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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 08/06/2025 02:44
El 8 de junio de 1995, Juan Carlos Onganía falleció a los 81 años. Ese mismo día pero de 1970, fue desplazado del poder por sus propios compañeros de la fuerza La noticia pasó casi inadvertida y al día siguiente fueron escasos los diarios que le dieron un lugar destacado en sus páginas. Cuando murió a los 81 años, el jueves 8 de junio de 1995, eran muy pocos los argentinos que recordaban a Juan Carlos Onganía, aquel general ecuestre que estuvo apoltronado casi cuatro años en el sillón de Rivadavia hasta que fue expulsado de allí por sus propios camaradas. Como dato curioso, su salida forzada de la Casa Rosada databa de otro 8 de junio, el de 1970, 25 años antes. Pese a provenir del arma de Caballería, había sido un dictador de poca monta con muchas pretenciones, como la frustrada de quedarse veinte años en el poder, o la de esos aires de señor feudal que lo llevaron a inaugurar la Exposición Rural en un landó de 1910 escoltado por lacayos de librea. Un ridículo gesto imperial que cayó mal incluso entre quienes lo habían llevado al poder. Por aquellos mismos años, los de la segunda mitad de la década de los ’60, el talentoso dibujante Landrú lo había caricarutizado también, aunque con cierta simpatía, como “La Morsa”, un apodo nacido de sus tupidos bigotes. Entre sus compañeros de armas, en cambio, se lo conocía por otro apelativo, menos generoso y dicho solo a sus espaldas: “El Caño”, por lo hueco. Es que desde sus tiempos de cadete en el Colegio Militar Onganía había demostrado ser un hombre de pocas luces, una característica que se fue haciendo más evidente a medida que avanzaba en su carrera y quedó totalmente expuesta durante su presidencia inconstitucional, luego del golpe que derrocó al radical Arturo Umberto Illia en 1966. “No era un hombre de ideas; su comprensión de los asuntos públicos derivaba de su experiencia como Comandante militar, no de lecturas amplias. Como subalterno, había mostrado más interés en trabajar con las tropas y en jugar al polo que en el estudio; y aunque había sido elegido para asistir a la Escuela Superior de Guerra, no completó el curso de oficial para el Estado Mayor”, lo describió el historiador Robert Potash en El Ejército y la política en Argentina 1962-1973. Su nombre se había hecho conocido durante el gobierno provisional de José María Guido, en 1962, cuando surgió como uno de los líderes de “los azules” una facción del Ejército que aceptaba un “peronismo sin Perón” El general opaco Al asumir el poder el 29 de junio de 1966 Juan Carlos Onganía tenía 52 años y ya estaba retirado del servicio activo. Había nacido en Marcos Paz el 17 de marzo de 1914 y estaba casado con María Emilia Green Urien, una dama de “la alta sociedad” de la época, de orígenes sociales que contrastaban con los plebeyos orígenes del oscuro general de carrera militar poco destacada pero correcta. Su nombre se había hecho conocido durante el gobierno provisional de José María Guido, en 1962, cuando surgió como uno de los líderes de “los azules”, una facción del Ejército que se había autodenominado “legalista” y que aceptaba un “peronismo sin Perón”, enfrentada a “los colorados”, abiertamente liberal y antiperonista. El triunfo de “los azules” lo instaló como comandante en jefe del Ejército en septiembre de 1962. Desde ese cargo, en agosto de 1964 – y pese a que debía subordinarse el gobierno democrático de Arturo Illia -, mientras participaba de la Quinta Conferencia de jefes de Estado Mayor de los Ejércitos Americanos celebrada en la Academia Militar de West Point, en los Estados Unidos, anunció que la Argentina adoptaba la “Doctrina de Seguridad Nacional”. En ese discurso, también, manifestó explícitamente su vocación golpista. “El deber de obediencia al gobierno surgido de la soberanía popular habrá dejado de tener vigencia absoluta si se produce al amparo de ideologías exóticas, un desborde de autoridad que signifique la conculcación de los principios básicos del sistema republicano de gobierno, o un violento trastocamiento en el equilibrio e independencia de poderes. En emergencias de esta índole, las instituciones armadas, al