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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 02/06/2025 04:35
Justo cumplía los 24 años cuando fue nombrado secretario del Consulado de Buenos Aires Ya de joven, Manuel Belgrano pagó el amargo precio de ser el precursor de ideas que, en estas tierras, pocos querían aceptar, más por conveniencia que por ignorancia. Pero eso aún no lo sabía en el barco que lo traía de regreso de España, donde había permanecido en Salamanca y Valladolid, luego de que fuera enviado por su acaudalado padre, junto a su hermano Francisco, a estudiar leyes. En el Viejo Mundo -deslumbrado por las ideas que afloraron con la Revolución Francesa y atraído por ese baño de realidad de quien acusa el impacto de un mundo totalmente distinto- le prestó más atención a la política económica, a las lenguas vivas y al derecho público que a las clases de leyes. En carta a su madre, fechada en agosto de 1790, le decía que “del todo desisto de graduarme de doctor, lo contemplo una cosa muy inútil y un gasto superfluo. Si he de ser abogado, me basta el grado que tengo y la práctica que voy adquiriendo. A qué gastar el tiempo en sutilezas de los romanos que nada hacen al caso, y perder el precioso tiempo que se debería emplear en estudios más útiles. Si acaso mis ideas no tienen efecto, ustedes podrán disponer como mejor les pareciese en la inteligencia que tengo por muy inútil ser doctor, pues de nada sirve”. En sus memorias sostiene que fue un cargo que no buscó y conociendo en España su inclinación a la economía, lo nombraron secretario del Consulado, una institución económica, orientada al fomento de la agricultura, la industria y el comercio. Cuando se creó el de Buenos Aires, el 30 de enero de 1794, en América solo había en México y Lima. La Casa del Consulado, que se levantó en la esquina de San Martín y Mitre, en el microcentro porteño Con su título de bachiller en leyes, volvió lleno de entusiasmo, imaginando los proyectos que haría realidad, influenciado por las lecturas de François Quesnay, Adam Smith y Pedro de Campomanes. No quiso reparar en las continuas quejas de los americanos a la metrópoli, adjudicándolas a aquellos que habían quedado afuera de los negocios, ni en los roces entre los hacendados y comerciantes. Belgrano viajó en el barco junto a José María del Castillo, quien sería contador de ese organismo. Ambos juraron ante el Cabildo el 30 de mayo. Con funciones de junta económica y judiciales, su cabeza era un prior, dos cónsules, nueve consiliarios, un síndico con sus suplentes, un secretario, un contador y un tesorero. Esa junta debía reunirse dos veces al mes, analizar la agenda y estudiar las medidas a aplicar. Uno de las primeras cuestiones que se debatieron fue la introducción desde Brasil de mil esclavos y la extracción de frutos del país. El primer encuentro con la realidad fue cuando solicitó medios para llevar adelante su labor, le respondieron que no disponían y que se vería luego con los fondos del Consulado. Escudo del Consulado. En América ya funcionaban en las ciudades de México y Lima Se le cayó el alma al piso cuando le presentaron a los miembros del Consulado, todos viejos comerciantes que estaban realmente cómodos con el status quo: “Exceptuando uno que otro, nada sabían más que de su comercio monopolista, a saber, comprar por cuatro para vender por ocho, con toda seguridad”. En el consulado había un claro tira y afloje, entre una amplia mayoría que apoyaba el monopolio con España y aquellos que impulsaban esa idea considerada revolucionaria como era la del comercio libre. Esta institución estaba formada por los comerciantes más importantes de la ciudad y gracias al monopolio habían cimentado sus riquezas. Para Belgrano, “el atraso del comercio, de la ganadería y de la industria en América reconocían por origen, desde la época de la Conquista, la falta de libertad”. Certificado firmado por Belgrano, sobre aprobación del presupuesto de planificación de la Escuela de Dibujo, fechada el 18 de diciembre de 1799 (Archivo General de la Nación) No obstante, en contados casos, la corona española, cuando las arcas flaqueaban, autorizaba el comercio de América con naciones neutrales. Pero fueron contadas veces, como cuando España estuvo en guerra con Inglaterra. Su padre Domingo Belgrano y Pérez era un italiano nacido en Oneglia como Domenico Belgrano Peri, próspero comerciante que había llegado a Buenos Aires en 1753. Dueño de una de las fortunas más importantes de la ciudad, por 1788 se vio envuelto en un grave caso de malversación contra la Real Hacienda, aparentemente cometido por su amigo el tesorero y administrador de la Aduana, Francisco Jiménez de Mesa, por un descubierto de 200 mil pesos. Mientras le embargaron sus bienes y sufrió arresto domiciliario, a su hijo Manuel le cupo defenderlo en la corte española. Luego de larguísimos trámites, el Consejo de Indias dictaminó que se había procedido con celo desmedido, que no había pruebas en su contra y quedó libre. Al poco tiempo, el 24 de septiembre de 1795, falleció. Y su hijo se sintió con mayor libertad para arremeter contra los pares de su papá. Propuso nombrar a su primo Juan José Castelli como secretario interino, para que fuera suplente suyo, y los españoles se la hicieron difícil: recién aprobaron su nombramiento en 1796. Así empezaba la sátira donde aluden a Belgrano como "doctor Buñuelos", publicada en la edición del 15 de noviembre de 1801 en el Telégrafo Mercantil Supo que a esos hombres solo se preocupaban por su beneficio personal, nada harían por el bienestar de las provincias. Aun así, decidió aunque más no sea sentar las bases para que alguien recogiese esa bandera en el futuro. Esa fue la razón de las quince Memorias que año a año elaboró mientras estuvo en el Consulado y por las que rendía cuenta de lo hecho durante el año. Suponen un vasto y ambicioso