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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 12/05/2025 04:30
El nene de 9 años fue el único sobreviviente de la caída de avión El avión descendía con normalidad. El cielo estaba despejado, el sol apenas despuntaba sobre la pista 09 del Aeropuerto Internacional de Trípoli y el sistema de aterrizaje instrumental no había emitido ninguna alarma. El vuelo 8U771 de Afriqiyah Airways, un Airbus A330-202 recién salido de Johannesburgo, se aproximaba al suelo libio como un ave sin sobresaltos. Hasta que, de pronto, desapareció del radar. La alarma se disparó en la torre de control del aeropuerto. —¡Se estrelló! ¡Se estrelló! —gritaron los controladores al perder contacto, segundos después de ver un estallido de fuego al final del asfalto. La aeronave, que transportaba 103 personas, no llegó a completar su maniobra de aterrizaje. Eran las 6:01 de la mañana del 12 de mayo de 2010. Apenas unos metros antes del aterrizaje, en un tramo en apariencia seguro, el avión se precipitó y se desintegró en una franja de arbustos y polvo rojizo que rodea el perímetro sur de la terminal de la capital de Libia. Las partes del avión que se estrelló en el aeropuerto de Trípoli, Libia El horror del accidente Los cuerpos de rescate se acercaron y vieron cuerpos calcinados, pasaportes chamuscados y butacas invertidas. “Parecía una demolición planeada. No había estructura reconocible”, contó uno de los bomberos libios que llegó apenas siete minutos después del impacto. A esa hora, ya no se trataba de una operación de aterrizaje sino de un escenario de catástrofe total. El avión —operado por una aerolínea estatal en rápido crecimiento, símbolo del aperturismo económico de Muamar Gadafi— había cumplido a la perfección todos los protocolos. No hubo alerta de fallas mecánicas, ni señales de emergencia desde cabina. Todo parecía bajo control hasta el último segundo. El informe final revelaría lo impensado: el piloto, fatigado y desorientado por la llamada “ilusión de altitud” provocada por la luz del amanecer, creyó estar más alto de lo que en realidad estaba. El copiloto, menos experimentado, no detectó el error a tiempo. Una falla de juicio en los segundos críticos de aproximación. Noventa y dos pasajeros y once tripulantes murieron en el acto. La mayoría eran libios, sudafricanos y neerlandeses. Algunos volvían de vacaciones, otros, de un congreso médico y un grupo más regresaba tras asistir al Mundial juvenil en Sudáfrica. Las partes del avión quedaron desperdigadas por las cercanías del aeropuerto de Trípoli, Libia El sobreviviente Entre los fragmentos del fuselaje, en lo que quedaba del ala izquierda, un rescatista levantó un cuerpo con vida. Llevaba una remera celeste, estaba cubierto de sangre seca y su pierna colgaba como si no tuviera huesos. Murmuraba algo. Tenía los ojos abiertos. Tenía nueve años. Cuando lo subieron a la camilla, Ruben no lloraba. Tenía la mirada perdida, el rostro ennegrecido por el hollín y una pierna rota en al menos tres partes. El rescatista libio que lo cargó hasta la ambulancia juró después que el chico murmuraba en un idioma que no entendía, pero con una entonación que no se parecía al miedo. Era neerlandés. Tenía apenas nueve años. El avión en el que viajaba con sus padres, Patrick y Trudy, y su hermano Enzo, de once, acababa de estrellarse en las afueras de Trípoli. Volvían de unas vacaciones en Sudáfrica, un viaje soñado que la familia había planificado durante meses desde Tilburg, su ciudad en el sur de los Países Bajos. Solo Ruben sobrevivió. —Estaba consciente cuando llegó —declaró el director del hospital Al-Khadra—. Tenía múltiples fracturas en ambas piernas, un golpe severo en la cabeza, pero reconocía las voces. Era un milagro. Durante las primeras horas no sabían quién era. Sin documentación, sin acompañantes, sin nombre. La cruz roja libia lo etiquetó como “niño sobreviviente” y lo aisló en una sala especial del hospital. Lo sedaron para operarlo de urgencia. Las primeras imágenes que circularon en medios internacionales lo mostraban con vendas blancas hasta la cintura, un brazo conectado a suero, y un pequeño oso de peluche colocado al borde de la cama. Una de las pocas partes del avión que quedaron reconocible tras el accidente Ese peluche no era suyo. Alguien lo puso allí, como una forma desesperada de devolverle identidad. Recién al día siguiente, gracias a la gestión consular los Países Bajos, lo identificaron. Era Ruben van Assouw, alumno de cuarto grado, amante de los rompecabezas, el fútbol y los animales. Había abordado el vuelo con toda su familia, ahora desaparecida entre los escombros. Apenas logró ser estabilizado, el niño fue trasladado a los Países Bajos, en un avión sanitario enviado por su país. Lo acompañó su tía, quien al verlo en la cama del hospital rompió en llanto. Ruben no preguntó por sus padres. Seguía en shock. El regreso fue silencioso. El niño del milagro de Trípoli, como lo llamaban ya los medios, aterrizó en Eindhoven rodeado de periodistas, pero no dijo una palabra. Lo esperaban las autoridades, su nueva familia, y un país entero que no sabía si llorar o celebrar. —Ruben necesita paz —declararon en un comunicado su familia—. Perdió a sus padres, a su hermano. Debe