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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 14/06/2025 05:07
Soldados alemanes marchan en París el 14 de junio de 1940. El telón de fondo, el Arco del Triunfo (The Grosby Group) El mismo día en el que los nazis entraron triunfantes en París, hace ochenta y cinco años, un tren de deportados polacos llegó a unos viejos barracones militares restaurados para convertirse en un campo de concentración en la ciudad polaca de Oswiecim, a la que los invasores nazis rebautizaron con el antiguo nombre alemán de cuando era parte del imperio austro húngaro: Auschwitz. Las tropas alemanas que el 14 de junio de 1940 desfilaron bajo el Arco de Triunfo mientras los alemanes, tras sus ventanas clausuradas cantaban La Marsellesa para comprobar que la música de nada vale frente a los fusiles, inauguraban también un infierno que duraría casi cuatro años, hasta agosto de 1944. El tren que llegó a Auschwitz cargado de prisioneros establecía la gran industria de la muerte que al cabo de casi cuatro años y siete meses, hasta enero de 1945, dejaría más de un millón de muertos en sus cámaras de gas y en sus hornos crematorios. No fue el azar el que unió a los dos infiernos: fue la guerra de Adolf Hitler. En junio de 1940, cuando la Segunda Guerra llevaba ya nueve meses luego de la invasión alemana a Polonia, en septiembre de 1939, las tropas de Hitler se paseaban por Europa como sus antepasados, dominantes y destructores. Y también vengativos. Habían revolucionado la guerra con el veloz desplazamiento de sus tanques y el desarrollo de lo que se llamó “blitzkrieg”, guerra relámpago, que contaba con el apoyo de una fuerza aérea veloz, ligera y mortífera: era un insulto a la modernidad, pero era una guerra moderna. Los parisinos huyeron de la ciudad hacia las afueras y hacia el interior, en un tristísimo y silencioso éxodo. El gobierno del primer ministro Paul Reynaud huyó a Burdeos y dejó a París en calidad de “ciudad abierta” Todo se vio venir: la guerra y los campos de concentración. París y Auschwitz fueron el principio del mal, el inicio de otra guerra que envolvía al mundo con nuevos símbolos vivientes de odios raciales, terrorismo, una violencia inédita hasta entonces, como inédita era la arrogancia y la crueldad de los nazis en el poder, ante la mirada inquieta pero impotente de una Europa sorprendida y temerosa. Ya en 1936 Hitler había ocupado Renania; las potencias, Gran Bretaña y Francia miraron hacia otro lado. En 1938, los nazis anexionaron Austria al Reich, una violación del tratado de Versalles firmado en 1918 y que, de alguna forma, había plantado la semilla de la Segunda Guerra. En septiembre de ese mismo año, el Pacto de Múnich, un acuerdo entre Alemania, Italia, Gran Bretaña y Francia, le permitió a Hitler anexar a su Reich parte de Checoslovaquia, la región de los Sudetes, que tenía población alemana y Hitler consideraba propia. Los primeros campos de concentración, el de Dachau por ejemplo, fueron levantados en Alemania por las SS en 1933, y estuvieron destinados a presos políticos, casi todos comunistas, a opositores a Hitler, a delincuentes comunes, y a otros “antisociales, indeseables”, según la propaganda oficial. Cuando los nazis conquistaron Europa, los campos se multiplicaron en Austria, Polonia, Francia, Países Bajos, Checoslovaquia, Bélgica, Lituania, Estonia y Letonia. En total llegaría a veintisiete grandes campos principales y otros cien mil que funcionaban como “recintos secundarios” o campos menores. Sólo Auschwitz tuvo treinta y nueve “subcampos” que incluían instalaciones industriales en las que se usaba mano de obra esclava. Auschwitz había empezado a funcionar el mismo día que los nazis ocuparon París, con el arribo del primer tren de deportados (AUSCHWITZ MUSEUM/Handout via REUTERS/File Photo) “Alemania no inventó los campos de concentración –dijo Hitler en uno de sus discursos– Fueron los ingleses quienes aprovecharon esta institución para hundir a otras naciones”. La propaganda nazi siempre habló de los “campos extranjeros” para justificar los propios, en especial los campos británicos levantados durante la guerra de los Boers en Sudáfrica, en los últimos años del siglo XIX. El jefe de las SS, Heinrich Himmler, responsable de los campos de exterminio, dijo en un discurso transmitido por la red de radios alemanas, que los campos de concentración eran una “institución consagrada en el extranjero” y aseguró que la versión alemana de esos campos era “considerablemente más moderadas que las extranjeras”. Miles creyeron en esa mentira y muchos más creyeron conveniente creer en esa mentira. El 10 de mayo de 1940 la Wehrmacht se lanzó a la conquista del oeste europeo, confiados en su maquinaria de guerra invencible. En cierto modo lo era. El general Erwin Rommel, al frente de la 7ª “División Fantasma” de tanques Panzer atacó a los Países Bajos, Bélgica y Francia. Fue una operación tan veloz que hasta el alto mando alemán perdió en un momento la pista del ataque. Rommel venció a los británicos en Arrás y destrozó las comunicaciones y los suministros