plan destinado a darle impulso a la agricultura, comercio, navegación, y que además incluían la introducción de especies, la creación de establecimientos para darle valor agregado a los productos y extender caminos para poder comerciarlos. Entre sus planes, estaba el impulso de la agricultura: “En todos los pueblos antiguos la agricultura ha sido la delicia de los grandes hombres, y aún la Naturaleza parece que se complace en que los hombres se dediquen a ella”. Quiso levantar una escuela práctica de agricultura y tradujo del alemán una cartilla sobre agricultura, y nadie lo tomó en serio cuando propuso tratar la tierra con abonos y dejarla descansar, alternando los cultivos. Recomendó plantar cáñamo, y sostuvo que el trigo y el lino podían ser, entre otros, una actividad que incluyera a las mujeres. Le costó dos años que el Consulado aceptase el nombramiento de su primo Juan José Castelli Claramente priorizaba a la agricultura sobre la ganadería, la que daba trabajo a poca gente, no era un trabajo innovador y donde la riqueza se concentraba en pocos. De Europa había traído almanaques agrícolas franceses y alemanes con nombres de especies y tiempos de cultivos. Asimismo, vino con semillas de lino, que ofreció a su amigo de la infancia Martín José de Altolaguirre, un agrónomo propietario de una quinta en la Recoleta, enfrente de lo que hoy es el cementerio. Allí este hombre experimentó con especies, estudió su aclimatación y crecimiento. Con el cáñamo le había ido bárbaro y haría lo propio con el lino. Era habitual verlo al joven Belgrano visitar esta quinta para comprobar los progresos de su amigo en el trabajo de la tierra y tomaba nota de la evolución de lo plantado. Soñaba que en cada casa hubiera una quinta similar y por eso impulsó introducir en las escuelas de primeras letras la enseñanza de la agricultura, como una forma de sustento familiar. Tampoco fue tomado en serio cuando sostuvo que había que forestar la pampa como un método para evitar las sequías “en las tierras llanas”; decía que la sombra contribuía a mantener la humedad y los troncos paraban los vientos fuertes y evitaban la erosión. Recordaba que en Europa se premiaba a quien plantase árboles y se penaba la tala si antes no se lo reemplazaba por otro. Más escuelas Planeó un vasto programa de educación pública y sostuvo que en cada parroquia de cada barrio debía abrirse una escuela tanto para varones como para mujeres, y además impulsaba que también hubiera en el interior de la campaña. Proyectó una escuela de comercio, y en 1799 abrió una de náutica en vista de la escasez de pilotos, aquellos navegantes entrenados en guiar a las naves en los puertos. Si bien la escuela se creó, Belgrano denunció que se hizo de todo para destruirla. Le pasó algo similar con la Escuela de Dibujo, que la boicotearon a pesar de que el sueldo del maestro no salía del erario público. La respuesta que recibía era siempre la misma: que Buenos Aires no podía sostener esos establecimientos “de lujo”. Con las escuelas de primeras letras tuvo ayuda, al final de su gestión, del virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros cuando decretó la obligación de los padres de matricular a sus hijos y que si no lo hacían, cuando cumplieran los 16 años serían incorporados al servicio de las armas. Fue un defensor de la subvención a los artesanos e industrias locales. Consideraba que “la importación de mercancías que impiden el consumo de las del país o que perjudican al progreso de sus manufacturas, lleva tras sí necesariamente la ruina de una nación” “Todas las naciones cultas se esmeran en que sus materias primas no salgan de sus estados a manufacturarse, y todo su empeño es conseguir, no sólo darles nueva forma, sino aun atraer las del extranjero para ejecutar lo mismo”, sostenía. Campaña en contra No la tuvo sencilla y sobraban sus detractores. En versos satíricos publicados en el Telégrafo Mercantil, aludían a él como “el Doctor Buñuelos”, ya que eran bocadillos que no tenían relleno y en su interior solo tenían aire. “Soy un hombre extraordinario; / soy un prodigio, un portento, / soy asombro de los hombres, / soy pasmo del Universo. /Soy un encanto, un enigma; / soy un profundo misterio, / y por decirlo de un golpe, / yo soy el doctor Buñuelos. / Importa que todo el mundo / sepa mi vida y sucesos; / atención, pues, señor Mundo, / atención que ya comienzo”. Se burlaron de él cuando impulsó la creación de escuelas gratuitas para niñas, “para educarlas y separarlas de la ociosidad”. Implementó diversos programas de incentivos: cuando ofreció un premio en metálico a las niñas que “presentasen una libra de algodón hilado, igual, delgado y pastoso”, y un premio de 500 pesos para quien descubriese el método de preservar el cuero de la polilla. Alentó la fundación del Telégrafo Mercantil en 1801, el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, en 1806, y en marzo de 1810 publicó su propio Correo de Comercio. Belgrano, además, propulsó la construcción de un muelle y el sondeo del río; una rebaja de gravámenes de productos producidos en las provincias; alentó traer maquinaria y propuso el diseño de una ruta que uniera el Atlántico con el Pacífico partiendo de Patagones. Cuando ocurrió la primera invasión inglesa, en 1806, se indignó cuando los funcionarios del Consulado se apuraron en jurar fidelidad al invasor. Belgrano optó por abandonar la ciudad y se estableció en la localidad uruguaya de Mercedes, donde se enteró de la Reconquista. Se mantuvo en el cargo hasta los sucesos de 1810. Otras tareas, tal vez impensadas, absorberían los últimos diez años que le quedarían a ese bachiller en leyes que pedía casi a los gritos que se levantasen escuelas y más escuelas, un reclamo que recién se haría realidad durante la presidencia de Sarmiento, lamentablemente, muchos años después.
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