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  • Ciencia explica por qué siempre hay lugar para el postre

    » AgenciaFe

    Fecha: 10/05/2025 19:11

    ¿Quién no escuchó o dijo alguna vez “siempre hay lugar para el postre”? Aunque parezca una excusa golosa, la ciencia acaba de confirmar que esa sensación tiene una base biológica real. Investigadores del Instituto Max Planck de Alemania y del Instituto de Investigación Sant Pau de Barcelona explicaron qué sucede en nuestro cuerpo para que podamos seguir comiendo dulces incluso con el estómago lleno. La clave está en un mecanismo fisiológico conocido como saciedad sensorial específica, que describe cómo el cerebro pierde interés en un tipo de alimento una vez que se siente saciado, pero mantiene el deseo por otros sabores, especialmente el dulce. “La reacción del cerebro ante el azúcar es distinta. Se activan rutas de recompensa que no se apagan con la saciedad física”, explicó la doctora Marina Idalia Rojo, del Instituto Sant Pau. En el centro de este fenómeno están las neuronas proopiomelanocortina (POMC), ubicadas en el hipotálamo. Estas neuronas están vinculadas tanto con la sensación de estar satisfechos como con el impulso de consumir alimentos dulces. Según Rojo, “estas mismas neuronas pueden aumentar el deseo de comer cosas dulces, incluso cuando ya estamos llenos”. El proceso se completa con la liberación de betaendorfinas, sustancias similares a los opioides naturales, que generan placer y activan un sistema en el tálamo paraventricular, reforzando el deseo de seguir comiendo. Pero no todo es fisiología: también hay una razón evolutiva. En tiempos antiguos, cuando los alimentos eran escasos, el cuerpo desarrolló una preferencia especial por los alimentos ricos en energía, como los dulces. “Los alimentos dulces proporcionaban energía rápida y fácilmente disponible, muy valiosa en tiempos de escasez. Por eso, el cerebro ha evolucionado para valorar especialmente este tipo de alimentos”, concluyó Rojo. Así, lo que popularmente llamamos “el estómago del postre” no es más que una estrategia de supervivencia que quedó grabada en nuestros genes, y que hoy nos permite justificar (con aval científico) ese último bocado de torta o helado.

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