servicio de la Constitución no podrán ciertamente mantenerse impasibles, so color de una ciega sumisión al poder establecido, que las convertirían en instrumentos de una autoridad no legítima”, dijo. Sin embargo, en noviembre de 1965, pareció dar un paso al costado. En disconformidad con el nombramiento por el presidente Illia del general de brigada Eduardo Rómulo Castro Sánchez como secretario de guerra, presentó su renuncia como comandante en jefe y pidió el retiro. Fue reemplazado por el general de brigada Pascual Pistarini, pero se había ido para volver, no ya como jefe del Ejército sino como dictador porque el golpe contra Illia ya estaba en marcha. En mayo de 1969 una espiral de protestas sociales empezó la cuenta regresiva para el primer dictador de la “Revolución Argentina” Un artículo anticipatorio El derrocamiento del presidente radical y la asunción de un general en su reemplazo se anunció pocos días después de la renuncia de Onganía en la revista Confirmado, dirigida por Jacobo Timerman, con una nota que, de no haber sido parte de una muy planificada estrategia de desgaste de la imagen de Illia, podría ser considerada profética. El artículo, publicado el 23 de diciembre de 1965, tenía un texto que a la luz de los hechos del 28 de junio podría considerarse la crónica de alguien que había viajado al futuro y regresado para contarlo. Decía: “El 1 de julio de 1966, a las 8 de la mañana, luego del anuncio -formulado por radio- algunos camiones del Ejército estaban detenidos con tropas, en los puntos estratégicos del centro, frente a las estaciones de ferrocarril y a la puerta de los principales edificios públicos. La Gendarmería Nacional había cortado los accesos a Plaza de Mayo. El último habitante radical de la Casa Rosada se había retirado tranquilamente a las siete de la mañana. A las once, los comunicados fueron remplazados por una proclama que decía: ‘Frente a la ineficacia de un gobierno que, luego de estancar al país lo ha llevado a la más grave crisis económica y financiera de su historia, promoviendo el caos social y quebrantando la solidaridad nacional, las Fuerzas Armadas se han hecho cargo del poder para asegurar la existencia misma de la Nación. Un prestigioso jefe, retirado desde hace algunos meses del servicio activo, ha sido invitado por las autoridades militares para ocupar la jefatura del Estado...’”. Estaba todo dicho con seis meses de anticipación. La crónica “profética” solo erraba por tres días la fecha del golpe, pero ya identificaba al futuro dictador. Es “prestigioso jefe” no podía ser otro que el teniente general (RE) Juan Carlos Onganía. La ofensiva continuó en los meses siguientes, Uno de los analistas más destacados de la revista era Mariano Grondona quien, el martes 7 de junio escribió una breve nota que decía, sin vueltas: “El Ejército tiene que tomar partido entre lo que ocurre en el país, porque es parte esencial e imprescindible de nuestra historia”. Pasados unos días, su editor, Victorio Dalle Nogare, decidió publicar un número extraordinario. Salió el jueves 24 de junio y el título de tapa evitaba cualquier doble interpretación. “Onganía, las vísperas del cambio”, se leía al lado de una foto del general vestido de civil. Pasadas 96 horas, el Ejército deponía a Arturo Illia y el día siguiente fue decretado feriado para que las Fuerzas Armadas pudieran tener bajo control cualquier movimiento que alterara la asunción de Juan Carlos Onganía. El presidente Illia, al abandonar la Casa Rosada, el 28 de junio de 1966 Un discurso hueco El 28 de junio de 1966, los comandantes en jefe de las tres armas derrocaron finalmente al presidente constitucional Arturo Umberto Illia. Sus nombres son apenas una nota al pie de la historia: teniente general del Ejército Pascual Ángel Pistarini, brigadier general de la fuerza Aérea Adolfo Álvarez y el almirante de la Armada Benigno Ignacio Varela. El verdadero protagonista esperó 24 horas para entrar en escena. Juan Carlos Onganía asumió inconstitucionalmente la presidencia de la Nación la mañana del 29 de junio y justificó el golpe con un discurso tan corto como vacío: “La exigencia de la subordinación a la ley implica la obligación correlativa, por parte del gobierno, de proporcionar a aquella un