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  • El ataque israelí a Irán y la geopolítica del umbral nuclear

    Parana » AnalisisDigital

    Fecha: 15/06/2025 03:06

    Por Guido Feld (*) El reciente ataque israelí contra infraestructura crítica dentro de Irán representa un giro geoestratégico de máxima envergadura. Ya no se trata de maniobras encubiertas o señales disuasorias. Esta vez, la guerra dejó el reino de las sombras y entró —aunque aún sin bandera oficial— en la lógica de una confrontación abierta. El equilibrio tácito que durante años mantuvo contenida la tensión entre Teherán y Jerusalén, simplemente colapsó. Durante 2024, la región fue testigo de una serie de ataques y contraataques limitados entre Irán e Israel, que mantuvieron una tensa pero contenida dinámica de confrontación indirecta. Estas acciones, aunque significativas, nunca cruzaron el umbral de un conflicto abierto. La operación israelí del 2025 cambia radicalmente ese escenario, marcando un salto cualitativo en la escalada y en la determinación israelí de impedir el avance nuclear iraní. La decisión de Israel de ejecutar un golpe de precisión, planificado con antelación quirúrgica y desplegado en varias fases simultáneas dentro del corazón del territorio iraní, rompe con la lógica de la contención gradual que había dominado la relación bilateral desde la caída del acuerdo nuclear original. Detrás de este movimiento hay algo más que una operación militar: hay una decisión estructural. Para Israel, Irán ha cruzado el umbral de lo tolerable. Y esperar a que tenga la bomba sería un acto suicida. El programa nuclear iraní ha estado siempre rodeado de ambigüedad estratégica. Teherán ha cultivado deliberadamente la noción de ser una “potencia umbral”: con capacidad tecnológica suficiente para construir un arma atómica, pero sin traspasar del todo la línea roja. Esa ambigüedad fue útil para negociar con Occidente, disuadir a sus enemigos y evitar una intervención directa. Pero el tiempo jugaba a su favor. Israel lo entendió. Y optó por cambiar las reglas del juego. En términos tácticos, el ataque demostró una capacidad de penetración que humilla los sistemas de seguridad iraníes. Drones lanzados desde bases encubiertas dentro de Irán, armas camufladas en vehículos, sabotajes simultáneos desde comandos internos: todo sugiere una operación integral, diseñada no solo para infligir daño sino para dejar en claro que la infraestructura crítica de Irán es vulnerable. Ese mensaje no es solo para los ayatolás. Es también para Washington, Moscú, Riad y Pekín. Las causas de esta ofensiva no pueden analizarse sin atender al contexto más amplio. Desde que Donald Trump volvió a la Casa Blanca en enero, su administración ha adoptado una posición dual: contención diplomática en público, presión silenciosa en privado. La narrativa oficial ha sido de moderación y llamado a la calma. Pero, detrás de escena, Trump dejó en claro que Irán debía elegir entre firmar un nuevo acuerdo —mucho más estricto que el de 2015— o enfrentar represalias de escala creciente. El ataque israelí se inscribe en esa lógica de presión acumulativa. Lo notable es que, a diferencia de otras épocas, Estados Unidos no lidera ni controla del todo el juego. La operación fue israelí en concepción, ejecución y decisión. Washington fue apenas un espectador informado. Esta autonomía israelí, aunque no inédita, marca una tendencia más amplia: el debilitamiento de las arquitecturas multilaterales de seguridad y la emergencia de potencias regionales capaces de actuar de forma unitaria. Israel se comporta como tal. Lo mismo ocurre con Turquía, con Irán y, cada vez más, con Arabia Saudita. Desde una mirada geopolítica, el ataque reordena los tableros. Rusia, enfrascada en su guerra prolongada en Ucrania, ha perdido margen para sostener simultáneamente sus intereses en Medio Oriente. China observa con preocupación, no por simpatía con Irán sino por temor a una desestabilización que afecte su acceso a recursos energéticos. Las potencias europeas, por su parte, emiten comunicados genéricos, pero han perdido toda capacidad real de influencia en la región. Lo que quedó en pie es una constelación de actores regionales tomando decisiones por su cuenta, sin esperar aval global. En ese esquema, Irán tiene una disyuntiva difícil. Responder de manera contundente podría escalar el conflicto hacia una guerra abierta con Israel, lo que arriesgaría sus capacidades militares y nucleares. Pero no responder podría ser interpretado como debilidad, tanto por su población como por sus aliados. Las opciones intermedias —ciberataques, acciones de Hezboláh, sabotajes regionales— siguen sobre la mesa, pero ya no garantizan una ventaja estratégica. El mensaje israelí fue claro: hay disuasión, pero no inmunidad. Las consecuencias inmediatas del ataque ya se sienten: incremento del precio del petróleo, alertas de seguridad en todo el Mediterráneo oriental, y reuniones de emergencia en varias cancillerías árabes. Pero lo más importante está aún por definirse. ¿Será este un golpe único, destinado a forzar una renegociación? ¿O es apenas el primer paso de una campaña sostenida para desmantelar el aparato nuclear iraní por completo? La región, mientras tanto, vive un reacomodamiento silencioso. Los Acuerdos de Abraham, que normalizaron relaciones entre Israel y varios países árabes, podrían ofrecer a Jerusalén una red tácita de respaldo. Nadie saldrá a aplaudir el ataque, pero tampoco se verán condenas virulentas desde Emiratos, Bahréin o incluso Arabia Saudita. El eje chiita que Irán ha tratado de consolidar —con Hezboláh, los hutíes y las milicias iraquíes— está más presionado que nunca. Y Turquía, en su ambigüedad estratégica, evalúa qué provecho sacar del nuevo equilibrio. Todo indica que hemos entrado en una nueva etapa. Ya no se trata de evitar una guerra. Se trata de administrarla. Israel dejó en claro que su doctrina de seguridad no admite zonas grises: un Irán nuclear no es negociable. La comunidad internacional, agotada y dispersa, ya no tiene la fuerza para contener esta lógica. La región, como tantas veces en su historia, vuelve a ser rehén de sus propias asimetrías de poder. El ataque no resolvió el problema iraní. Pero lo hizo explícito. Y al hacerlo, cambió el escenario para todos. En adelante, ya no se discutirá si Israel está dispuesto a actuar. La pregunta será si Irán está dispuesto a pagar el precio de no ceder. La guerra entre las sombras ha terminado. Lo que viene ahora es más peligroso, más abierto, más irreversible. Y quizás también más honesto. Porque en este teatro brutal que llamamos geopolítica, a veces el silencio solo encubre lo inevitable. Como advirtió Henry Kissinger: “Las naciones no se mueven por compasión sino por percepciones de interés y necesidad.” Israel ya hizo su cálculo. Irán está a punto de hacer el suyo. (*) Infobae

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