sanar su cuerpo y su alma. Los médicos que lo atendieron dijeron que su recuperación física sería larga, pero posible. Lo demás, lo invisible, llevaría más tiempo. Los objetos de las víctimas quedaron esparcidas en la tierra luego del impacto del avión Cómo fue el accidente La noticia del accidente del vuelo 8U771 cruzó fronteras a la velocidad de una llamarada. Desde la redacción de The Guardian hasta los noticieros de Johannesburgo, desde los matutinos de Trípoli hasta los estudios de Hilversum en los Países Bajos, el caso tenía todos los elementos de una tragedia global: una aerolínea africana en expansión, una familia europea de vacaciones, un final inesperado y un niño solo entre los muertos. El gobierno libio reaccionó con rapidez. Apenas horas después del siniestro, el jefe del Comité de Aviación Civil, Younes al-Hassadi, afirmó que no había indicios de un acto terrorista ni fallas técnicas evidentes. La caja negra fue recuperada de inmediato. Todo indicaba que el avión, un Airbus A330 moderno, apenas tres años en servicio, estaba en óptimas condiciones. Pero entonces, ¿qué ocurrió? La respuesta fue devastadora en su simpleza: el piloto creyó estar más alto de lo que realmente estaba. Había confiado en su percepción, no en los instrumentos. En el momento final del descenso, una mezcla de fatiga, falta de visibilidad real y desorientación lo llevó a seguir bajando cuando ya estaba demasiado cerca del suelo. —Fue error humano —admitió la Autoridad de Aviación Civil Libia un mes después—. No hubo problemas técnicos. No hubo fallos mecánicos. El comandante simplemente no corrigió la trayectoria. El copiloto, de 21 años, apenas tenía experiencia en ese tipo de aeronaves. No intervino a tiempo. El silencio en cabina se había vuelto protocolo. Las alarmas del sistema de altitud habían sido silenciadas por rutina. El piloto al mando había volado más de 17.000 horas, pero ninguna en los últimos 72 días. La tragedia era, en términos aeronáuticos, evitable. Sudáfrica, Libia, Francia y Países Bajos iniciaron investigaciones paralelas. La prensa puso bajo la lupa a Afriqiyah Airways, una aerolínea que buscaba competir con Emirates y Qatar Airways, pero con menos recursos y más urgencias políticas. Fundada por el régimen de Muamar Gadafi, la compañía tenía como base la ambición de hacer de Trípoli un hub internacional. En los días siguientes, diplomáticos de los Países Bajos se presentaron en la capital libia para coordinar la repatriación de los restos. En muchos casos fue necesario realizar pruebas de ADN para confirmar identidades, ya que los cuerpos estaban irreconocibles. Las imágenes del siniestro, los árboles carbonizados y los trozos del avión con el logotipo “9.9.99” —el símbolo del tratado de unidad africana, impreso en el fuselaje— se repitieron en bucle en todos los noticieros. El accidente aéreo en la cobertura de la TV de Libia La conmoción en los Países Bajos Doce ciudadanos de los Países Bajos habían muerto en la tragedia. Ruben, el único sobreviviente, se convirtió en símbolo. Las banderas se izaron a media asta en Tilburg. Una pregunta se repitió por todos lados.¿Cómo puede un solo niño salir con vida cuando todo a su alrededor se destruye? El rostro vendado, las sábanas blancas, el tubo de suero colgando como una enredadera plástica, y un peluche junto al pecho. Así fue la primera imagen de Ruben van Assouw publicada por la prensa internacional. Fue tomada en la sala de cuidados intermedios del hospital Al-Khadra de Trípoli. La agencia oficial libia la distribuyó como símbolo de esperanza en medio del desastre. Ruben no lo sabía, pero ya era famoso. Cientos de periodistas se instalaron en las afueras del hospital y, luego, del aeropuerto militar donde aterrizó el avión sanitario que lo devolvió a los Países Bajos. Un niño huérfano, herido y desconcertado, convertido en material noticioso. Los medios hablaban de “milagro”, “destino”, “lección”. Usaban su nombre como titular. Repasaban el itinerario de sus vacaciones, reconstruían los últimos días en Sudáfrica, contaban qué había hecho la familia la tarde anterior al vuelo. Publicaban fotos de sus padres y de su hermano mayor. Todos muertos en el accidente. La opinión pública se dividió. Algunos exigían silencio. Otros, más cínicos, discutían si el niño debía o no saber la verdad, si era ético ocultarle la muerte de sus padres, si sería conveniente o perjudicial para su recuperación emocional. Los psicólogos del hospital no se pronunciaron. La consigna era una sola: cuidar su mente tanto como su cuerpo. El silencio que rodeó su recuperación fue una decisión. Un escudo de su familia para protegerlo. En Tilburg, la ciudad donde había vivido toda su vida, los vecinos colocaron velas frente a su escuela. Una misa ecuménica llenó la iglesia principal. Los bancos vacíos de su aula fueron decorados con flores. Pero Ruben no volvió allí. Al menos, no de inmediato. Un equipo de contención psicológica preparó cuidadosamente el entorno. Algunos de sus amigos escribieron cartas. Una maestra lo visitó en secreto. Todo fue planeado para protegerlo del ruido, de las cámaras, de las preguntas. Para que Ruben pudiera ser, por fin, un niño, y no un fenómeno mediático.
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