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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 07/06/2025 06:41
Jaime Andrés Monsalve B., autor de "En surcos de colores. Una historia de la música colombiana en 150 discos" (Foto: Raúl Zea) En abril de 2021, cuando me fue planteada la posibilidad de enfrentarme al ejercicio cuya conclusión reposa ahora mismo en sus manos, hacía mucho rato de la institución canónica de las plataformas de reproducción de música en línea. Abrumado frente a la sola idea de disponer de todo a la distancia de un clic, todavía me cuesta aprovechar a plenitud estas facilidades de la vida moderna, salvo que sea mediante recursos como Youtube, lugares de acceso elemental y que no impliquen ir dejando voluntariamente los datos por ahí. Para lo demás, de lo laboral al disfrute (que en mi caso vendría a ser lo mismo), mi primera fuente sigue estando en los volúmenes que he atesorado a lo largo de casi cuarenta años en soportes varios, análogos y digitales; desde los elepés con olor a nuevo que conseguí en La Cita Musical y en La Vieja Carreta de mi natal Manizales, hasta reliquias procedentes de todo tipo de discutibles reductos; pasando por el cúmulo de material en disco compacto cuyos proveedores en Bogotá, en plena década del noventa, encabezaba el eterno papá de todos nosotros los coleccionistas, Saúl Álvarez. No pocas veces me he referido a esa breve colección como “mi Spotify”. Para los días en que este libro no era más que una idea, también estaba anclado el llamado «algoritmo». Los melómanos empezaban a conocer este nuevo disco o aquella otra banda mediante sugerencias de las plataformas mismas, de acuerdo a sus escuchas recurrentes. El concepto matemático del algoritmo como una serie de pasos que permiten procesar datos en forma ordenada llegaba de manera automatizada a la música. De repente, la condición de tastemaker del crítico se la estaba arrogando la máquina. Cualquier cosa que sobrepasara en caracteres la frase “si disfrutaste de Fulano seguramente te gustará Zutano” pasó a ser retórica innecesaria. Si el ejercicio de la crítica acusaba ya lesiones importantes por cuenta de la crisis mundial de los medios de comunicación, especialmente los escritos, y por la consecuente pérdida de dignificación laboral en un ámbito profesional cada vez más pauperizado, ni qué decir sobre aquella otra banderilla en el lomo. Sé que no es la manera más entusiasta de iniciar esta lectura: prometo que las piezas incluidas en el compendio son bastante menos desangeladas. Igual, son necesarias ciertas preguntas que se me han ido agolpando: ¿El ejercicio de la crítica tal como lo conocimos perdió su sentido? ¿Alguna vez lo tuvo? ¿Ese particular ocaso obedece a una tendencia global o por aquí simplemente no supimos capitalizar esa cultura? ¿Tuvo que ver en algo ese afán tan contemporáneo de la corrección y del no incomodar? Y entonces, ¿qué queda de la crítica musical? ¿Se reinventará? ¿Sirve para algo? La respuesta a las últimas tres preguntas las podemos obtener tras revisar los demás interrogantes. A la inquietud de qué queda hoy de la crítica, la respuesta es casi ontológica: de la crítica queda la crítica en sí misma. Aquellos textos que merecieron una perdurabilidad en nuestro recuerdo lo lograron por su exposición notable, o por haber sido el puente para conducirnos hacia aquello en lo que no habíamos reparado. Acerca de si el género puede o no reinventarse hablará el futuro, seguramente en la misma manera obcecada y llamativa como lo vienen haciendo un puñado de blogueros, tiktokers y demás suerte de influenciadores llamados a sucedernos en medios alternativos, donde todavía cabe lo que en otros escenarios no. La respuesta a la pregunta acerca de la utilidad de este oficio, es simple y compleja a la vez, porque está claro que la crítica musical, al igual que la música, no suple una necesidad básica: no proporciona alimento al cuerpo ni reemplaza la consulta médica. Pero sí podemos entenderla como herramienta catalizadora de un derecho fundamental del ser humano, como lo es el ocio. La búsqueda de un direccionamiento del gusto, el dejarnos guiar por nuestro comentarista de cabecera o por un texto leído al azar, es un indicador de cuán en serio podemos y debemos tomarnos el disfrute y el desarrollo de la personalidad que se nos permite en los ratos de solaz. Por todo eso y más, por disparatado e incluso por