contenido real y profundo. Cuando esa obligación es ignorada y el sistema institucional se convierte en una carga que oprime al país y anula sus mejores energías, vuelve al pueblo el supremo derecho de rebelarse en defensa de su libertad y de su futuro. Incumbía a las fuerzas armadas el deber de hacer efectivo este derecho irremunerable (Sic, por ‘irrenunciable’). Sería incompatible con la seriedad y el honor perseguir un mero cambio de personas o la substitución de partidos. Esta Revolución Argentina no está dirigida contra ningún hombre público ni agrupación política. Mira solo hacia delante, y se propone realizar la transformación que el país exige para vivir con dignidad”, leyó, con inocultable tono castrense, el general de gestos adustos y cuidado bigote. Y remató: “Argentinos, he asumido el cargo de Presidente de la Nación que las Fuerzas Armadas han coincidido en conferirme, con brevedad de la circunstancia nacional que nos impone obligaciones inexcusables. Acepto ésta responsabilidad excepcional persuadido de que es menester producir en la República un cambio fundamental, una verdadera revolución que devuelva a nuestros argentinos su fe, su confianza y su orgullo”. Ese cambio fundamental al que aludía se comenzó a ver pronto con la suspensión del funcionamiento de los partidos políticos, una política de destrucción de las universidades, el congelamiento de los salarios, la devaluación de la moneda y una represión brutal para sostener todo eso. La noche del 29 de julio de 1966, tropas de la Policía Federal entraron a la fuerza a Facultad de Ciencias Exactas de la UBA para reprimir a autoridades, docentes, graduados y estudiantes que resistían a la intervención decretada por la “Revolución Argentina” Los bastones largos Si se le busca un “mérito” a Onganía durante su dictadura, es el de haber intentado destruir a la universidad pública y provocar la primera gran “fuga de cerebros” del país. Esa maniobra tuvo un hito exactamente un mes después de su irrupción en la Casa Rosada. El 29 de julio de 1966, con el decreto ley 19.612, intervino las universidades y prohibió la actividad política en las facultades y anuló el gobierno tripartito integrado por graduados, docentes y alumnos. Para su concepción del país y del mundo, las universidades eran cuevas pobladas de marxistas, judíos y anticlericales que buscaban subvertir el orden. La UBA, que el mismo día del golpe había dado a conocer un comunicado de repudio firmado por el rector Hilario Fernández Long, resistió. Y ese viernes 29, autoridades, docentes y estudiantes confluyeron en las sedes de las facultades de Ciencias Exactas, Filosofía y Letras, Medicina, Arquitectura e Ingeniería para decidir medidas de resistencia al decreto que violaba la autonomía universitaria. La respuesta fue “La Operación Escarmiento”, que pasaría a la historia como “La Noche de los Bastones Largos”. Los ocupantes de la facultad fueron obligados a salir a través de dos hileras de policías que, armados con bastones, los golpearon con saña. Hubo decenas de heridos y más de cuatrocientos detenidos. El resultado fue el esperado por Onganía. La mayoría de los decanos y vicedecanos renunciaron, y a ellos se sumaron más de un millar de docentes. En los meses siguientes, más de trescientos científicos dejaron el país. Al mismo tiempo instauró una brutal censura que alcanzó no sólo a la prensa sino a todo tipo de actividad cultural, como el cine, el teatro y hasta la lírica, como en el caso de la ópera “Bomarzo” de Manuel Mujica Láinez y Alberto Ginastera. Para el oscuro general bigotudo, la palabra “cultura” era sinónimo de “subversión”. El ministro de Economía Adalberto Krieger Vasena anunció un Plan de Estabilización y Desarrollo en marzo de 1967 La destrucción de la economía En su discurso, la flamante “Revolución Argentina” encabezada por Onganía se proponía llevar al país por el camino de la industrialización y la modernidad. Sin embargo, una de sus primeras medidas económicas mostró que en la práctica emprendía el camino opuesto. El 9 de julio, al cumplirse 150 años de la declaración de la Independencia, Onganía organizó un impactante desfile militar en Tucumán al que asistieron miles y miles de personas. Pero la algarabía de las