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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 29/05/2025 03:06
A diez años del primer Ni Una Menos se vuelve urgente incluir a las niñas en el centro del reclamo contra las violencias de género (Imagen Ilustrativa Infobae) Dentro de pocos días, el 3 de junio, se cumplen diez años del primer Ni Una Menos en Argentina, una fecha que nos invita no solo a recordar, sino a poner en el centro a las niñas, tantas veces olvidadas en este reclamo. Una década de marchas, conquistas de derechos, pancartas, pañuelos alzados. Pero cuando gritamos Ni Una Menos, las imágenes que circulan en medios, redes y en el pensamiento colectivo son casi siempre las de jóvenes o mujeres adultas en toda su diversidad. Rara vez se hace mención a las niñas, que, desde temprano, cargan con prejuicios, miradas y violencias cotidianas que casi nunca se registran ni se nombran. Hace poco, un colega me envió por error un reel: dos adolescentes aparecían en una coreografía, lengua afuera, guiños de ojo, ropa ajustada. Este ejemplo no señala solo a un hombre: señala una cultura entera que habilita, consume y naturaliza estas imágenes. No me sorprendió que un hombre de más de 50 años compartiera ese material. Pero me entristeció. Me entristeció pensar en lo fácil que circulan esas imágenes, en cómo se consumen, en cómo se guardan: a veces para uno mismo, a veces para otros. Lo que ahí pasa revela la hipocresía en la que vivimos y lo necesario que es hablar de estos temas. Las niñas son víctimas de violencias simbólicas emocionales y sexuales que muchas veces no logran nombrar por lo naturalizadas que están (Imagen Ilustrativa Infobae) Muchos de estos hombres cuidan celosamente a sus propias hijas mientras consumen imágenes de otras niñas cosificadas, objetalizadas. No las reconocen como sujetos, porque así aprendieron a mirar. Las convierten en materia de consumo, intercambio, autosatisfacción y circulación entre hombres, en un ritual oculto. El problema no está solo en las historias que estremecen al aparecer en las noticias, cuando se habla de violencia de género o de violencias extremas. Está íntimamente conectado con esas prácticas cotidianas, pequeñas, casi imperceptibles si no las alumbramos: los comentarios, los juicios rápidos, las palabras que atribuyen provocación y madurez precoz a niñas y adolescentes. Está en la naturalización de miradas que erotizan, porque —vuelvo a decir— así fuimos criados. Y desde ahí comienza a armarse un reguero de pólvora que no estalla de forma súbita ni aislada: es la consecuencia de una larga cadena de silencios, ocultamientos y privilegios. Y esto tiene efectos concretos en la salud mental de las niñas. Informes de la Asociación Americana de Psicología (APA), desde 2007 hasta materiales recientes, advierten que la proliferación de imágenes sexualizadas de niñas y jóvenes en publicidad, medios y redes es profundamente dañina. Según estos estudios, la sexualización mina la confianza y la relación con el propio cuerpo, genera vergüenza y ansiedad, y está vinculada a trastornos alimentarios, baja autoestima y depresión. No hablamos solo de estadísticas: hablamos de vidas concretas, de niñas concretas, de heridas que dejan huellas persistentes hasta la adultez. Muchos hombres consumen imágenes sexualizadas de niñas mientras cuidan a sus hijas sin ver la contradicción ni el daño que eso implica- (Imagen Ilustrativa Infobae) Las niñas crecen percibiendo que son observadas y comparadas, medidas bajo parámetros que no eligieron ni comprenden. Crecen cargando miedo, inseguridad, presión por ajustarse a un ideal. Surgen la ansiedad, el temor a hablar, el deseo de ser vistas y, al mismo tiempo, el miedo a ser expuestas y a que les pase algo. No conozco ninguna niña, adolescente o mujer que no tenga miedo de viajar sola en un auto de alquiler a la noche, de caminar por la calle en la oscuridad o de esperar un colectivo en una parada vacía. No les pasa lo mismo a los varones. Las niñas también crecen sintiendo