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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 14/06/2025 04:45
Alois Alzheimer El 14 de junio de 1864, en el pequeño pueblo bávaro de Marktbreit, nacía Alois Alzheimer. Probablemente nadie en ese rincón de Alemania sospechaba que ese niño, que crecería entre los viñedos y las torres de una villa medieval, terminaría dejando una huella imborrable en la historia de la medicina. Su nombre quedaría para siempre asociado con uno de los mayores misterios de la mente humana: la pérdida de la memoria, el extravío de la propia identidad, el olvido devastador que hoy conocemos como enfermedad de Alzheimer. Y sin embargo, como tantas veces ocurre, el camino hacia ese descubrimiento no fue una línea recta ni un destino anunciado. Fue más bien el fruto de una curiosidad insaciable, de un rigor poco común para su tiempo y de una profunda empatía por aquellos a quienes otros médicos de la época apenas miraban: los pacientes internados en asilos psiquiátricas, muchas veces olvidados, rotulados como dementes sin mayores explicaciones. Alois era el menor de seis hermanos. Su padre, Notar, un funcionario del Estado, le transmitió el valor de la educación. Su madre, una mujer piadosa y generosa, le enseñó la importancia de la compasión. Desde pequeño, Alois mostró un interés precoz por las ciencias naturales. No era raro verlo deambulando por el campo con un cuaderno en la mano, observando insectos, recogiendo plantas, dibujando con precisión cada hallazgo. Decidido a estudiar Medicina, ingresó en la Universidad de Berlín para luego continuar sus estudios en Tübingen y en Würzburg. Allí, en 1887, se doctoró con una tesis sobre las glándulas ceruminosas del oído. Si bien ese tema parecía alejado del campo que luego lo haría célebre, su minuciosidad en el trabajo de laboratorio ya era evidente. No se conformaba con explicaciones superficiales: quería entender los procesos en su raíz más profunda. Ese mismo año comenzó a trabajar en el Hospital Psiquiátrico de Frankfurt. Lo que encontró allí fue un mundo sombrío. Los hospitales mentales de fines del siglo XIX eran más depósitos de seres humanos que verdaderos centros de atención. Los pacientes con demencia, epilepsia, esquizofrenia o sífilis avanzada convivían en condiciones precarias, muchos encerrados de por vida, con escasa o nula esperanza de recuperación. Estar enfermo era una condena. Alois Alzheimer con su esposa y sus tres hijos Pero para Alois Alzheimer cada paciente era, ante todo, una persona. Su trato humano, su genuino interés por entender qué les ocurría, lo distinguieron pronto entre sus colegas. Al mismo tiempo, comenzó a colaborar con el neurólogo Franz Nissl, pionero en el uso de nuevas técnicas de tinción para estudiar el tejido cerebral. Bajo el microscopio, las neuronas teñidas revelaban estructuras antes invisibles. Para Alzheimer, aquello fue una revelación: entendió que los trastornos mentales no eran abstracciones ni cuestiones “del alma” sino que podían tener correlatos físicos, rastros concretos en el cerebro. Mientras avanzaba en su carrera también encontró el amor. En 1894 se casó con Cecilie Wallerstein, hija de un destacado banquero judío. La unión con Cecilie, una mujer culta y de gran sensibilidad, fue un apoyo fundamental en los años de trabajo intenso que siguieron. Tuvieron tres hijos. La felicidad familiar parecía completa, hasta que en 1901 Cecilie murió de forma repentina. La pérdida golpeó duramente a Alzheimer, que encontró refugio en su trabajo. Ese mismo año, en el hospital de Frankfurt, ingresó una paciente que cambiaría su vida profesional. Se llamaba Auguste Deter. Tenía 51 años, una edad relativamente joven para los criterios de la época, y presentaba síntomas desconcertantes: olvidaba conversaciones recientes, se desorientaba en su propia casa, mostraba cambios abruptos de humor, a veces agresividad, a veces tristeza profunda. También tenía dificultades para reconocer a su marido. Por momentos parecía que la mujer que había sido se desvanecía ante sus propios ojos. Alzheimer quedó fascinado por el caso. Durante meses la estudió con un rigor inusual, tomando nota de cada manifestación, interrogándola con paciencia infinita, observando la progresión de los síntomas. Cuando Auguste murió, en 1906, solicitó el permiso para estudiar su cerebro. En el microscopio descubrió algo que ningún médico había descrito antes: placas de una sustancia anómala entre las neuronas —lo que hoy conocemos como placas de beta-amiloide— y