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  • Los sorprendentes números que se mueven en La Salada

    Concordia » Despertar Entrerriano

    Fecha: 13/06/2025 11:33

    En La Salada todo tiene precio. Los compradores pagan hasta por usar el baño -$500- y por estacionar en alguna de las calles cercanas al polo textil -entre $7000 y $10.000 según la cuadra-. La mayoría de los feriantes no tienen su propio puesto y alquilan uno por millones al mes, pagando, además, por su propia seguridad y la de su mercadería. La seguridad privada, cientos de civiles interconectados por handies, es indispensable: en cada venta al por mayor, compradores y vendedores intercambian sobres o grandes bolsos de billetes. Hasta los chalecos de los jóvenes que transportan la mercadería -los carreros- tienen un alto precio. E incluso, un valor de alquiler. En este polo textil, el más grande de la Argentina, la informalidad y el libre mercado son la norma. Las tres grandes ferias que la componen compiten con ofertas y beneficios para atraer a los cientos de autos y micros de larga distancia que llegan a este polo textil con compradores mayoristas del interior, e incluso de países vecinos. Hace ya tres semanas que las tres ferias que componen La Salada están clausuradas, con las persianas bajas y bajo custodia policial, como parte del operativo que siguió a la detención de Jorge Omar Castillo y otros 15 líderes del complejo, acusados de maniobras de lavado con empresas de la Argentina y Panamá. La medida generó numerosas manifestaciones de los trabajadores frente a los galpones cerrados, donde muchos aún tienen su mercadería. La fiscalía interviniente está ahora definiendo la reapertura del complejo por orden judicial, a partir de la formación de una “mesa interinstitucional”. Sería, anticipan, una solución provisoria para que los trabajadores puedan volver a puestos de trabajo y la zona se reactive, tras la crisis social que implicó la clausura del predio. La subsistencia y el crecimiento de La Salada a lo largo de los últimos 30 años, desde que era apenas un cúmulo de puestos de hierro sobre la ribera del Riachuelo hasta convertirse en el coloso que es hoy, fue posible gracias a la coraza de protección política con la que siempre contó. Pero, a su vez, destaca Matías Dewey, sociólogo argentino y profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de St. Gallen (Suiza), la existencia de La Salada responde a dos grandes problemáticas argentinas: la informalidad laboral y el escaso acceso a la indumentaria barata. Enorme, popular y generadora de un gran movimiento de dinero, el universo de La Salada tiene reglas y, sobre todo, tarifas. Lo primero que ve cualquier visitante a la feria son los trapitos. Se ubican principalmente a lo largo de las diez cuadras que se extienden sobre el Camino de la Ribera Sur, entre las calles Andrés Bello y Albert Einstein. También están cruzando el puente del ferrocarril Belgrano Sur, sobre el camino de la Ribera del lado de Capital Federal, donde en un buen día de feria, antes de la clausura de La Salada, podían llegar a estacionarse más de 80 autos. Los trapitos acomodan los autos no solo a los costados de las calles y avenidas, sino también en las veredas. Se organizan por Whatsapp. Allí definen calles y montos. Los que se apropian de las cuadras más lejanas no suelen poner un precio fijo, aunque afirman no aceptar menos de $5000. Los que se acomodan en las cuadras cercanas a los galpones sí ponen montos fijos: entre $7000 y $10.000. El sábado pasado se los podía ver cuidando desde camionetas de alta gama y de último modelo hasta autos sencillos y viejos donde viajaba, por ejemplo, un grupo de vendedores de ropa a domicilio de la localidad de Mercedes, que se acercan todas las semanas a La Salada para comprar la ropa que luego venderán casa por casa en su barrio. Los cuidacoches también suelen pasar en algún momento del día por los puestos de los vendedores ambulantes que se ubican sobre las veredas de la avenida y las calles linderas de La Salada para cobrarles la fracción de asfalto que ocupan. “No es algo de todos los días. Pero hay veces que pasan y nos cobran unos $1500 o $2000. No nos molesta, de alguna forma los trapitos nos cuidan de robos también. Es una zona muy insegura”, cuenta Briana, una de las vendedoras ambulantes que el sábado pasado ocupaba una parte de la vereda de la ribera sur, junto al Riachuelo, donde vendía rompevientos falsificados de Adidas, que compra importando de Perú, y también prendas de producción propia. “Lo de marca siempre llama más la atención y se vende más caro y más rápido, más ahora que se acerca el Día del Padre”, explica. Los vendedores ambulantes dicen que solían moverse entre Flores, Once y La Salada, pero que últimamente prefieren evitar la Capital porque la policía los echa y les decomisa la mercadería. La gran mayoría de los vecinos de Ingeniero Budge trabajan de manera directa o indirecta en La Salada. Especialmente en las inmediaciones de la feria, una zona vulnerable donde predominan las casas precarias y donde muchos jóvenes se dedican durante los días de feria a cargar carros de hierro con bolsas