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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 24/05/2025 14:34
El modelo de regulación responsiva propone inducir el cumplimiento tributario antes que recurrir a la sanción. I. Introducción: el espejo tributario de la informalidad Como juristas tributarios, no podemos seguir ignorando la evidencia empírica que, cual hoja seca, cae inevitable frente a nuestros pies: en las economías donde el consumo se formaliza por saturación sistémica, el dinero negro pierde oxígeno, se vuelve disfuncional, envejece sin ser gastado. No es la ley la que lo extingue, sino que, en rigor de verdad, es la traza invisible del mercado, que lo delata cada vez que el evasor desea acceder a bienes formales, servicios con factura, o simplemente, a una operación bancaria. Justamente, lo señalado, obliga a repensar el Derecho tributario desde una clave doble: En una primera medida, la lógica de la regulación responsiva, que privilegia la inducción antes que la persecución. En segunda instancia, la mirada económica del contribuyente como un actor racional y no un infractor nato. II. La formalización como lavadora invisible Allí donde antes florecía la oscuridad, la luz de la formalidad lo va arrinconando todo. Cada pago con tarjeta, cada transferencia bancaria, cada factura electrónica es una declaración de existencia económica. En consecuencia, el dinero no declarado, al momento de ser utilizado en la economía formal, comienza a tributar sin necesidad de que el Estado lo haya detectado previamente. Por ello mismo, no se trata de una exoneración legal, sino de un blanqueo silencioso, consentido por omisión, tolerado por conveniencia fiscal. Antes bien, el sujeto no regulariza su situación pasada, pero comienza a dejar rastros presentes. Justamente, cabe hacerlo notar, esos rastros son suficientes para que el sistema reciba IVA, ingresos brutos, y eventualmente impuesto a las ganancias en cabeza de quien recibió el pago. Ciertamente, este tipo de regularización no sancionada se parece a lo que los economistas llaman una convergencia institucional: sin reformar las normas, la realidad termina disciplinando las conductas. Al contrario de lo que predica el pensamiento obtuso, la informalidad se vuelve costosa, el dinero negro se transforma en peso muerto. La racionalidad del evasor empieza a mutar. III. Regulación responsiva: inducir en lugar de castigar En esa comprensión del tema, cabe traer a colación el modelo de regulación responsiva, desarrollado por Ayres y Braithwaite. La idea parte de un principio sencillo y potente: no todos los actores requieren el mismo grado de coercibilidad. En rigor de verdad, algunos cumplen si se les explica, otros si se les induce, otros si se les recuerda. Sólo una franja mínima precisa ser sancionada. En el ámbito tributario, esto significa abandonar el paradigma del Estado vigilante y abrazar el del Estado facilitador. Indudablemente no se trata de abdicar de la potestad fiscal, sino de ejercerla con inteligencia y audacia. Así como es más noble el padre que forma con palabras y abraza con ejemplo, que aquel que aguarda en la penumbra del hogar con la chancleta en mano —castigo en vez de comprensión—, también lo es el regulador que instruye, orienta y convence por las buenas, antes que el que se ampara, con prisa y severidad, en la frialdad de su potestad sancionadora. Porque el poder que educa y transforma desde la razón y el afecto deja huellas más profundas y duraderas que el miedo que disuade. Sucede que, en efecto, en la arquitectura del Estado justo, el Derecho no debiera ser un látigo, sino un faro: una brújula ética que inspire cumplimiento por convicción y no por temor. Allí donde la autoridad persuade, florece la legitimidad; allí donde reprime sin enseñar, germina el resentimiento. Precisamente, si el sistema logra que el evasor se formalice a través del consumo, sin generar resistencias ni necesidad de juicio, entonces estamos frente a una forma superior de enforcement: la obediencia por conveniencia, no por amenaza. IV. El mercado como moralizante silencioso Si, efectivamente, el mercado se concibe como un espacio de coordinación espontánea, donde los precios transmiten información descentralizada y permiten decisiones racionales; el dinero negro representa una distorsión informativa, ya que no refleja costos, no paga impuestos, no genera señales eficientes. Sin embargo, lo cierto es que el propio mercado, cuando se digitaliza y se formaliza, empieza a excluir esa distorsión. Sucede que, en efecto, quien no tiene cuenta bancaria no puede acceder a crédito, no puede justificar ingresos, no puede comprar propiedades. Así las cosas, la formalización deviene en un imperativo no legal, sino económico: el dinero negro no desaparece por ley, sino porque deja de servir. La libertad, en esta lectura, no se opone a la tributación, sino que se opone a la arbitrariedad. El sujeto racional tributa cuando el sistema le permite prever consecuencias y obtener beneficios legítimos. El impuesto deja de ser una imposición para convertirse en una condición de acceso. Justamente, desde la mirada de Gary Becker y Richard Posner, la decisión de evadir no es un pecado, sino una elección de cálculo. El evasor compara el beneficio esperado (ahorro fiscal) con el costo esperado (probabilidad de ser detectado por la pena). En este modelo, aumentar las penas no tiene sentido si la posibilidad de ser descubierto sigue siendo baja. Es por ello que, cuando el consumo se vuelve trazable, el dinero negro se vuelve detectable sin necesidad de una fiscalización activa. La economía misma genera alertas. Así, el costo esperado de la evasión se incrementa no por ley, sino por contexto. Es el sistema el que deja de tolerar el dinero negro, y con ello, se modifica la ecuación racional del evasor. En prieta síntesis, cuando se verifican estas condiciones el mercado tributa por necesidad, el Estado recauda sin litigar, y el evasor termina regularizándose sin juicio. No por virtud, sino por lógica. VI. Conclusión: tributar sin miedo, formalizar sin castigo De todo lo expuesto se desprende, con serena claridad, una apuesta decidida por la inteligencia regulatoria, esa forma superior del gobierno que prefiere la estrategia al grito, la pedagogía al garrote. En efecto, cuando el consumo se formaliza de manera extendida, se produce un efecto virtuoso que no requiere ni de nuevas alícuotas ni de mayores controles. Simplemente ocurre: el dinero negro, desprovisto de circuitos por donde fluir, se marchita como hoja en otoño. Se reduce su masa operativa, se incrementa la recaudación por el solo dinamismo de la trazabilidad, y —lo que es aún más valioso— se fortalece la legitimidad del sistema sin apelar al lenguaje de la amenaza ni al simbolismo violento del castigo. Porque cuando todos consumen en blanco, el dinero informal no encuentra refugio: se convierte en residuo, en anomalía del sistema. En ese instante, el Derecho no necesita castigar, porque ya ha triunfado. Ha vencido no por la fuerza, sino por la convicción; no por el temor, sino por la confianza que ha sabido inspirar. La justicia regulatoria, entonces, no se mide por la cantidad de infracciones que sanciona, sino por la proporción de ciudadanos que obedecen sin sentirse forzados. Allí, donde la norma se acata sin resentimiento, se encuentra el verdadero éxito del orden jurídico.
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