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» Primerochaco
Fecha: 07/06/2025 15:13
Por Sergio Suppo En medio de una campaña electoral que ya calienta motores, la discusión sobre el gasto público en Argentina es el eje de un debate caliente. Las propuestas de ajuste fiscal del gobierno de Javier Milei, que priorizan el superávit fiscal como bandera, chocan con las necesidades cotidianas de una población que, según una reciente encuesta de la consultora Casa 3, dirigida por Mora Jozami, muestra posiciones divididas y hasta contradictorias sobre cómo abordar el déficit del Estado. Este sondeo, que mide la percepción pública sobre medidas vinculadas al gasto, arroja luz sobre un país que oscila entre el deseo de equilibrio fiscal y la defensa de derechos adquiridos, como las jubilaciones o la obra pública. Los datos son elocuentes. Un 52% de los encuestados apoya reducir los planes sociales, un salto significativo desde el 32% que opinaba lo mismo en 2021, en plena pandemia y bajo el gobierno de Alberto Fernández. Este cambio refleja una creciente aceptación de recortes en ciertas áreas, quizás impulsada por el discurso oficial que asocia los planes sociales con ineficiencia o clientelismo. Sin embargo, cuando se trata de bajar jubilaciones, la resistencia es casi unánime: un 93% se opone, apenas dos puntos menos que en 2021. La sensibilidad hacia los jubilados parece ser una línea roja para la mayoría, un recordatorio de que, más allá de los números, hay un componente humano que pesa en la opinión pública. Sobre los subsidios a servicios públicos como agua, luz y gas, la sociedad está dividida: un 41% apoya reducirlos, exactamente el mismo porcentaje que en 2021, mientras que un 54% se opone. En cuanto al empleo público, un 52% está en contra de recortar salarios o puestos, aunque un 41% lo ve con buenos ojos, una evolución notable desde el 20% de apoyo en 2021. Estos números reflejan una sociedad que, aunque reconoce la necesidad de ajustar el gasto (un 53% apoya reducirlo para bajar el déficit fiscal), rechaza medidas que afecten directamente su calidad de vida o la de sectores vulnerables. El caso de la obra pública es particularmente revelador. Solo un 19% está de acuerdo con suspenderla, mientras que más del 80% considera que debe continuar. Este dato no sorprende si consideramos que la obra pública no es solo cemento y asfalto: son las rutas intransitables, como la avenida de Circunvalación de Rosario, que se deteriora bajo la mirada de miles de conductores diarios; son las escuelas y hospitales que no se construyen; son las promesas de desarrollo que se desvanecen. La postura de Milei, que demonizó la obra pública asociándola a la corrupción y asociándola a responsabilidades a provincias o privados, choca con una realidad innegable: no hay país que prospere sin infraestructura. Incluso en un modelo de concesiones privadas, como el que el Gobierno impulsa tímidamente, alguien debe pagar: ya sea a través de impuestos o de peajes. La pregunta no es si se debe hacer obra pública, sino cómo hacerla de manera eficiente y transparente. La encuesta también pone en evidencia una contradicción inherente en la opinión pública. La gente quiere superávit fiscal, pero no está dispuesta a sacrificar servicios esenciales ni a pagar más impuestos (solo un 6% apoya aumentarlos). Como señala la propia encuesta, no se le puede pedir a la ciudadanía que resuelva el déficit como si fueran economistas. Sus respuestas reflejan emociones, experiencias y, sobre todo, la frustración de transitar por rutas destrozadas o de ver cómo la inflación erosiona los ingresos. Esta contradicción no es un defecto, sino un reflejo de una sociedad que busca un equilibrio entre disciplina fiscal y justicia social, pero no encuentra en el debate político propuestas claras para lograrlo. El caso de la obra pública, en particular, ilustra el callejón sin salida en el que se encuentra Argentina. La transferencia de responsabilidades a provincias, como propone el Gobierno, no resuelve el problema cuando las arcas provinciales están tan diezmadas como las nacionales. La avenida de Circunvalación de Rosario, por ejemplo, se deteriora mientras la Nación, la provincia de Santa Fe y la Municipalidad se pasan la pelota. La corrupción del pasado, con empresarios presos y condenas pendientes como la de Cristina Kirchner, dejó una herida abierta que Milei explota para justificar su rechazo a la obra pública. Pero esta postura no es sostenible. Como bien señala el sentido común, no invertir en infraestructura es condenar al país al estancamiento. La discusión actual no debería centrarse en si la obra pública es necesaria —es evidente que lo es—, sino en cómo garantizar que se realice sin los vicios del pasado. La evolución en la opinión pública, que muestra mayor aceptación de ciertos recortes, sugiere que la sociedad está dispuesta a aceptar sacrificios, pero no a cualquier costo. El desafío para el Gobierno y la oposición es traducir estas señales en políticas que equilibren el ajuste fiscal con las necesidades urgentes de un país que no puede seguir circulando por rutas llenas de pozos.
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