bandas militares y los jinetes montados en elegantes caballos de silla duró poco. El ministro de Economía era Jorge Salimei, uno de los tres propietarios de la empresa alimenticia SASETRU. Unas semanas después, el ministro ponía en marcha el cierre de 11 de los 27 ingenios azucareros de la provincia. La excusa era que presentaban altos pasivos y pedían más cupo a la Dirección Nacional del Azúcar. Para los obreros cesanteados, la solución era el desarraigo: ir a trabajar en la cosecha de la manzana en Río Negro. Para los pequeños y medianos productores no quedaba otra que ver cómo se marchitaba la caña. Para los zafreros -los “golondrinas”- se terminaba un recurso vital. Fueron los obreros y no el azúcar los que empezaron a fermentar. Salimei no duró mucho en el cargo y fue reemplazado por Adalberto Krieger Vasena, quien anunció un Plan de Estabilización y Desarrollo en marzo de 1967. “Este programa, de corto plazo y con aspiraciones de continuidad, estaba inspirado en las experiencias de reconstrucción europeas de posguerra, fortalecido con el apoyo financiero de los organismos multilaterales de crédito, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Su núcleo estaba constituido por otra macrodevaluación, con una ampliación de las retenciones a las exportaciones agrarias que evitaba su traslado a los precios internos y que neutralizaba la inflación minorista”, explica el economista Aníbal Jáuregui en Planificación económica y autoritarismo en la Revolución Argentina (1966-1971). Entre las disposiciones tomadas por el nuevo ministro se destacaba el congelamiento de los salarios durante dos años, cuyos efectos pretendía amortiguar con acuerdos con las grandes empresas formadoras de precios para que los mantuvieran estables. Krieger Vasena “logró controlar la inflación congelando los salarios, una receta muy conocida. Tras una devaluación del peso del 40%, el dólar permaneció estable por casi dos años. El gobierno encaró obras públicas, pero los principales beneficiarios del programa económico fueron los grandes empresarios y las más importantes empresas industriales, muchas de ellas multinacionales. El agro pampeano fue perjudicado por la devaluación de la moneda en un 40% y por el aumento de los porcentajes de retención a las exportaciones agropecuarias. La supresión de medidas proteccionistas perjudicó a productores regionales del Chaco, Tucumán y Misiones”, resume Felipe Pigna. Los hechos del 29 de mayo de 1969 marcaron un antes y un después para la estabilidad de la dictadura que se autodenominaba pomposamente Revolución Argentina: pasaron a la historia como “El Cordobazo” Herido por el Cordobazo Para entonces, la sociedad estaba en efervescencia y las calles empezaron a hablar y, también, a actuar. No solo resistían los universitarios sino también –y mucho más importante- arrancaba una movida política y social que se nutría de la vieja resistencia peronista pero que ahora no tenía una expresión partidaria sino que era diversa y, sobre todo, basada en la brusca reducción de ingresos y cierres de plantas. Mientras tanto, en su cabeza castrense, Onganía pretendía enderezar el rumbo económico del país, postergando el “tiempo social” y el “tiempo político”. El fracaso de esta estrategia quedó expuesto en mayo de 1969 con una espiral de protestas sociales que empezó la cuenta regresiva para el primer dictador de la “Revolución Argentina”. El 13 de mayo de 1969 , en Tucumán, un grupo de trabajadores ocupó el ingenio Amalia y retuvo al gerente exigiendo el pago de haberes atrasados. Un día después, en Córdoba, 3.500 obreros automotrices se reunieron en el Córdoba Sport Club para decidir medidas de fuerza por la eliminación del “sábado inglés”, una histórica conquista que les permitía cobrar como extras las horas trabajadas ese día; cuando salieron a manifestar fueron brutalmente reprimidos por la policía: la batalla callejera dejó un saldo de 11 heridos y 26 detenidos. El 15, los estudiantes correntinos marcharon contra el aumento de un 500% en el comedor universitario; la represión policial cobró la primera muerte del mes, la del estudiante Juan José Cabral. El 17, la protesta se replicó en el comedor universitario de Rosario; en una encerrona en la Galería Melipal, la