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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 09/06/2025 04:58
Paulina Bonaparte murió hace 200 años, el 9 de junio de 1825 Fue princesa y fue esclava de sus deseos. Fue hermana del emperador más temido de Europa, pero jamás se dejó gobernar. Fue bella como una diosa griega, pero su escultura más famosa la muestra desnuda y reclinada, como una mujer real, de carne, hueso y escándalo. Paulina Bonaparte murió el 9 de junio de 1825, a los 45 años, tras una vida breve pero tan intensa como excesiva. Tuvo amantes, títulos nobiliarios, un marido muerto en una revolución ajena y una corona que no le importaba. Lo que de verdad quiso fue hacer lo que le daba la gana. Y en la familia Bonaparte, eso era una herejía. Nació en Córcega, el 20 de octubre de 1780, como Maria Paola Bonaparte, la sexta de los trece hijos de Carlo y Letizia Bonaparte. Su infancia transcurrió entre la austeridad del hogar familiar y las tensiones políticas que se vivían en la isla tras la anexión francesa. Desde pequeña, Paulina fue rebelde, caprichosa y encantadora. Su madre Letizia, una mujer rígida y tradicional, chocaba con ella constantemente, mientras que Napoleón —once años mayor— se convirtió en su protector y figura de referencia. La rebeldía de Paulina Aunque Napoleón iba a convertirse en emperador y sus otros hermanos en reyes, príncipes y cardenales gracias a esa ambición megalómana de fabricar una dinastía desde la nada, Paulina nunca pareció dispuesta a adaptarse al molde que la familia exigía. No era dócil, no era discreta, no era obediente. Era, en cambio, deslumbrante. Napoleón en el campo de batalla de Eylau, de Antoine-Jean Gros. Museo de Arte de Toledo Su belleza fue legendaria. Dicen que su piel era de un blanco translúcido, que caminaba como si danzara, que tenía una risa musical y un talento instintivo para la seducción. También se dice —y se escribió mucho sobre eso— que no le importaban ni la reputación ni el juicio ajeno. No creía en la fidelidad, no veneraba el matrimonio, no seguía las reglas que sí aceptaban, a regañadientes, sus otras hermanas. A los 17 años se casó con el general Charles Leclerc, que era uno de los hombres de confianza de Napoleón. Fue una boda arreglada por razones estratégicas. En 1801, Leclerc fue enviado a Haití con la misión de aplastar la revolución liderada por los esclavos liberados bajo el mando de Toussaint Louverture. Paulina lo acompañó como muestra del respaldo político imperial, aunque también se especula que fue una forma elegante de alejarla de París, donde ya causaba demasiadas habladurías. Vivió allí poco tiempo, en un clima hostil y una sociedad que la despreciaba por su arrogancia. Paulina no se adaptó al ambiente caribeño ni a las costumbres locales. Se decía que desfilaba en carruaje con un séquito de sirvientes negros vestidos a la manera de la corte parisina, lo que provocó indignación entre los habitantes locales. Leclerc murió de fiebre amarilla en 1802, y Paulina volvió a Europa con su hijo Dermide. El regreso a Francia marcó el inicio de su época más provocadora. Napoleón, ya convertido en Primer Cónsul, intentó contenerla en un segundo matrimonio con Camillo Borghese, un príncipe romano con pedigrí papal y riquezas ancestrales. Paulina accedió, pero no tardó en aburrirse de la vida marital y mudarse sola a París. El palacio Borghese quedó en Roma; ella prefirió la Rue de Faubourg Saint-Honoré. La escultura de Paulina Bonaparte que se encuentra en un museo italiano Las fiestas de Paulina Bonaparte Allí desplegó toda su extravagancia. Tenía habitaciones temáticas, organizaba veladas en las que el erotismo era el verdadero protagonista, posaba para artistas semidesnuda —y a veces completamente— y se daba baños de leche perfumada con violetas. El escultor Antonio Canova inmortalizó su figura en mármol como una Venus victoriosa recostada sobre un diván. La escultura “Paulina Bonaparte como Venus Victrix” –realizada entre 1805 y 1808, y encargada por su segundo esposo, Camillo Borghese– se encuentra actualmente en la Galleria Borghese, en Roma, exhibida en la Sala I, también conocida como la sala de Paolina Borghese. Cuando le preguntaron a Paulina si no sentía pudor de haberse mostrado así, ella respondió: “¿Por qué habría de tenerlo? Tenía el estudio muy bien calefaccionado”. Su fama de libertina no era gratuita. Se le atribuían aventuras con diplomáticos, pintores, oficiales del ejército, músicos y hasta algún cardenal. Pero su magnetismo no residía sólo en su belleza, sino en su inteligencia, su lengua afilada, su sentido del humor. En los salones parisinos, su