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Concordia » El Heraldo
Fecha: 07/06/2025 05:41
La corrupción es inmoral y deslegitima al Estado. Pero la ineficiencia lo vuelve inútil. ¿De qué sirve tener funcionarios honestos si no saben gestionar? ¿Qué se gana con eliminar el robo si el Estado sigue funcionando como una maquinaria oxidada que gasta mucho y logra poco? Ejemplos que duelen En Argentina, la ineficiencia estatal se palpa en cada rincón. Programas sociales que no llegan a quienes más lo necesitan. Hospitales con médicos, pero sin insumos. Escuelas donde se invierte más en estructuras administrativas que en mejorar el aprendizaje. Obras paralizadas por trámites absurdos. Subsidios que se reparten sin control ni evaluación de impacto. Empleados públicos capacitados que quedan relegados frente a nombramientos políticos sin formación ni experiencia. Rutas asfaltadas una y otra vez, con presupuestos millonarios, pero aún inseguras: sin banquinas, mal señalizadas o eternamente inconclusas. Cada día muere gente por errores evitables y desidia. Todo esto sucede sin que necesariamente haya corrupción de por medio. Es pura y cruda ineficiencia. Los gobiernos asumen, muchas veces, sin un plan claro, sin equipos técnicos formados, y con funcionarios que desconocen por completo cómo funciona el Estado. Confunden lo público con lo privado, o peor: lo tratan como si fuera una extensión de su partido. Gestionar el Estado requiere competencias específicas, metodologías, capacidad de planificación y seguimiento. No alcanza con buenas intenciones, ni con slogans. La historia argentina ya lo demostró: Fernando de la Rúa llegó a la presidencia con una imagen de integridad personal, pero sin un equipo sólido ni un plan consistente. El resultado fue catastrófico. Su falta de liderazgo, de capacidad de gestión y de comprensión del aparato estatal terminaron por agravar una crisis que se llevó puesto al país. La honestidad es deseable, pero sin eficiencia, se convierte en una virtud estéril. En la actualidad abundan ejemplos, en todos los niveles del Estado (nacional, provincial y local), de personas que acceden a cargos públicos sin formación técnica ni experiencia administrativa (antes y ahora). ¿Por qué no indigna como la corrupción? La gran diferencia es que la corrupción es visible y personalizable: tiene culpables concretos. La ineficiencia, en cambio, es difusa, estructural, difícil de señalar con nombre y apellido. Pero eso no la hace menos letal. Un plan de vacunación mal diseñado puede costar más vidas que un acto de corrupción. Una política habitacional sin ejecución ni monitoreo puede condenar a generaciones enteras a la precariedad. Y lo peor: muchas veces, estas fallas no generan ni una denuncia penal. Quedan como “errores” o “problemas de gestión”, cuando en realidad implican un daño profundo al bien común. No es solo la corrupción lo que mata La corrupción escandaliza, pero la ineficiencia mata silenciosamente. Una mata la confianza; la otra, las oportunidades. Una roba dinero; la otra, destruye futuro. Argentina necesita un Estado transparente, sí. Pero, sobre todo, necesita un Estado que funcione. Que haga bien lo que tiene que hacer. Que planifique, ejecute, evalúe. Que convoque a los mejores, no a los más leales. Que no sea botín de guerra de cada nuevo gobierno, sino una herramienta al servicio de la ciudadanía. En definitiva, la ineficiencia genera más daño estructural al Estado y a la sociedad que muchos actos de corrupción. Mientras la corrupción suele ser episódica y, en teoría, sancionable, la ineficiencia es persistente, sistémica y profundamente destructiva: erosiona la confianza ciudadana, dilapida recursos públicos y multiplica las injusticias sociales. Hacia una cultura ciudadana que reclame eficiencia Es fundamental que la sociedad empiece a exigir eficiencia con la misma fuerza con que reclama transparencia. No alcanza con que “no roben”: también tienen que saber gobernar. El ciudadano debe preguntarse no solo adónde va el dinero público, sino qué resultados genera. Debe reclamar planes claros, metas mensurables, y rendición de cuentas, incluso en ausencia de escándalos. Y debe empezar por entender algo clave: el Estado no tiene por qué ser menos eficiente que el sector privado. Su única diferencia es que no persigue el lucro, pero su obligación de rendir cuentas es aún mayor, porque administra recursos que pertenecen a todos. La eficiencia pública no es un lujo, es una responsabilidad ética. Sin embargo, persiste una visión errada y peligrosa: todos entendemos que para operar un cráneo se necesita un neurocirujano, alguien que estudió medicina, se especializó y se preparó durante años para hacerlo. Nadie permitiría que lo hiciera un aficionado con buenas intenciones. En cambio, cuando se trata de lo público, muchos creen que alcanza con sentido común o voluntad. Como si gestionar un municipio, una provincia o un país no requiriera preparación, conocimiento técnico y experiencia. Esta subestimación del oficio público abre la puerta a la improvisación, al fracaso, y a que sigamos asfaltando rutas peligrosas una y otra vez, sin resolver nada, mientras mueren personas todos los días por errores evitables. El verdadero problema de fondo La magnitud del problema no es una percepción: es una pérdida cuantificable. Según el Banco Interamericano de Desarrollo, la Argentina es el país con mayor gasto público ineficiente de toda la región. Solo en tres áreas —compras estatales, salarios públicos y subsidios mal focalizados— se desperdicia el equivalente al 7,2% del PBI. Para dimensionarlo: corregir ese desvío permitiría cerrar la brecha de pobreza extrema o construir más de 1.200 hospitales con 200 camas en toda América Latina. El país también figura entre los últimos puestos a nivel global en índices de eficiencia estatal: –0,38 puntos en el Índice de Gobernanza del Banco Mundial (frente a un promedio global de –0,04) y el puesto 77 de 104 en el Chandler Good Government Index 2024 (Índice de capacidad y eficacia de los gobiernos que mide el Instituto Chandler, organización internacional sin fines de lucro). Comprender que no es solo la corrupción lo que frena nuestro progreso, sino también —y muchas veces más— la ineficiencia estructural, es un paso decisivo hacia un Estado que funcione. Porque la corrupción roba dinero, pero la ineficiencia dilapida recursos, multiplica injusticias y frustra oportunidades. Por eso, la lucha contra la corrupción debe ir acompañada de una cruzada contra la ineficiencia pública. Una sociedad moderna no puede tolerar un Estado que gaste como uno rico y funcione como uno pobre. Es hora de exigir no solo transparencia, sino también competencia, planificación y resultados. Solo así la Argentina podrá dejar de perder lo que ya tiene y empezar a construir lo que aún le falta.
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