actividad, cosa que se manifiesta en áreas laborales inclusive y desde ya la posibilidad de tolerar cualquier otra tarea, más una de la importancia como es la vida de otro ser humano. Criar un hijo exige energía, estabilidad y proyección. Al mismo tiempo, la inestabilidad laboral, económica, entre otros factores, generan un miedo al futuro que reemplazó al sueño del porvenir. Muchos jóvenes se preguntan: “¿Para qué y con qué recursos de todo tipo, traería un hijo a este mundo?”. La falta de deseo hacia la paternidad no es caprichosa: es, muchas veces, una reacción lógica a un entorno percibido como hostil o inviable. Esto lo vemos claramente comparando generaciones, entre los baby boomers y la generación Z, las expectativas frente al futuro y los modos de relacionamiento han cambiado de manera fundamental. La maternidad ya no es vista como un destino obligatorio, y muchas mujeres postergan la paternidad por las oportunidades laborales y personales (Imagen ilustrativa Infobae) Al mismo tiempo, la mujer contemporánea se enfrenta a exigencias que pueden ser contradictorias: ser libre, pero estar disponible, madre y profesional independiente, independiente económicamente, pero con una sobrecarga económica dada por la crianza, joven y madura, sensible y fuerte, etc. En este panorama, aceptar no cumplir con roles vividos como mandatos y decir “no quiero ser madre” también puede ser un acto de madurez y salud mental. Al mismo tiempo, estamos en una época en la que el rol del padre y de la masculinidad viene siendo severamente cuestionado. El valor simbólico arquetípico del “pater” es algo que señalan los más diversos autores desde hace ya mucho tiempo. Esa crisis no es solo una pérdida del valor simbólico del padre, sino como figura masculina, y las funciones ligadas al arquetipo, ser el encargado de la norma, del límite, de transmitir, sostener, asegurar proyectos, etc. La figura del padre cumple una función estructural: introduce la ley, orienta la dirección del deseo, representa el paso del caos al orden. Pero una sociedad que vive en conflicto con el padre arquetípico, interrumpe esa herencia simbólica, y el que debe constituirse en padre, lucha contra sus propios conflictos arquetípicos quedando en el vacío entre el proceso personal no resuelto y la función que entiende deberá cumplir. La crisis de la figura paterna y la masculinidad cuestiona el rol tradicional del padre, y su función en la continuidad familiar se ha visto desplazada (Imagen Ilustrativa Infobae) El hijo, que alguna vez fue signo de continuidad, y por ende de sentido, también aparece al igual que en la mujer como un obstáculo al propio desarrollo personal y las dudas sobre la posibilidad de sostener ese rol que puede ser vivido como carga, amenaza o exceso. La función de “dar vida” y transferencia de legado se ha desplazado hacia otros lenguajes: crear proyectos, empresas, movimientos o incluso identidades digitales. Se da vida en proyectos pero no en la progenie. La caída de la natalidad no es un accidente. Tampoco un simple capricho generacional, un accidente estadístico, o un indicador económico. Es un reflejo, un espejo que muestra al igual que las otras manifestaciones de la cultura en un tiempo dado, el estado de esa sociedad. Quizás en esta época la desconfianza en el futuro, la fragmentación de los lazos y la transformación del deseo en otras metas. Quizás no estemos asistiendo a otra cosa que el fin de un paradigma que es suplantado por otro aún no evidente, ni aprobado culturalmente. Los cambios de paradigma son exactamente eso y siguen esa evolución. Quizás en lugar de poblar con cuerpos, tal vez estemos intentando poblarlo con otros significantes de sentido. Tener hijos implica un propósito profundo de continuidad y legado. (Imagen ilustrativa Infobae) En lugar de dar vida a otro ser humano, muchos eligen “crear” de otros modos: emprendimientos, viajes, redes, arte, identidad digital. La energía de la vida se canaliza en otros lados. Quizás sea lo que se viene presagiando desde los modelos que nos hablan de la propia evolución de la raza humana, con los modelos transhumanistas, la inteligencia artificial, los avances en genética, o inclusive a nivel global, la población mundial óptima. Se habla mucho de reducción poblacional, en esta era postindustrial. El sentido de la propia existencia y los planteos sobre esta, se ven en las más diversas esferas, como pueden ser los incrementos de los suicidios asistidos en el mundo, algo hasta hace poco un tabú y hasta un delito. No se trata de juzgar ni de romantizar. Se trata de entender. No tener hijos ya no es una excepción. Es un dato que quizás refleje una decisión colectiva que sea una tendencia y que esta esté en aumento. En ese sentido, quizás una señal clara de que algo cambió en nuestra forma de vivir, de vincularnos y de imaginar lo que viene. Estamos cuestionando todo: el futuro, el amor, la pareja, la vida que se supone que teníamos que vivir. En la era del algoritmo que lo sabe todo, de la identidad virtual, del vínculo efímero y del cansancio crónico, la pregunta de fondo ya no es si queremos tener hijos. La pregunta es más profunda y ligada a la existencia misma, y si en ella podemos imaginar futuros posibles. Y si podemos imaginar, si vemos en ese futuro algo ligado al deseo, y de allí alguna forma de nacimiento o renacimiento, o quizás todo lo contrario. Allí puede estar la línea a investigar. Ese vacío parece ser un espacio que estamos transcurriendo como sociedad global. * El doctor Enrique De Rosa Alabaster se especializa en temas de salud mental. Es médico psiquiatra, neurólogo, sexólogo y médico legista
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