policía asesinó a otro estudiante, Adolfo Bello. Las protestas se multiplicaron y la escalada ya no se detuvo. El 20, los estudiantes rosarinos anunciaron un paro nacional; en Corrientes los docentes exigieron la renuncia de las autoridades universitarias; al mismo tiempo, en Córdoba y Mendoza se realizaban marchas del silencio en repudio a las muertes. El 21 estalló El Rosariazo, que unió a obreros y estudiantes en la protesta. La represión se cobró otra vida, el estudiante y obrero metalúrgico Luis Blanco, de 15 años. El Ejército declaró el estado de sitio e impuso la justicia militar y la pena de muerte. Pese a eso, el 23 la CGT convocó a un paro general con sabotajes. Menos de una semana después, el 29 de mayo, los obreros cordobeses tomaron las calles para manifestarse pacíficamente y fueron nuevamente reprimidos. En lugar de retroceder, resistieron, unidos con vecinos y estudiantes. Luego de dos días de batallas callejeras, el Ejército intervino con una sospechosa demora que algunos leyeron como una maniobra del comandante en jefe, Alejandro Lanusse, contra Onganía. “Las rebeliones populares del Cordobazo señalaban el principio del fin de los que habían parecido los años de oro de la Revolución Argentina. Desde 1969 la protesta se extiende bajo nuevas formas de expresión política (entre ellas, la guerrilla), el conflicto social se dispara y, como consecuencia, entra en crisis la gobernabilidad del sistema político”, dice Jáurtegui en Planificación económica y autoritarismo en la Revolución Argentina (1966-1971). Menos de dos semanas después del Cordobazo, Onganía le pidió la renuncia a todo su gabinete y reemplazó a Krieger Vasena por Dagnino Pastore en el Ministerio de Economía. El nuevo ministro de Economía convocó a paritarias para descomprimir la presión laboral, pero ya no había retorno. La suerte de Onganía estaba echada, su salida era solo cuestión de tiempo. Poco antes de morir, Onganía anunció su candidatura presidencial para las elecciones de mayo de 1995 por el Frente para la Coincidencia Patriótica El final de un dictador Después del Cordobazo, los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas supieron que el tiempo de Onganía en la Casa Rosada se estaba agotando, pero su permanencia se prolongó todavía durante un año. Para mayo de 1970, la decisión de removerlo estaba tomada. El 27 de ese mes, los tres comandantes lo convocaron a una reunión. “¿Cuánto tiempo piensa qie necesita para concretar sus objetivos de gobierno?”, le preguntó el jefe del Ejército, Alejandro Agustín Lanusse, otro general de Caballería, con abolengo y una presencia física que impactaba entre los uniformados. “Es un proceso muy largo. No se puede reestructurar la sociedad en 10 o 20 años” respondió Onganía. Los comandantes se miraron incrédulos. Dos días después de esa reunión, una hasta entonces desconocida organización guerrillera llamada Montoneros hizo su presentación en la política argentina secuestrando al general Pedro Eugenio Aramburu. Lo sometió a un “juicio popular” y lo ejecutó dos días después. Ese fue el tiro de gracia para las pretensiones de Onganía. Su gobierno sobrevivió apenas una semana a la muerte de Aramburu. El 8 de junio fue obligado a renunciar de manera vergonzosa: los tres comandantes lo conminaron entregar su dimisión a la presidencia presentándose como un simple subordinado en la sede del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas. No lo encarcelaron en la isla Martín García ni en el penal militar de Magdalena, simplemente lo dejaron ir. Después de su desplazamiento, Onganía volvió a sumergirse en la oscura mediocridad de su vida. Pasó los siguientes 25 años viviendo tranquilamente en familia y alternando sus días en un piso frente a las Barrancas de Belgrano y una estancia no muy lejos de la Capital. Poco antes de morir, quiso regresar a la escena política y perpetró su último gesto ridículo: convocó a una conferencia de prensa y anunció su candidatura presidencial para las elecciones de mayo de 1995 por el Frente para la Coincidencia Patriótica. Antes de los comicios renunció a la fórmula por cuestiones de salud, pero ya era tarde para cambiar su nombre en la boleta.
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