de ropa desde los puestos de la feria hasta los autos o micros de los compradores. “Soy carrero”, responden cuando se les pregunta a qué se dedican. En las movilizaciones en protesta por la clausura de La Salada era fácil identificarlos porque todos tenían el mismo chaleco, cada uno con una numeración distinta. Este chaleco, que deben comprar en la administración de una de las tres ferias para poder trabajar como carrero, es su bien más preciado. Funciona, en el mundo paralelo de La Salada, como su jubilación y su seguro de vida. “Cuando están enfermos, lo alquilan y pueden tomarse días. Siguiendo la misma lógica, yo he trabajado con carreros que estaban por jubilarse y pensaban en alquilar el chaleco y eso servía de jubilación. También se usa como garantía para sacar un electrodoméstico a crédito en el centro de Ingeniero Budge. Es otra Argentina”, explica Dewey. Cobran un aproximado de $10.000 pesos por viaje y, en un buen día de feria, pueden llegar a realizar un aproximado de 15 viajes, lo que daría un total de $150.000, dinero que luego se reparten con sus ayudantes: otros chicos que no tienen sus propios carros pero que ayudan a los carreros a cargar y descargar la mercadería. “Lo más pesado son las bolsas de ropa de lycra”, cuenta uno de los miles de carreros de La Salada desde la puerta de su casa. Como la feria funciona tres veces por semana, el resto de los días los carreros suelen salir a cartonear por el conurbano y el sur de la ciudad de Buenos Aires. Ahora que la feria está clausurada, la mayoría suele recorrer las calles todos los días, cuentan a LA NACION. Las bolsas de ropa que acarrean pueden pesar entre 100 y 150 kilos, detallan. Muchas veces, destacan sociólogos e investigadores, esta población está atravesada por la adicción al paco. Por eso, por los dolores crónicos de espalda que muchos atraviesan desde jóvenes y por su bajo nivel de escolaridad es que, generalmente, destacan los especialistas, no sería fácil incorporarlos a la economía formal. Lo mismo sucede con los cientos de trapitos que trabajan cuidando autos en la zona e incluso con muchos de los vendedores ambulantes. Los carreros fueron los más visibles durante las manifestaciones en reclamo de la reapertura de La Salada que tuvieron lugar casi todos los días de las últimas dos semanas, tras la clausura temporal del predio. Ahí era posible ver a muchos con sus chalecos numerados. Son chalecos que, por obligación de los administradores de la feria, deben comprar para poder ejercer como tales. El negocio abarca también a vecinos del barrio que se dedican a producir los carros. Emilio se jubiló de una fábrica de galletitas de la zona y se dedica a fabricar y arreglar carros y luego venderlos o alquilarlos, al igual que muchos de sus vecinos. Es tanta la competencia que hay dentro de las ferias que las etiquetas de la ropa y los accesorios tienen valores similares en los diferentes stands. En los paseos de compra satélites de La Salada que continúan abiertos -por estar fuera de la causa judicial-, una remera básica sale aproximadamente $5000; un buzo con un logo de Adidas o Nike oscila entre los $10.000 y los $20.000, unos escarpines, $2000, y una cartera de cuerina de producción artesanal, entre $3000 y $5000, según el tamaño. Los últimos censos establecieron que detrás de cada puesto hay entre cuatro y cinco personas involucradas en la fabricación y la venta. Es por eso que la Cámara de la Mediana Empresa calcula en sus informes que La Salada tiene un aproximado de 30.000 trabajadores. Pero en verdad son muchos más: detrás de cada puesto hay cientos de propiedades de la zona que los puesteros alquilan como depósitos de mercadería, y también miles de talleres clandestinos -la mayoría familiares- donde se produce la ropa. De acuerdo a los últimos estudios de campo de Dewey, el 50% de las prendas que se venden aquí tienen algún tipo de falsificación. Dentro de esta categoría hay imitaciones fidedignas, principalmente camisetas de fútbol, que son la minoría. Pero en la mayoría de los casos lo único que se copia es el logo de la marca. El otro 50% de la ropa que se comercializa en La Salada, detalla el investigador, no tiene marca, o tiene la marca de su productor. Los compradores que se pasean por los pasillos y galerías distinguen entre ropa “importada” y ropa “réplica”. La importada es ropa de marca falsificada que los comerciantes compran en países vecinos, como Perú y Bolivia, y luego la revenden en La Salada. Mientras que las réplicas son versiones locales de este producto, que suelen ser de menor calidad y, por ende, más económicas. “Cuando te piden réplica es porque quieren saber si vendés una versión más barata del producto que están buscando”, afirma Paula, una vendedora y productora de ropa que trabaja en un puesto de una galería satélite de La Salada, mientras a pocos metros desembarca de un micro un grupo de uruguayos que vienen a comparar. Es en estos micros, explican ella y otros vendedores, que llegan los productos importados que algunos de ellos revenden. “Cuando vienen a comprar, también muchos traen ropa importada para vendernos”, cuentan. Entre los puesteros hay dueños de