presencia era tan temida como esperada. Y aunque Napoleón se exasperaba con su conducta, siempre la perdonaba. Entre ellos existía una relación única. Él la necesitaba como embajadora involuntaria de la magnificencia imperial; ella se refugiaba en su poder cuando los rumores la ahogaban. Napoleón decía que Paulina era “la única Bonaparte que me ama por mí mismo”. Y, en efecto, fue la única de sus hermanos que lo acompañó en el exilio tras su caída. La relación con Napoleón Cuando Napoleón fue derrotado y enviado a Elba en 1814, Paulina dejó atrás su lujo y lo siguió. Renunció a su fortuna y se instaló en la modesta villa San Martino para estar cerca de él. No era una mujer de lealtades fáciles, pero su devoción por su hermano fue inquebrantable. Le llevó dinero, ropa, consuelo. Lo defendió ante propios y ajenos. Y cuando regresó brevemente al poder durante los Cien Días, ella celebró como si el imperio volviera a nacer. Paulina Bonaparte fue incondicional de su hermano Napoleón Tras la derrota final de Waterloo, Paulina se refugió en Italia. En 1825, murió en Florencia víctima de un cáncer uterino. Pidió ser enterrada vestida de blanco, como una virgen. Nadie lo creyó, claro. Pero fue su último guiño irónico. La historia la recordaría como indomable, seductora, desobediente. Y muy lejos del molde de emperatriz frustrada que algunos quisieron imponerle. En su correspondencia —de la que se conserva una parte importante— se revela una mujer más compleja que la caricatura libertina. Se quejaba de la hipocresía de la nobleza, del doble estándar que premiaba la promiscuidad masculina pero castigaba la femenina, del aburrimiento insoportable de las mujeres encerradas en sus roles. “Nadie sabe cuán cansado es fingir ser otra”, escribió alguna vez. Y quizás esa frase encierra su verdadero drama. Paulina vivió como quiso. No fue heroína ni mártir, pero tampoco prisionera. Fue una mujer libre en un tiempo que no lo permitía. Por eso sigue fascinando. Sus contemporáneos la despreciaban en voz baja y la admiraban en secreto. Las damas la tildaban de indecente, pero imitaban sus peinados. Los hombres la deseaban, pero también la temían. Los moralistas la condenaban, pero no podían dejar de hablar de ella. Paulina Bonaparte fue un fenómeno social, un escándalo andante, una excepción ruidosa en una época que exigía silencio. El cuadro que representa el momento en el que Paulina posa para su escultura Paulina y el origen del pañuelo bahiano Entre las muchas leyendas que rodean la vida de Paulina Bonaparte, una de las más fascinantes y culturales se vincula con las mujeres de Bahía, en Brasil, y el uso característico del pañuelo o turbante que todavía hoy es símbolo de identidad, resistencia y orgullo afrobrasileño. Según la tradición oral y algunos relatos históricos, durante el viaje de regreso desde Europa hacia América, el barco en que viajaba Paulina arribó a la bahía de Todos los Santos, en Bahía. Se cuenta que tanto la tripulación como Paulina padecían una plaga de piojos, un problema común en los viajes largos de la época. Para protegerse y disimular la molestia, Paulina se cubrió la cabeza con un pañuelo, un gesto práctico que también se convirtió en un símbolo de elegancia. Al bajar del barco, la princesa francesa, vestida con lujo y portando ese pañuelo, causó una profunda impresión en las mujeres que esperaban ver a la distinguida pasajera. En ese momento, el pañuelo dejó de ser un mero remedio contra los piojos para convertirse en un símbolo de estatus y refinamiento. Las bahianas, que en su mayoría descendían de esclavas africanas liberadas y eran portadoras de una cultura sincrética entre África y Brasil, adoptaron la moda del pañuelo no sólo como un objeto práctico sino también como un signo de respeto y orgullo, transformándolo en un emblema identitario que persiste hasta hoy. Este origen conecta la figura de Paulina Bonaparte con la tradición de Bahía de manera inesperada y profunda: una mujer europea y aristócrata influyó sin saberlo en una manifestación cultural que llegó a representar la resistencia de las mujeres afrobrasileñas frente a siglos de opresión y exclusión social. El pañuelo bahiano —usado a menudo en colores vivos, con nudos y pliegues elaborados— es hoy un símbolo de poder, espiritualidad y feminidad, asociado a las orixás y a la religiosidad afrobrasileña del candomblé. Así, la huella de Paulina Bonaparte, la princesa rebelde y libertina, se inscribe también en el folclore, en la historia cultural y en la identidad de un pueblo muy lejano del mundo napoleónico, pero no menos apasionado.
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