de los débiles aliados: Francia y Gran Bretaña. Todo duró menos de seis semanas. Cuando se rindió a los nazis el Benelux (Bélgica, Netherlands –Países Bajos– y Luxemburgo), más de trescientas mil tropas francesas y británicas quedaron encerradas frente al mar en Dunkerque. Fueron evacuadas en una operación arriesgada y milagrosa encarada por los británicos: los nazis encararon rumbo a París y Gran Bretaña, ya con el liderazgo de Winston Churchill, quedó sola en su lucha contra Hitler. Los alemanes entraron a una París desierta y dolorida, angustiada por la invasión que simbolizaba el final de la Tercera República, surgida de las cenizas del Imperio vencido tras la guerra franco-prusiana. Los parisinos huyeron de la ciudad hacia las afueras y hacia el interior, en un tristísimo y silencioso éxodo. El gobierno del primer ministro Paul Reynaud huyó a Burdeos y dejó a París en calidad de “ciudad abierta”. En Burdeos, el mariscal Philippe Petain, un héroe de la Primera Guerra, partidario de un armisticio con los nazis, asumió como primer ministro de un gobierno colaboracionista con los alemanes, instalado en la ciudad de Vichy. El acuerdo se firmó en el mismo vagón de ferrocarril donde se había firmado en 1918 el armisticio entre la Francia victoriosa y la Alemania derrotada. "Teníamos miedo, no sabíamos dónde estábamos ni adónde íbamos. A mí me pareció que estábamos en el infierno. Y resultó que sí: aquello era el infierno”, dijo Jerzy Bielecki Para los parisinos, la ocupación fue humillante. Empezó a regir un toque de queda, entre las nueve de la noche y las cinco de la mañana, horas en las que la ciudad se oscurecía. Desde septiembre de 1940 los alemanes impusieron el racionamiento de alimentos, tabaco, carbón y ropa. Escasearon los artículos de primerísima necesidad y aumentaron los precios; rigió un mercado negro prohibido pero tolerado que contribuyó a que la sociedad quedara dividida entre ciudadanos de primera y de segunda. Un millón de parisinos dejaron la capital rumbo a las provincias, seguros de encontrar en ellas más alimentos y menos alemanes. La radio y la prensa francesa sólo difundían y mostraban propaganda nazi. Francia tenía así dos territorios y dos gobiernos: la mal llamada “zona libre”, regida por el régimen de Vichy, y la zona ocupada que formaba parte del Reich de Hitler. París era la víctima adecuada para la ambición del Führer, y también la de su ministro de propaganda Joseph Goebbels, empeñados en una batalla cultural para eliminar la influencia de la culta Francia en el resto de Europa. Días después de la ocupación, sobre finales de junio, Hitler visitó París, que era la ciudad de sus sueños. Fue una visita relámpago que duró tres horas; se deslumbró con la ciudad, se fotografió en el Trocadero frente a la Torre Eiffel y soñó con erigir una ciudad similar en Alemania, como si eso fuese posible. La Francia de la libertad, la igualdad y la fraternidad había pasado a ser la del trabajo, la familia y el patriotismo. Los iniciales indicios de resistencia fueron aplastados con violencia por la Gestapo y las SS; reinaron las razzias de estudiantes, la tortura, los fusilamientos y la represión de toda expresión no alemana. Los judíos de París fueron obligados a coser en sus ropas la estrella amarilla, mientras, al igual que en Alemania, les prohibieron tener acceso y ejercer ciertas profesiones y frecuentar determinados logares públicos. Cinco meses después de la ocupación, el 11 de noviembre de 1940, los estudiantes parisinos llevaron adelante la primera manifestación contra los nazis. La represalia fue sangrienta. Nacieron luego las primeras redes clandestinas de resistencia, algunas fieles al Partido Comunista francés, otras aliadas al general Charles De Gaulle que hablaba desde Londres en nombre de una Francia Libre. La batalla por la liberación sería larga, dura y por momentos incierta. Hitler visitó la capital de Francia con una comitiva reducida. Se paseó de madrugada y en un breve tour secreto por las calles de una ciudad que admiraba (The Grosby Group) El 16 y 17 de julio de 1942, trece mil quinientos doce judíos de París, incluidos cuatro mii ciento quince chicos, fueron apresados por la policía francesa bajo domino alemán y deportados en la primera gran marcha masiva de franceses a los campos de concentración. El destino de todos fue uno solo: Auschwitz, convertido ya en un campo de exterminio porque regía entonces, desde enero de ese año, la decisión nazi de eliminar a la población judía de Europa, calculada en once millones de personas. Auschwitz había empezado a funcionar el mismo día que los nazis ocuparon París, con el arribo del primer tren de deportados. El origen del campo se remontaba a la Primera Guerra Mundial, cuando había sido apenas un asentamiento temporario para trabajadores en ruta hacia Alemania. Los terrenos, con edificios de ladrillos y barracones de madera, fueron después aprovechados por el ejército polaco y pasaron de inmediato a manos de los nazis después de la invasión a Polonia que dio origen a la Segunda Guerra, en septiembre de 1939: fue la Wehrmacht