su propio local e inquilinos. El alquiler mensual en los tres principales galpones de La Salada oscila entre los $1.400.000 y $2.500.000 por mes, según la ubicación y el tamaño del puesto, que puede ser 2×2 o 2×4. En las galerías linderas el alquiler es más barato: entre $600.000 y $1.200.000 por mes. En caso de alquilar un local por un día, el precio promedio es de $100.000, destacan los feriantes a LA NACION. A estos montos se suman la seguridad privada y la tasa municipal, que los puesteros pagan en la administración cada mes. En total, los dos suman unos $200.000. Hasta hace unos años, la administración también le cobraba una penalidad interna a los puestos que “vendieran marca”. Esto es, ropa falsificada con logos de marcas generalmente deportivas. Según explica Dewey, La Salada es uno de los primeros eslabones de una cadena que alimenta no solo a las ferias informales y las más de 500 ‘Saladitas’ que hay en el conurbano bonaerense, sino también a muchos locales de las avenidas porteñas y los negocios de indumentaria de todo el país y de países limítrofes, como Uruguay y Paraguay. Esto, según el investigador, lleva a que, incluso sin saberlo, muchos argentinos de clase media o incluso clase media alta, tengan prendas de La Salada: desde medias hasta camisetas y remeras. Entre los feriantes hay vendedores contratados por los dueños de los puestos, o sus inquilinos, quienes ganan entre $4000 y $5000 la hora, por lo que en un día de feria pueden sumar entre $32.000 y $40.000. Es un escenario diferente al de hace unas décadas, cuando la feria tenía un tamaño menor y los vendedores eran los mismos dueños de los puestos. Hoy, muchos de estos dueños -entre ellos miembros de la comunidad boliviana que ayudaron a tomar los terrenos sobre los que después se montaron los galpones- dicen haber progresado en su negocio y se permiten ya no ir a la feria y contratar vendedores. Algunos de ellos, según pudo saber LA NACION, tienen varios puestos en las distintas ferias de La Salada, o tienen locales en Flores, sobre la calle Avellaneda. Hay quienes incluso han invertido en maquinarias para sus talleres clandestinos, que en la mayoría de las veces funcionan en sus casas, o en galpones cercanos, en los partidos de Lomas de Zamora, Almirante Brown y La Matanza, entre otros. Entre los más poderosos se encuentra Castillo, uno de los principales socios de Punta Mogote. Al ser dueño de cientos de puestos de venta, su negocio ya no es de indumentaria, sino inmobiliario. En un buen día, una persona que alquila mensualmente un puesto La Salada puede tener una ganancia bruta de $800.000, a lo que luego hay que restarle los costos del alquiler y de producción, o compra, de la mercadería. Muchos vendedores dicen ser monotributistas, pero esto no es suficiente para cumplir con todas las normativas de una venta legal, que incluye habilitaciones y declaración de trabajadores, entre otras condiciones. Entre las 15 personas que fueron detenidas el mes pasado en el marco de la investigación por lavado de dinero con más de 25 empresas, constituidas en la Argentina y Panamá, se encuentran administradores de las ferias Punta Mogote y Urkupiña, como Castillo, conocido como ‘“El rey de la Salada”, su hijo Manuel, su esposa, Natalia Paola Luengo, y Enrique Antequera, entre muchos otros. Son nombres históricos en el predio, cuyo negocio, en la mayoría de los casos, no es la venta de ropa, sino el alquiler de cientos de puestos dentro de La Salada. Entre los detenidos se encuentra también Paula Raquel Corbo, una de sus colaboradoras de Castillo, encargada de cobrar los alquileres de los puestos en su Toyota Hilux y llevarlos a la casa de Castillo en un country con haras, en Luján. En los allanamientos realizados en esta casa se secuestraron 430 millones de pesos y más de 2,5 millones de dólares, también máquinas para contar billetes. Según se detalla en la causa, en ocasiones eran tantos los bultos de efectivo que pasaban por la oficina de Castillo que los fajos no se contaban billete por billete, sino “millón por millón”. Solo Punta Mogote tuvo ingresos de 26.827 millones de pesos entre 2021 y 2025, se explicita en la causa. Las administraciones de las tres ferias funcionaban de distintas maneras. Mientras que Urkupiña, la más antigua y también la más grande, que tenía de administrador a Antequera, era una Sociedad Anónima, Punta Mogote, liderada por Castillo, era una sociedad comandita simple (SCS). Ocean, en tanto, era una cooperativa. La Justicia continúa investigando los negocios de las cúpulas de este complejo de ferias, también acusados de extorsión a feriantes. Fuentes cercanas a la causa afirmaron que la fiscalía interviniente está trabajando en la conformación de una mesa donde intervengan el Poder Judicial, la Nación, la provincia de Buenos Aires y autoridades de la ARCA y del Ministerio de Seguridad, con el objetivo de lograr la reapertura de los locales de las tres ferias. En paralelo, afirmaron, se busca establecer un mecanismo de depósito judicial para seguir cobrando los alquileres más allá del resultado del expediente. Fuente: La Nación

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