que deben complacer mostrando su cuerpo, moviéndose con erotismo para la mirada del otro anónimo, ese que está detrás de la pantalla, pero se rasga las vestiduras cuando escucha la noticia de un nuevo crimen sexual. O cambiando su apariencia para ser aceptadas, lo que se reconoce hoy como violencia estética. La violencia está en los chats escolares donde se comentan los cuerpos adolescentes, donde incluso los propios compañeros han intercambiado imágenes de las niñas, donde crece día a día el fenómeno conocido internacionalmente como upskirting —sacar fotos por debajo de la falda o la ropa sin consentimiento—, y en los montajes realizados con inteligencia artificial que las dejan atrapadas para siempre en escenas escalofriantes. En redes sociales medios y publicidad circulan imágenes que dañan la salud mental de niñas generando ansiedad y trastornos alimentarios (Imagen Ilustrativa Infobae) También está presente en los concursos televisivos que maquillan y exponen a las niñas como pequeños objetos de espectáculo, en los certámenes de belleza que las valoran únicamente por su apariencia, y en los comentarios en redes que opinan, juzgan y refuerzan estereotipos sobre las hijas de figuras públicas, lo que hace que la discriminación se amplifique. Todo forma parte de un entramado que va minando, poco a poco, la autoestima de nuestras niñas y apagando la sensibilidad de los varones, que también quedan atrapados en modelos de masculinidad rígidos que dañan su propio desarrollo emocional y su capacidad de establecer vínculos que no los dañen. Un ejemplo brutal de esto lo muestra la serie danesa Los secretos que ocultamos, que permite reflexionar sobre hasta dónde pueden llegar las masculinidades violentas, la presión entre los varones por compartir imágenes para pertenecer al clan y el silencio e impunidad que se construyen alrededor. La trama revela lo que muchas veces queda oculto: la desigualdad entre géneros y clases, apenas disimulada bajo una apariencia de normalidad, de ocultamiento y de intereses personales. Las niñas y los niños necesitan entornos seguros donde construir su identidad, libres de las violencias heredadas de una masculinidad que aún no ha hecho autocrítica. Ni Una Menos nació como grito colectivo contra los femicidios pero invisibiliza muchas veces las violencias que atraviesan a las niñas desde temprano EFE/ Juan Ignacio Roncoroni Este 3 de junio, cuando digamos Ni Una Menos, reflexionemos también sobre las prácticas cotidianas que sostenemos, los prejuicios en los que nos paramos y sobre la urgencia de políticas públicas integrales que incluyan el cuidado y la prevención. Las niñas, las más impactadas por el sistema, cargan con heridas que ni siquiera pueden nombrar por lo naturalizadas que están, sufren violencias físicas, emocionales, sexuales, simbólicas. Cuidemos a las niñas porque enfrentan vulnerabilidades estructurales y porque merecen crecer libres y plenas, pero trabajemos también con los varones: en sus percepciones, en el respeto, en la construcción de masculinidades no violentas y respetuosas de los límites del otro. Este llamado interpela a todos los sectores y exige intervenciones concretas, no solo reflexiones: transformar vínculos, exigir marcos normativos protectores, programas y campañas de prevención para construir entornos éticos e igualitarios desde lo cotidiano. Porque solo así podremos romper los círculos de violencia que comienzan desde la infancia y atraviesan generaciones. * Sonia Almada: es Lic. en Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Magíster Internacional en Derechos Humanos para la mujer y el niño, violencia de género e intrafamiliar (UNESCO). Se especializó en infancias y juventudes en Latinoamérica (CLACSO). Fundó en 2003 la asociación civil Aralma que impulsa acciones para la erradicación de todo tipo de violencias hacia infancias y juventudes y familias. Es autora de tres libros: La niña deshilachada, Me gusta como soy y La niña del campanario.
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