ovillos de fibras en el interior de las células nerviosas —los ovillos neurofibrilares—. Era la primera evidencia concreta de que la demencia podía tener un sustrato físico identificable. Consciente de la importancia de su hallazgo, Alzheimer presentó sus resultados ese mismo año en una conferencia de psiquiatría en Tübingen. El título de su ponencia fue modesto: “Sobre una enfermedad peculiar del córtex cerebral”. Pero su mentor y amigo, Emil Kraepelin, comprendió de inmediato la trascendencia del descubrimiento. En la octava edición de su manual de psiquiatría, publicada en 1910, acuñó por primera vez el término “enfermedad de Alzheimer”. Auguste Deter (1850 – 1906), la paciente alemana que estudió el doctor Alzheimer y se convirtió en la primera en ser diagnosticada con este mal (The Grosby Group) Desde entonces, la joven disciplina de la neuropatología no volvería a ser la misma. El trabajo de Alzheimer abrió un nuevo campo de investigación: la búsqueda de los mecanismos biológicos detrás del deterioro cognitivo. A principios del siglo XX, la mayoría de las demencias eran consideradas una consecuencia inevitable del envejecimiento, un destino más o menos fatal para los ancianos. La enfermedad de Alzheimer demostró que no todas las demencias eran iguales y que algunas podían empezar mucho antes de la vejez. Lejos de detenerse en su descubrimiento, Alzheimer continuó su carrera en Múnich, donde fue nombrado profesor y director de la clínica psiquiátrica. Allí profundizó sus estudios sobre la anatomía patológica del cerebro, siempre en busca de correlatos entre las lesiones microscópicas y los síntomas clínicos. Su laboratorio era un hervidero de jóvenes médicos y científicos atraídos por su rigor y su pasión. Se decía que podía pasar horas frente al microscopio, casi sin moverse, desentrañando los misterios del tejido nervioso. A pesar de su prestigio creciente, seguía siendo un hombre sencillo y reservado. No le interesaban los honores ni la fama. Su preocupación constante era mejorar el diagnóstico y el tratamiento de los enfermos mentales, que seguían siendo una población marginada. Solía repetir que “cada paciente es un enigma, una historia que espera ser comprendida”. En 1912 aceptó la cátedra de Psiquiatría en la Universidad de Breslavia, en la actual Polonia. El trabajo lo apasionaba pero su salud comenzó a deteriorarse. En sus últimos años, sufrió infecciones recurrentes y problemas cardíacos. Murió el 19 de diciembre de 1915, con apenas 51 años. Su muerte prematura truncó una carrera que aún prometía descubrimientos importantes. Después de su descubrimiento, Alzheimer profundizó sus estudios sobre el cerebro y sus patologías. Se decía que podía pasar horas frente al microscopio, casi sin moverse, desentrañando los misterios del tejido nervioso. (The Grosby Group) Hoy, más de un siglo después, su legado es más relevante que nunca. La enfermedad de Alzheimer se ha convertido en uno de los mayores desafíos de la medicina contemporánea. Se estima que más de 55 millones de personas en el mundo viven con algún tipo de demencia y que la cifra aumentará a 78 millones para 2030 y a 139 millones para 2050. En Argentina, se calcula que hay entre 300.000 y 400.000 personas con Alzheimer. A pesar de los avances en el diagnóstico y en la comprensión de los mecanismos biológicos de la enfermedad, todavía no existe una cura. Los tratamientos actuales apenas logran ralentizar la progresión de los síntomas. La investigación se centra en nuevas terapias que puedan intervenir en las primeras fases del proceso neurodegenerativo, antes de que el daño sea irreversible. Sin embargo, el verdadero legado de Alois Alzheimer no es sólo científico. Es, sobre todo, ético y humano. Fue uno de los primeros médicos que se negó a ver en los pacientes con demencia meros cuerpos deteriorados. Los miraba como personas atrapadas en un laberinto de olvido y luchaba por entender qué les ocurría. Su respeto por la dignidad de cada individuo sigue siendo un ejemplo en tiempos donde la medicina corre el riesgo de deshumanizarse. Cada 14 de junio, cuando se recuerda su nacimiento, conviene volver a esa lección esencial. Detrás de cada diagnóstico, de cada cerebro estudiado, de cada avance tecnológico, hay una historia, un rostro, un ser humano que merece ser acompañado con comprensión y respeto. Alois Alzheimer lo entendió hace más de cien años. Y ese conocimiento sigue siendo, quizás, el más importante de todos.
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