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» Comercio y Justicia
Fecha: 22/05/2025 22:27
Por Lorenzo Bernaldo de Quirós* para elcato.org La elección del cardenal Prevost como Papa con el nombre de León XIV ha generado, como es lógico, un sinfín de interpretaciones y especulaciones sobre cuál será la orientación de su Pontificado. Unos le consideran un continuador de la línea de su antecesor, otros una síntesis entre las corrientes conservadoras y progresistas en los planos de la teología y de la Doctrina Social de la Iglesia, y algunos adoptan una actitud expectante y prudente de esperar y ver. Dicho esto, en última instancia, el Sumo Pontífice es quien tendrá la palabra definitiva en esas materias, como ha sucedido siempre y, en consecuencia, esa será su impronta en este valle de lágrimas. Desde el punto de vista teológico, como agustino, el nuevo Papa ha mostrado a lo largo de su carrera una fidelidad a la tradición y a la ortodoxia. Eso se ha reflejado no sólo en su defensa de la centralidad de la Gracia Divina y de la autoridad de la Iglesia sino en su oposición a las propuestas, como no podía ser de otra forma, de las modernas religiones seculares, entre ellas la ideología de género. Estas junto, al igual que el marxismo, buscan reemplazar la gracia por la revolución y por la adoración al Estado. El 23 de junio de 2003, en un retiro espiritual en Cuzco, León XIV proclamó: “Los cristianos deben resistir las tentaciones del colectivismo extremo que esclaviza el alma en nombre de la justicia social”. Ese pronunciamiento es un buen punto de partida para analizar cuál puede ser la aportación del Pontífice a la Doctrina Social de la Iglesia cuya incidencia en el ámbito de lo temporal es sustancial. De entrada, su adopción del nombre León, el anterior en llevarlo fue León XIII, resulta muy significativo. El autor de la Rerum Novarum tenía las ideas muy claras. Para él, el socialismo no ofrece solución a los problemas y se basa en premisas falsas, su fundamento colectivista y su divinización del Estado. El individuo está en el centro del mensaje cristiano y su salvación constituye el estándar moral supremo. Nunca debe ser considerado como un engranaje de una máquina al servicio de los intereses del Estado o de cualquier ente colectivo. León XIII comenzó su encíclica Rerum Novarum con una enérgica y rotunda defensa de la propiedad privada (RN, 5-7, 9-10.35). Para el Pontífice el papel del Estado era importante pero limitado: proporcionar un buen gobierno cuya tarea era crear un orden económico estable con impuestos moderados (RN, 26-35). En su visión, la subsidiariedad -primacía del individuo- era primordial y había de extenderse a todas las esferas de la economía y de la sociedad, a todos los niveles organizativos. Al igual que los economistas ingleses clásicos, León XIII sostenía que el mercado no podía operar en el vació sino dentro de un marco de leyes, de principios morales y religiosos y de un orden competitivo capaz encauzar el interés propio de los individuos hacia el interés general (RN, 26). Este enfoque recuerda mucho a la mano invisible descrita por Adam Smith. La Doctrina Social de la Iglesia construida en los papados de León XIII y de Pío XI con su encíclica Quadragesimo Anno, intentó adaptar aquella a los desafíos de la modernidad y hacerla compatible, en buena medida, con la economía de mercado. Esa línea fue perfeccionada por Juan Pablo II. Tras las experiencias colectivistas del siglo XX, el Papa Wojtyla señaló que el capitalismo ha demostrado ser el medio más eficiente para satisfacer las necesidades materiales básicas de las sociedades (Centesimus Annus, 32,34). El Estado ha de “supervisar el ejercicio de los derechos humanos en el sector económico”, pero añadió: “La responsabilidad principal en este ámbito no recae en el Estado, sino en los individuos y los diversos grupos y asociaciones que conforman la sociedad. El Estado no podría garantizar directamente el derecho al trabajo de todos los ciudadanos a menos que controlara todos los aspectos de la vida económica y restringiera la libre iniciativa de los individuos”. Si se tienen en cuenta lo dicho hasta el momento, el Papado de Francisco ha supuesto un alejamiento de la tradición precedente, inaugurada por León XIII, continuada por Pío XI, por Juan Pablo II y por el breve pontificado de Benedicto XVI. Ahora bien, las encíclicas y pronunciamientos socioeconómicos de un Pontífice son criticables y ello no socava su magisterio en aquellas áreas de la moral y de la teología en las cuales su autoridad es indiscutible. Por eso, numerosos católicos han criticado el abandono por Francisco del principio de subsidiariedad, básico en la Doctrina Social de la Iglesia, en pro de una aguerrida defensa del activismo estatal; su constante descalificación del capitalismo de libre empresa, su negativa a conceder a la propiedad privada un valor esencial o, a diferencia de todos sus predecesores, su silencio ante las autocracias colectivistas. El catolicismo rechaza la idea de que el Estado constituya el horizonte último de la existencia humana y, por tanto, se ha negado siempre a depositar en él la esperanza de la salvación del hombre. En una conferencia dirigida a los políticos católicos alemanes, Ratzinger expresó esa idea con su contundencia y brillantez habituales: “La fe cristiana ha destruido el mito del Estado divino, el mito del Estado como paraíso”. El nuevo Papa ha de recuperar ese espíritu en un mundo en el cual las religiones postmodernas buscan a través de sus iglesias y con la ayuda del poder imponer la estatolatría. Eso cabría esperar de un Papa llamado León XIV. Dios dirá… (*) Presidente de Freemarket International Consulting en Madrid, España. Académico asociado del Cato Institute.
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