la que usó primero esas instalaciones como centro de detención para prisioneros de guerra, pero en los primeros meses de 1940, el campo pasó a manos de las SS de Heinrich Himmler, que convirtió las instalaciones en un campo de concentración. Era una zona inhóspita, con mala calidad de agua, con dos ríos, Sola y Vístula, que anegaban la tierra de manera caprichosa y llenaban el área de insectos, mugre y desperdicios. Pero las SS evaluaron otra cosa: edificios y barracones ya estaban levantados, el campo era centro de un eje ferroviario importante y era fácil de ocultar a las miradas curiosas. En abril de 1940 empezaron las obras de acondicionamiento. Los iniciales indicios de resistencia en París fueron aplastados con violencia por la Gestapo y las SS; reinaron las razzias de estudiantes, la tortura, los fusilamientos y la represión de toda expresión no alemana El primer tren que llegó a Auschwitz con prisioneros, el 14 de junio de 1940, mientras en París se arriaba la bandera tricolor y se izaba la de la esvástica, puso en aquel esbozo del infierno a setecientos veintiocho hombres, todos polacos, todos provenientes de la prisión de Tarnów, cerca de Cracovia. La mayoría eran jóvenes acusados de varios delitos vagos que entraban en la amplia definición de “delitos contra Alemania” que hacía el Reich de Hitler; en su mayoría eran estudiantes, pero también llegaron con ellos algunos soldados, profesores, abogados, sacerdotes, deportistas y médicos. Que se haya sabido, sólo once eran judíos. Fueron enumerados desde el 31 al 758 y se convirtieron en la razón de ser del odio nazi que encarnó como nadie el comandante de Auschwitz, Rudolf Hoss, que había sido nombrado por Himmler el 4 de mayo de 1940 y que, al final de la guerra, fue juzgado y colgado en Auschwitz, no lejos de los hornos crematorios. Los presos del primer tren fueron recibidos a golpes por los guardias de las SS y una treintena de “kapos” transferidos de otro campo, Sachsenhausen. Uno de los prisioneros, Wieslav Kielar, de veintiún años, registrado como el preso 290, se vio ensangrentado, vio las caras, las camisas y las chaquetas de sus compañeros de desdicha también ensangrentadas y escuchó al jefe del campo, Franz Fritzsch, un súbdito de Hoss que llegaba desde Dachau, gritarles en el patio de Auschwitz que aquello no era un sanatorio, sino un campo de concentración alemán: “Pronto descubriríamos –recordó años después– lo que significaba un campo de concentración alemán”. Otro de los prisioneros era Marian Kolodziej, el número 432, un chico de diecisiete años que fue arrestado por los alemanes por ser boy scout y porque los alemanes asumían que los boy scouts eran parte de la resistencia polaca. Pasó en Auschwitz cincuenta y nueve terribles meses, hasta que fue liberado al final de la guerra, en mayo de 1945, después de haber pasado por otros cuatro campos de exterminio. En su vejez, dejó un valioso testimonio artístico de aquel horror. Aquellos primeros prisioneros fueron obligados también a refaccionar parte de las edificaciones de Auschwitz. Recién cuando la guerra llegó a su fin se conoció parte del destino de aquellos desdichados: de los setecientos veintiocho hombres que llegaron en aquel primer tren que abrió las puertas del infierno, trescientos veinticinco sobrevivieron; doscientos noventa y dos murieron y del resto, ciento once personas, se desconoce cuál fue su destino final. Fotografía de soldados alemanes a la entrada de la estación de metro Richelieu Drouot de París, tomada el 14 de julio de 1940 (Stéphanie Colaux y Stéphane Jaegle) Los investigadores trabajan todavía en tratar de descubrir la identidad de aquellos viajeros en el primer tren del horror. Una de esas últimas identidades dio con Jósef Baluk, preso número 756, del que existía sólo una fotografía con una leyenda: “desconocido”. Pero gracias a los documentos donados por las familias, fue posible identificarlo: era un empleado de la compañía estatal polaca de ferrocarriles, que había nacido en Cracovia en 1890 y fue detenido por los nazis en la primavera de 1940: murió en Auschwitz el 18 de febrero de 1941. También Zbigniew Nowotarski fue rescatado del olvido: fue el preso 657, un abogado que murió en 1941 y del que sólo se conservaba una foto sin ninguna otra información. Otro preso político polaco, Jerzy Bielecki, que también llegó a Auschwitz en aquel primer tren, recordaría para el libro El Holocausto, de Laurence Rees, cómo fue la llegada de los prisioneros al campo: “A mi lado iba un chico joven, tendría dieciséis años, tal vez quince, y lloraba a lágrima viva: le habían roto la cabeza y le caía sangre por la cara. Teníamos miedo, no sabíamos dónde estábamos ni adónde íbamos. A mí me pareció que estábamos en el infierno. No lo podía describir de otra manera. Y resultó que sí: aquello era el infierno”. Europa sometida, París ocupada, Francia humillada, Auschwitz y sus puertas abiertas al espanto: en junio de 1940, el mundo bailaba al compás de la música nazi. Pero la partitura completa todavía no había sido escrita.
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