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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 09/05/2025 02:49
Cuidar es diseñar una experiencia educativa en la que la salud mental, el sentido de pertenencia y la seguridad afectiva sean ejes estructurales (Pixabay) Hay escuelas que enseñan, otras que contienen, algunas que innovan… pero muy pocas que cuidan. Y muchas menos que se cuidan a sí mismas. En una época en la que el estrés docente se naturaliza, el agotamiento emocional se romantiza como “vocación” y los alumnos gritan más fuerte de lo que pueden expresar con palabras, es hora de cambiar la pregunta. Ya no alcanza con preguntarnos qué enseñar o cómo gestionar. Hoy la pregunta de fondo es más urgente: ¿puede una escuela sobrevivir sin una cultura de cuidado mutuo y autorregulación institucional? No. ¿De qué hablamos cuando hablamos de “escuelas que cuidan”? Cuidar no es ofrecer un desayuno ni contener una crisis emocional. Cuidar es diseñar intencionalmente una experiencia educativa en la que la salud mental, el sentido de pertenencia y la seguridad afectiva no sean accesorios, sino ejes estructurales. Una escuela que cuida: No espera a que alguien “se rompa” para intervenir. No deja en manos individuales (del “docente sensible”, del “preceptor comprensivo”, del “equipo de orientación saturado”) la tarea de sostener lo insostenible. No pide “resiliencia” a quienes no tienen ni siquiera espacios para ir al baño en paz. Y una escuela que se cuida: Tiene tiempos protegidos, límites claros y conversaciones incómodas. Trabaja activamente para que sus adultos no vivan en estado de alerta crónico. Se atreve a revisar sus propias prácticas tóxicas naturalizadas. El síndrome de la escuela agotada Vivimos tiempos en los que la escuela funciona como un organismo sobreexigido, sin descanso, sin renovación y, muchas veces, sin conciencia de su desgaste. Y como todo organismo que no descansa, termina enfermando. La ansiedad educativa es real: docentes y directivos trabajan con la sensación permanente de estar “corriendo detrás”, de que nunca alcanzan a llegar. La hiperexigencia institucional -pedidos contradictorios, cambios constantes, burocracia sin sentido- crea un ecosistema de frustración crónica . La normalización del malestar (“es lo que hay”, “así está todo el sistema”) anestesia la capacidad de indignarse y mejorar. Y mientras tanto, el cuerpo habla: insomnio, contracturas, alergias, palpitaciones. La escuela se resiente. Y la cabeza, también. Lo que no se cuida… se rompe Desde la neurociencia sabemos que el estrés crónico deteriora las funciones ejecutivas del cerebro: memoria de trabajo, autorregulación emocional, planificación. ¿Cómo pretendemos que docentes planifiquen, creen, innoven o gestionen vínculos saludables cuando están en modo supervivencia? La cultura del “aguante docente” es, en realidad, una bomba de tiempo institucional. Y peor: cuando el sistema no cuida, se espera que cada uno se cuide solo. Entonces, el burnout se transforma en culpa (“no estoy pudiendo”, “ya no me entusiasma como antes”) y se silencia. Hasta que alguien renuncia. O enferma. O explota. Escuelas con daño colateral No se trata solo de cuidar a los adultos: cuando el sistema escolar no se cuida, los chicos también lo sienten. Aparecen vínculos inestables, reacciones desmedidas, climas tensos y, en algunos casos, violencia. Se pierde la capacidad de sostén emocional. El aula se vuelve un escenario de descarga, no de aprendizaje. La afectividad no es una moda pedagógica: es la infraestructura emocional del aprendizaje. Un cerebro estresado no puede aprender. Y un adulto desbordado no puede regular a un grupo. Así de claro. Así de grave. ¿Y si no hacemos nada? Si no transformamos este paradigma, el futuro será uno de los siguientes: Más docentes fuera del sistema. No por falta de vocación, sino por falta de condiciones humanas. Más estudiantes desregulados, desvinculados, desconfiando de una escuela que dice cuidarlos, pero no cuida ni a quienes están a cargo de enseñarles. Más instituciones reactivas, no preventivas. Apagando incendios en lugar de rediseñar estructuras. Y lo más peligroso: la normalización de la indiferencia. Esa sensación de que esto es lo que hay. De que nadie nos cuida. De que el sistema no cambia. Esa es la verdadera pandemia que debemos evitar. ¿Qué haría una escuela que realmente cuida y se cuida? Reconoce el cuidado como política institucional, no como gesto individual. Lo emocional no es un “plus”. Es parte de la experiencia educativa. Implementa sistemas de prevención emocional. No alcanza con talleres de mindfulness ni recreos activos. Se necesitan protocolos de bienestar, espacios de escucha real y un liderazgo que acompañe desde la presencia. Reorganiza tiempos y expectativas. Planificar no puede ser sinónimo de sacrificar fines de semana. Gestionar no puede ser apagar incendios todo el día. Enseñar no puede ser una trinchera. Forma líderes que sepan regular, sostener y transformar. El liderazgo de presencia no busca controlar: busca hacer sentir al otro como el ser más importante cuando está a su lado. Esa es la verdadera autoridad: la que se gana cuidando. Se atreve a cuestionar la cultura del sacrificio. Porque no queremos mártires del aula. Queremos profesionales con energía vital para enseñar, inspirar y construir futuro. No alcanza con tener buenas intenciones. Las escuelas que cuidan y se cuidan no ocurren por azar. Se diseñan. Se planifican. Se entrenan. Y, sobre todo, se sostienen. Ya no alcanza con decir que el cuidado es importante. Hay que demostrarlo en las decisiones cotidianas, en cómo se organiza el tiempo, en qué se prioriza y a quién se escucha. Cuidar no puede quedar solo en los discursos: tiene que bajar al terreno, a la práctica, al modo en que vivimos la escuela cada día. Porque una escuela que cuida no es una escuela “blanda”. Es una escuela estratégicamente emocional, consciente de que el aprendizaje es un fenómeno profundamente humano. Y que ningún currículum vale más que la salud de quienes lo habitan. ¿Estaremos listos para construir una escuela así? Porque si no lo hacemos nosotros… ¿quién?
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