innecesario, el reto que se me impuso de elegir y comentar una discografía básica colombiana me resultó irresistible. "La tierra del olvido" (1995), de Carlos Vives, figura en la selección del autor (Foto: EFE/ Octavio Guzmán) Porque hay que decir, entre otras, que el punto de partida de este texto es el amor. Lejos de pretender una mirada lejana y cientificista, me sumo a la definición del sociólogo y musicólogo británico Simon Frith: “El crítico es, a este respecto, un fanático con la misión de preservar una calidad sonora, salvar a los músicos de sí mismos, definir una experiencia musical ideal para que a los oyentes les sirva de parámetro”. Y en ese sentido, el presente es un ejercicio mediado por la intuición y por el disfrute, por el regreso a viejas placas que me han generado muy buenos momentos y por el descubrimiento de otras que se van sumando a mi banda sonora. El periodista y escritor argentino Diego Fischerman señala como una de las dificultades de la crítica musical esa suerte de vuelta de tuerca forzada que constituye “utilizar un lenguaje para referirse a otro”. En lo que a mí respecta, puedo decir que el género periodístico que más se me ha dificultado es, justamente, el de la crítica, la reseña o el comentario musical. La necesidad de encontrar en el lenguaje escrito el trasunto de aquello que estoy escuchando y que por naturaleza es incorpóreo, implica tanto como narrar lo inenarrable. Buscar cómo condensar en palabras las sensaciones alrededor de una obra sonora, tanto lo que sugiere la parte técnica y la ejecución como lo que se encuentra del otro lado y que es más inasible todavía por espiritual o etéreo, implica forzarme hacia una especie de sinestesia deliberada, y me obliga a buscar imágenes y colores donde no los hay como única manera de hilar un discurso. Pero por siglos, la práctica de la crítica musical más eficiente y literaria ha tenido que vérselas con esos escollos, no sin dificultad salvables. De acuerdo a las necesidades de cada editor, me he visto diseccionando discos hasta la médula en reseñas de largo aliento, con ambición de ensayo y con una exhaustividad que se agradece, de la misma manera que me han llegado a solicitar comentarios de la extensión de un mensaje en Twitter. En ambos casos, siempre he preferido que la opinión prime sobre la literatura, aunque la búsqueda del equilibrio es sana. No nos pase como a cierto comentarista colombiano del disco en la década del sesenta a quien sus colegas, debido a su proclividad hacia la floritura y el culteranismo, terminaron por ponerle el apodo de “Melodrama”. "Pies descalzos" (1995), de Shakira, integra la selección de Jaime Monsalve (Foto: AP/Bruna Prado) Yo me siento un trabajador de la crítica en tanto género periodístico, con eterna admiración hacia quienes lograron trascenderlo al escaño de género literario: Ramón Andrés y Diego Manrique en España; Amiri Baraka, Lester Bangs, Ted Gioia y Alec Ross en los Estados Unidos; Jorge H. Andrés y Diego Fischerman en Argentina; Simon Reynolds en Inglaterra y Boris Vian en Francia. Hubo un tiempo pretérito en el que la primera manera de informarnos sobre un disco era revisando los textos de su contracarátula. En paralelo con el ejercicio de la crítica, las disqueras se encargaron de ilustrarnos a través de sus propios comentaristas pagos, escribidores de exacerbados panegíricos, distantes de cualquier intento de objetividad. Incluso así, nos involucraban en el contexto creativo de los músicos y de su obra, y en motivaciones que fácilmente podían saltar entre la búsqueda seria de una identidad nacional o el gozo simple de bailar y cantar. En ese rubro quedaron inscritos los nombres pioneros de José Luis Logreyra, Juan Oradi, Gabriel Cuartas Franco, Alberto Lebrún, Ramón Ospina, Efraín Arce Aragón, Hernán Colorado Valle “Hercovalle”, Jaime Rincón Parra, Hernán Caro y, sobre todo, Hernán Restrepo Duque (1927 – 1991), personaje cuyas referencias encontrará usted en varias de las reseñas de este libro. De la prosperidad del mercado discográfico a partir de finales de la década del cincuenta hablaba bien la prensa. En noviembre de 1961, El Espectador publicó una nota titulada ‘Colombia, tercer productor de discos en América Latina’. Manifestaba el entusiasta artículo que solo México y Argentina nos superaban en número de prensajes, y que el consumo de música propia llegaba al 65% de las ventas totales. Baste otro ejemplo asaz desopilante: en marzo del 58 a través de su revista oficial, la disquera Codiscos no tuvo empacho en ufanarse de sus ventas no en número de ejemplares, sino en peso. Contaba el artículo que la empresa andaba “transportando por las diversas rutas aéreas con destino al consumo doméstico, entre veinte y treinta toneladas mensuales de música para todos los gustos del país”. La crítica y el comentario discográfico en radio y prensa fueron afianzándose en la medida en que lo hizo la propia industria. En ese momento aparecen algunos nombres destacados. El intelectual Otto de Greiff (1903 – 1995), referente del análisis de la música clásica, mantuvo su columna Comentarios musicales para el diario El Tiempo desde diciembre de 1950 hasta el año de su deceso. Ya desde 1946 venía haciendo lo propio el citado Restrepo Duque en revistas medellinenses como Micro y Pantalla, y en diarios como El Espectador y El Tiempo. Buena parte de lo que expresó por escrito lo ratificó en Radiolente, su espacio al aire desde 1952 en La Voz de Antioquia, hoy Caracol. Y en mayo de 1958 debutó en aquellas lides el antioqueño Carlos Serna (1928 – 2006) con sus columnas Por la radio y Farándula, vigentes en el periódico El Colombiano hasta su jubilación en 1983. "Un día normal" (2002), de Juanes, tiene su reseña en este libro (Foto: EFE/Ángel Medina G.) Pasadas aquellas vacas gordas, tal vez es lógico pensar que el reflejo de la crisis de la industria del disco sea acaso una crítica lánguida o inexistente. Un repaso somero de otros tiempos hasta hoy nos arrojará luces sobre un nutrido grupo de personajes encargados de comunicar, sugerir, advertir, señalar y, sobre todo, de asumir como propio el oficio del segador de separar la paja del trigo. Heriberto Zapata Cuéncar, Jorge Áñez, Emilio Murillo Chapull, Octavio Marulanda y Eliécer Arenas pusieron puntos sobre las íes desde principios de siglo pasado en territorios del sonido andino colombiano. Antes y después de Otto de Greiff se encargaron de lo propio, en el mundo de la música clásica, Guillermo Uribe Holguín, Luis Miguel de Zulategi, Rafael Vega Bustamante, Roberto Aconcha, Richard Chotzen, Manuel Drezner, Fernando Toledo, Bernardo Hoyos y Emilio Sanmiguel; mientras que por el jazz hablaron Hernando Salcedo Silva, Carlos Flores Sierra, Roberto Rodríguez Silva, Óscar Gómez Palacios, Hernando Bernal, Óscar Acevedo y Miguel Camacho. Diferentes géneros populares colombianos y latinoamericanos fueron debidamente escrutados por Camilo Correa, Jaime Rico Salazar, César Pagano, Sergio Santana, Rafael Bassi Labarrera, Fausto Pérez Villarreal, Álvaro Gärtner, Ernesto McCausland, José Arteaga, Juan Carlos Garay, Juan Diego Parra, Juan Carlos Piedrahita, Mauricio Restrepo Gil, Luis Daniel Vega y Umberto Pérez. Y buena parte de lo que un día supimos del rock se lo debemos a las reflexiones de Gustavo Arenas “Dr. Rock”, Sandro Romero Rey, Chucky García, Manolo Bellón, Edgard Hozzman, Camilo Pombo, Andrés Durán, Daniel Casas, Ben Nevis, Ricardo Durán, Pablito Wilson, Carlos Solano, Diego Londoño y Jacobo Celnik. En medio de tanta preeminencia masculina, varias mujeres ocupan con merecimiento su lugar en el mundo de la crítica y el comentario musical, entre ellas María Teresa del Castillo, Martha Enna Rodríguez, Maruja Méndez Mariño, Ofelia Peláez, Ellie Anne Duque, Ana Piñeres «Anavitrola», Ana María Valenzuela, Carolina Conti, Alejandra Quintana, Mariangela Rubbini, Jenny Cifuentes, Astrid Harders, Sara Melguizo, Olga Lucía Martínez, Luisa Piñeros, Laura Galindo, Astrid Ávila y Daniella Cura. Todos esos nombres se encuentran, de una u otra manera, en el espíritu de este libro. Cada texto en este trabajo intenta dejar consideraciones sobre piezas fundamentales de la discografía nacional, en una selección donde cupo la mirada amiga de otros colegas que sugirieron, en varios casos con éxito, la inclusión de trabajos que definitivamente tenían que hacer parte. Un primer ejercicio alrededor de una muestra de cien discos me resultó insuficiente, y aún los 150 finales me siguen pareciendo de una flagrante injusticia con nuestra aquilatada producción sonora. En compendios de ambición similar, es normal que este sea el espacio para justificar, matizar o tal vez ofrecer disculpas por las arbitrariedades de la elección. No es este el caso. Amparado en el sentido de la subjetividad, prefiero ratificar que los discos aquí presentes son los que, en mi concepto, debían estar. Estos no son 150 discos de obligatoria escucha sino una selección caprichosa, con todo lo que eso supone. "KG0516" (2021), de Karol G, es reseñado por el autor de este texto (Foto: REUTERS/Juan David Duque) Abren el ejercicio un par de reconstrucciones de obras del barroco local y de la música independentista que, aunque rompen con la cronología, deben ser ponderadas en su intención de escudriñar en el pasado. La pregunta subsiguiente, entonces, es por qué no haber arrancado con alguna grabación de música indígena. Respuesta: porque la música obtenida en grabaciones de campo hace setenta años no es la misma que cantaron hace cuatro siglos nuestros primeros pobladores. Suponer la simpleza de un folclorismo inerte es tanto como seguir condenando a esas comunidades a lo atávico, a la mirada colonialista del rezago. Tras esos antecedentes, intenté no descuidar ninguna etapa de la música colombiana a partir de 1908, cuando nuestros primeros connacionales dejaron sus voces y guitarras registradas en el sello Columbia en México. Pasaremos por algún ejemplo de la siguiente década, cuando aparecen los primeros éxitos internacionales provenientes de estas tierras, pero grabados en otros países. Encontraremos una elipsis importante hasta 1940, momento del despegue definitivo de la discografía local. La gran mayoría de la muestra es posterior a 1960, en conjunción con los buenos tiempos de la industria y con la generación de un sano sentido de la audición en casa, la aparición de los almacenes de cadena, la venta masiva de tocadiscos y el nacimiento de pequeñas pero auténticas colecciones domésticas, todas muy diferentes pero completamente elocuentes acerca de unos gustos y del apogeo de ciertas tendencias; curadurías que no pretendieron serlo pero que, a falta de cifras más concretas, nos permiten adivinar qué artistas, discos y géneros fueron los más apreciados por el público masivo en determinados momentos de nuestra historia. Sin ánimo de trabajar desde un sentido ecuménico, también fue esencial la búsqueda de una representatividad del territorio, de todos los estilos propios, así como de los ajenos con desarrollos en el país como el rock o el jazz, más algunos ejemplos de singularidades del mundo de la discografía, como las grabaciones de campo o los discos hablados o de spoken word. En muchas de las reseñas, el lector se encontrará con datos concretos y de contexto acerca de los artistas, en aras de familiarizarnos con algunos nombres sumidos en la oscuridad o con los de otros que merecen ser expuestos. En algunos casos, incluso, la selección discográfica se justifica por la necesaria presencia del artista en el compendio. De vuelta a Simon Frith y de cómo “el lenguaje de la crítica musical depende todavía de la confusión de lo subjetivo y lo objetivo”, espero que esa tensión entre el dato y la sensible experiencia personal sea una invitación a leer y a escuchar. La idea, finalmente, es que aquel que disponga de este libro pueda darse cuenta, esté o no de acuerdo con las apreciaciones o con la selección, de esa innegable riqueza musical que hoy hace que los ojos y los oídos del mundo entero recaigan sobre estos surcos de dolores. Sea lo que fuere, lo que aquí se pretende evocar es esa línea impresa en el imaginario de todo colombiano y que a la vez nos habla de otra línea, aquella espiral ad infinitum de los surcos de los discos con que nos criamos y ante cuya presencia retornamos a un pasado común e individual, entre lo dolorido y lo colorido, tal cual se debate todo en Colombia. COLOFÓN: A mitad de camino en esta aventura, cuando ya nos sentíamos coronando el premio de montaña, se hizo noticia mundial el afianzamiento de la llamada Inteligencia Artificial. Que un par de indicaciones someras le permitan a una máquina expresar sus pareceres acerca de una obra del ingenio humano –o de hacer la suya propia– con solvencia casi ídem y a la velocidad de un rayo, hace ver inocuo al algoritmo y ahonda la sensación de inutilidad de los oficios creativos y de lo que en ellos hay de inspiración y transpiración. Tener que hacer hoy un distingo de obras “hechas por IA” plantea dicotomías que, de acuerdo a como se les mire, nos harán transitar entre la comodidad y el espanto. Ojalá la música y el fruto verdadero de los oficios humanos ayuden a conjurar tanta neblina.
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